Capítulo XXXIX Consideración sobre Cicerón

Dedúcense de los escritos de Cicerón y Plinio, como semejante él de éste, a mi entender, al carácter de su tío, testimonios numerosos de la ambiciosa manera de ser de ambos, entre los cuales figura el de solicitar sin ambajes que los historiadores de su tiempo no los olviden en sus anales. El acaso, como por ironía, hizo llegar hasta nosotros la vanidad de tales suplicas, pero no las historias ni los panegíricos. Mas sobrepasa toda suerte de bajeza en personas de tal rango, la circunstancia de haber querido sacar partido para su gloria de la cháchara, hasta el punto de emplear en beneficio de aquélla las cartas privadas, escritas a sus amigos; de suerte que algunas, no habiendo sido enviadas a tiempo, no por ello dejaron de publicarlas, so pretexto de que no querían perder sus vigilias y trabajo. ¿Es acaso propio de dos cónsules romanos, magistrados, soberanos de la república gobernadora del mundo el ocupar los momentos de ocio en preparar con toda la lentitud necesaria, frase por frase, una misiva de que sacar la reputación de poseer a maravilla el lenguaje de sus nodrizas respectivas? ¿Qué podría hacer peor un simple maestro de escuela que con sus palotes ganara su vida? Si las empresas de Jenofonte y César no hubieran con mucho sobrepasado la elocuencia de ambos, creo que jamás las hubieran escrito; quisieron éstos recomendar lo que hicieron, no lo que escribieron, y si la perfección en el hablar pudiera añadir algo a la gloria de un personaje importante, Escipión y Lelio no hubiesen cedido el honor de las comedias que compusieron y las delicadezas todas de la lengua latina a un siervo africano: que tales obras sean de aquéllos, su belleza y excelencia lo pregonan de sobra, el mismo Terencio lo confiesa. Por mi parte me desagradaría encontrar razones para creer lo contrario.

Constituye una especie de burla o injuria el querer enaltecer a un hombre por las cualidades que se avienen mal con su categoría, aunque tales prendas sean consideradas estimables desde otros puntos de vista; como por ejemplo, el alabar a un monarca como buen pintor o excelente arquitecto, y ni aun como buen arcabucero o maestro en el arte de correr sortija. Estos encomios no son honrosos ni dignos, si no se presentan en conjunto, después de los que son más pertinentes a los personajes a quienes se consagran, que deben ser la justicia y la ciencia de gobernar su pueblo, así en la paz como en la guerra. De tal suerte es Ciro digno de alabanza por el conocimiento de la agricultura, y Carlomagno por su elocuencia y penetración en todo lo relativo a las bellas letras. Yo he visto tener muy en poco sus estudios, desdeñar las ciencias y afectar una ignorancia que el pueblo no puede suponer en personas que pasan por competentes, las cuales se recomendaban por otras cualidades. Los compañeros de Demóstenes en la embajada que visitó a Filipo, alababan a este príncipe por ser hermoso, elocuente y buen bebedor. Demóstenes reponía que elogios semejantes convenían mejor a una dama, a un abogado o a una esponja, que a un rey:

Imperet bellante prior, jacentem

lenis in hostem[318],

la profesión del cual no consiste precisamente en ser buen cazador o impecable bailarín:

Orabunt causas alu, caelique meatus

describent radio, et fulgentia sidera dicent;

hic regere imperio populos sciat.[319]

Plutarco es todavía más explícito en este punto, y dice que mostrarse tan aventajado en esos méritos menos necesarios, es declarar a voces haber empleado mal el tiempo y el estudio que debieron consagrarse a cosas más necesarias útiles. Filipo de Macedonia, después de oír cantar a su hijo Alejandro, a gusto de los mejores músicos: «¿No te da vergüenza, le dijo, cantar tan bien?» Un músico que discutía con el mismo Filipo de cosas tocantes a su arte, dijo al príncipe: «No quiera Dios, señor, que os acontezca la desgracia de llegar a ser más competente que yo en las cosas de mi oficio.» Un soberano debe hallarse en el caso de responder lo que contestó Ifícrates al orador que le censuraba en su invectiva, de esta suerte: «En suma, ¿quién eres tú para echarlas tan de valiente? ¿Eres guerrero, arquero, piquero? -No soy nada de eso, pero en cambio soy quien sabe mandar a todos los que has citado.» Antistenes consideró como cosa de escasa monta en Ismenias, el que le ensalzara como flautista excelente.

Yo bien sé, cuando oigo a alguien que se detiene a encomiar el lenguaje de los Ensayos, cuál es su intento: me gustaría mejor que se callara: su propósito no es tanto ensalzar la elocución como deprimir el sentido, con tanta mayor ambigüedad, cuanta mayor es la malicia que la alabanza emplea. O yo me equivoco grandemente, o si muchos otros escriben con mayor profundidad que yo, malo o bueno, mi libro es de tal naturaleza que apenas hay ninguno en que se hallen acumulados mayor número de sustanciosos materiales, o al menos más copiosamente amontonados. Para de dejar más lugar a las ideas echo mano sólo de las principales, y si en desarrollarlas me detuviera, multiplicaría muchas veces este volumen. ¡Cuántas citas he traído a colación que nada dicen en apariencia, y que meditadas con detenimiento darían lugar a ensayos numerosos! Ni estas citas, ni mis comentarios sirven solo de ejemplo, autoridad u ornato; no las considero exclusivamente por el uso que hago de ellas: muchas veces tienen otros fines, y pudieran ser la semilla de una materia más rica y más vigorosa, lo mismo para mí, que no quiero sacar mayor partido en los pasajes donde las coloco, que para quien bien penetre el sentido de lo que escribo.

Volviendo a la virtud parlera, dirá que no establezco distinción alguna entre no saber más que expresarse mal o no saber sino hablar elegantemente. Non est ornamentum virile, concinnitas[320]. Dicen los filósofos que en punto a ciencia nada hay superior a la filosofía, y por lo que a los efectos toca, nada aventaja a la virtud, que generalmente es adecuada a todos los grados y a todos los órdenes de la vida.

Algo semejante a la vanidad de Cicerón y Plinio es la de Séneca y Epicuro; estos dos filósofos prometen también una duración eterna a las cartas que escriben a sus amigas, pero de modo diverso a la de aquéllos, prestándose por cumplir un servicio en pro de la vanidad ajena, pues los informan que si el interés de ser famosos en los venideros siglos los retiene todavía en el manejo de los negocios públicos, haciéndoles temer la soledad y el retiro, adonde quieren llamarlos para que no emprendan ocupaciones nuevas, añadiendo que sus actos pasados los acreditan para con la posteridad, y que las solas cartas que escribieran servirían para hacer es tan renombrados como sus acciones públicas. Salvo esta semejanza, las cartas de Séneca y Epicuro no están vacías de sentido ni son descarnadas como esas otras que no tienen mayor mérito que el de un delicado escogitamiento de palabras, amontonadas y ordenadas según una cadencia armoniosa, llenas de falsedades y bellos discursos de sapiencia; por ellas no se acreditan de elocuentes, sino de prudentes, y nos enseñan no a bien decir, sino a bien obrar. Desdeñemos la elocuencia por sí misma, la que no nos conduce a la práctica del bien. La de Cicerón, sin embargo, dicen que es de una perfección tan elevada, que por sí sola se avalora.

Añadiré todavía una anécdota relativa al gran orador, muy pertinente a lo que hablo, la cual nos hace conocer su naturaleza: teniendo necesidad de perorar en público, y como estuviera algo falto de tiempo para prepararse a su gusto, Eros, uno de sus esclavos, le anunció que la audiencia se había aplazado para el siguiente día; Cicerón recibió de ello tanto gozo, que dio libertad a su siervo por la buena nueva.

Sobre este asunto de epístolas, diré que mis amigos afirman que no me falta acierto para escribirlas; de buen grado hubiera adoptado la forma epistolar para dar cuerpo a mis improvisaciones, si hubiese tenido una persona con quien hablar. Érame preciso, y en otro tiempo la tuve, cierta comunicación que me atrajese y que me sustentase, pues dirigirse al viento, como algunos hacen, no lo haría ni por sueños; como tampoco forjaría nombres vanos para comunicar cosas serias, pues soy enemigo jurado de toda falsificación. Hubiera así permanecido más atento y seguro habiendo tenido un corresponsal inteligente y amigo, que contemplando los diversos aspectos de un pueblo; y, o mucho me equivoco, o hubiese sido más diestro en mis escritos. Mi estilo es naturalmente familiar y festivo, pero de forma que me es peculiar; impropio para las públicas negociaciones, como mi conversación; demasiado conciso, desordenado, cortado, particular, y nadie más inhábil que yo para escribir cartas de ceremonia de esas que no tienen mayor sustancia de la que la que encierra un bello amalgamamiento de palabras corteses. No poseo ni la facultad ni el gusto de esas dilatadas ofertas de afección y servicios, no creo en tantas dulzuras, y me disgusta traspasar los límites de lo que creo, lo cual está bien lejos del uso presente, pues en ninguna época se emplearon con mayor profusión ni se prostituyeron en tal grado las palabras vida, alma, devoción, adoración, siervo y esclavo. Todos estos dictados corren con frecuencia tanta que, cuando con ellos se quiere expresar algo de sincero y respetuoso, no se encuentra medio de conseguirlo.

Odio a muerte oír a los cumplimenteros, los cuales son razón sobrada para que yo inmediatamente adopte un tono seco, duro y francote, que inclina a quien me desconoce a considerarme como desdeñoso. Festejo más a los que cumplimento menos, y allí donde mi alma marcha con mayor regocijo olvida el camino de lo convencional, de los miramientos; ofrézcome por entero a aquellos a quienes pertenezco, y me muestro menos obsequioso a quien sin reserva alguna me he dado. Paréceme que a los que tal afección profeso deben leerla en mi corazón, y que la expresión de mis palabras sea más débil que los sentimientos que abrigo. Al desear la bienvenida, al despedirme, al dar las gracias, al saludar, al ofrecer mis servicios y en otras fórmulas verbales de las leyes ceremoniosas de nuestra urbanidad, mi torpeza de lengua compite con la del más inepto; y cuando por complacer a alguien he escrito alguna carta de recomendación, la persona a quien trataba de favorecer la encontró siempre floja e ineficaz. Los italianos son muy hábiles en esto de escribir misivas; yo tengo de ellas buen número de volúmenes: las de Aníbal Caro me parecen las mejores. Si conservase todo el papel que antaño emborronaba para las damas, cuando mi mano era guiada por la pasión, quizás se hallaría entre ello alguna página digna de ser conocida por la ociosa juventud de tal furor embaucada. Yo escribo mis cartas a escape, tan precipitadamente, que aunque mi caligrafía es insoportable, prefiero servirme de mi mano a buscar la ayuda de otra, pues no hallo quien me pueda seguir, y no las transcribo nunca. Las empiezo de buen grado, sin plan; la primera frase engendra la segunda. Las cartas que ahora se redactan más se componen de adornos y prefacios que de ideas. Como prefiero mejor escribir dos que doblar y cerrar una, encomiendo siempre a otra persona esta comisión. Lo propio me acontece cuando he dicho lo que tenía que decir, comisionaría de buena gana a otro para que añadiera esas largas arengas, súplicas y ofertas que colocamos al final. Yo deseo que alguna costumbre nueva nos libre de tal uso, como también de inscribir una dilatada lista de títulos y calidades a la cabeza de la epístolas; por ello he dejado a veces de enviar ciertas cartas principalmente a gentes que ejercían destinos de justicia o hacienda: tantas innovaciones en los empleos, la difícil distribución y ordenamiento de los diversos cargos honoríficos, habiendo sido caramente pagados, no pueden ser cambiados ni olvidados sin ofensa de la persona a quienes escribe. Me desagrada igualmente ver cómo se recarga el frontispicio de los libros que ahora salen con toda suerte de títulos.

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