Capítulo XXII De la costumbre y de la dificultad de cambiar los usos recibidos

Bien comprendió el imperio de la fuerza de la costumbre el que primero forjó el cuento siguiente: una aldeana estaba habituada a acariciar y a llevar en brazos un ternerillo desde el momento en que salió del vientre de la vaca, y de tal modo se hizo a ello, que cuando el animal se convirtió en buey, todavía lo conducía entre sus brazos. La costumbre es al par maestra violenta y traidora. Ella fija en nuestro espíritu, poco a poco y como si de ello no nos diéramos cabal cuenta el peso de su autoridad, y por suave que sea la pendiente por donde descendamos ocurre un día que ha dejado bien sellada su huella en nuestra naturaleza. Vémosla de tal modo violentar siempre las leyes de ésta, que cuando menos lo pensamos nos descubre un rostro tiránico, que carecemos de fuerzas para mirar de frente; Usus efficacissimus rerum omnium magiter[168]. Creo de buen grado en el antro de que Platón habla en su República; y en los médicos que con frecuencia abandonan a su autoridad las razones de su arte; y en aquel rey que por hábito hizo su estómago refractario al veneno, y en la joven de que habla Alberto, la cual se alimentaba con arañas; y por fin creo que en ese mundo de las Indias Nuevas se encontraron pueblos grandes, de climas diversos, que se alimentaban y hacían provisión, manteniéndolos, de langostas, hormigas, lagartos y murciélagos: en esos países fue vendido un sapo en seis escudos, en una época de carencia de víveres, y cuecen esos animales aderezándolos con diversas salsas. Otros pueblos se vieron en que las carnes de que nosotros nos alimentamos eran para ellos venenosas y mortíferas. Consuetudinis magna vis est: pernoctant venatores in nive; in montibus uri se patiuntur; pugiles caestibus contusi, ne ingemiscunt quidem[169].

Ejemplos tales, que parecen peregrinos, no lo son si consideramos (lo cual experimentamos ordinariamente), cuánto la costumbre embota nuestros sentidos. No nos precisa conocer lo que se nos relata de los vecinos de las cataratas del Nilo; ni lo que los filósofos juzgan de la música celeste; o sea que estos cuerpos, siendo como son sólidos y lisos, cuando se frotan y chocan unos con otros, por virtud de sus movimientos, no pueden dejar de producir una harmonía maravillosa, conforme a la medida, y al tono cuyas variedades les imprimen movimientos y cadencia. Pero tales harmonías no las advierten los oídos de los mortales, adormecidos como los de los egipcios, a causa de la continuidad del sonido. Los herradores, molineros y armeros no podrían soportar el estruendo propio de sus respectivos oficios si como a nosotros, que no los ejercitamos, los impresionaran.

El perfume que se desprende de mi coleto lo percibe mi olfato por espacio de tres días, mas el cuarto ya no lo advierten sino los circunstantes. Más singular es todavía el que a pesar de largos intervalos e intermisiones, la costumbre pueda siempre establecer y unir el efecto de su impresión sobre nuestros sentidos, como les ocurre a los que viven cerca de los campanarios. Yo ocupo en mi casa una torre en la cual al toque de diana y al anochecer una campana grande toca diariamente el Ave María. Tal estrépito estremece a la torre misma, y si bien pareciome insoportable los primeros días, poco después me acostumbré a él, de modo que hoy lo oigo como si tal cosa, y muchas veces hasta sin despertarme.

Platón reprendió a un muchacho que jugaba a los dados. El chico le contestó que por fútil pretexto le reprendía. La costumbre, repuso Platón, no es cosa insignificante ni fútil. Yo entiendo que nuestros mayores vicios emprenden su ruta desde nuestra más tierna infancia y que nuestra dirección principal se encuentra encomendada a nuestras nodrizas. Para las madres suele ser cosa de pasatiempo ver que un niño retuerce el cuello a un pollo, y que se divierte maltratando a un perro o a un gato; y padres hay de simplicidad tal, que consideran como excelente augurio de alma marcial el ver a sus criaturas injuriar y, pegar a un campesino o a un lacayo que no se defienden; y toman a gracia el ver a sus hijos engañar a sus camaradas maliciosa y deslealmente. Tales comienzos son, sin embargo, las verdaderas semillas y raíces de la crueldad, de la tiranía y de la traición; así germinan y se educan después frondosamente, acabando su desarrollo en manos de la costumbre. Es dañosa en alto grado el excusar tan perversas inclinaciones fundándose en la tierna edad y debilidad de la criatura, pues, en primer lugar, es la naturaleza que se exterioriza, cuya voz es entonces más pura y más ingenua cuanto es más débil y más nueva; en segundo lugar, la fealdad del engaño no depende de la diferencia de valer que puede haber entre un escudo o un alfiler; depende o se fundamenta en la naturaleza misma de la falta. Hallo, pues, bien razonable la conclusión siguiente: ¿Por qué no engañará tratándose de escudos, puesto que engañó tratándose de alfileres? No vale responder que estas faltas son insignificantes y que el muchacho no pasará a mayores. Es indispensable inculcar en la naturaleza de la niñez el odio al vicio; precísales comprender la natural deformidad del mismo; es indispensable que huyan de él y no ya sólo de cometerlo, sino que la idea misma les aparezca odiosa de cualquier suerte que el vicio sea.

Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más.

En mi casa acabo de ver un hombrecillo natural de Nantes, que careciendo de brazos había acostumbrado tan bien sus pies al servicio que le debían las manos, que sus extremidades inferiores habían olvidado, o medio olvidado su natural oficio. Los llamaba sus manos, y con ellos cortaba, cargaba y descargaba una pistola, enhebraba su aguja, cosía, escribía, se quitaba el gorro, se peinaba, jugaba a la baraja y a los dados y manejaba ambas cosas con destreza tal que maravillaba; el dinero que yo le dí (pues ganaba su vida mostrándose a todo el mundo), lo cogió con su pie como nosotros lo cogemos con la mano. He visto otro hombre, siendo yo niño, que manejaba un espadón y una alabarda, con el pliegue de su cuello, sin las manos, que no tenía: arrojábalos y cogíalos con increíble destreza; lanzaba una daga y hacía chasquear un látigo como el más experto de los carreteros.

Estos efectos de la costumbre descúbrense todavía mejor en la impresión que produce en nuestra alma, donde no encuentra tanta resistencia. ¿De qué poderío no dispone sobre nuestros juicios y creencias? Hay opinión, por extraña que sea (y dejo a un lado toda la grosera impostura de las religiones, con la cual tantas naciones populosas y tantos personajes esclarecidos hanse visto dominados, pues en las religiones, estando por cima de la humana razón, es más excusable el extravío a quien por modo sobrenatural no se encuentra socorrido por el favor divino); en cosas puramente terrenales, ninguna hay, por extraordinaria y peregrina que sea, que la costumbre no haya implantado como ley allí donde bueno le ha parecido. No puede, pues, ser más justa esta antigua sentencia: Non pudet physicum, id est, speculatorem venatoremque naturae, ab animis consuetudine imbutis quaerere testimonium veritatis[170].

Creo firmemente que no pasa por la humana imaginación ningún capricho por estrambótico que sea, que no encuentre el ejemplo en alguna costumbre pública, y por consiguiente que nuestra razón no explique y apoye. Pueblos hay en que se vuelve la espalda a la persona que se saluda y nunca se mira a la persona a quien trata de honrarse. Hay otros en que cuando el rey escupe, la más favorecida de las damas de su corte tiende la mano, y en otra nación los más próximos al monarca se bajan al suelo para recoger con un trapo sus basuras. Dejemos aquí lugar para relatar un cuento.

Tenía un noble francés la costumbre de sonarse las narices con la mano, cosa en verdad enemiga de nuestra usanza, y defendía tal hábito, pues era hombre presto a encontrar respuestas atinadas, diciendo que qué privilegio tenía lo que expelemos por las narices para recogerlo con una buena tela ni para que lo guardáramos luego cuidadosamente; que esto era mucho más repugnante que el arrojar la materia en cuestión donde quiera que fuese, como hacemos con todos las demás basuras. Creo que hablaba de un modo razonable, o al menos que no se expresaba del todo sin razón. La costumbre me había hecho no mirar la cosa con asco, como me hubiera acontecido a oírla referir de una nación que yo no hubiera visto. Dependen los milagros de nuestra ignorancia del modo de obrar que la naturaleza tiene, no de la naturaleza misma; el hábito adormece la vista de nuestro juicio. Los habitantes de países remotos no nos parecerían raros ni peregrinos, como tampoco nosotros lo seríamos para ellos, si cada cual supiera, después de haber examinado los ejemplos que le procuran las costumbres de otros pueblos, reflexionar acertadamente sobra las peculiares del país en que vive, y comparar las unas con las otras. Es la humana razón una tintura infusa, semejante y de valor análogo a nuestras costumbres y opiniones de cualquiera suerte que éstas sean, infinita en materia y en diversidad también infinita. Pero volvamos a mi asunto.

Hay pueblos en que, salvo su esposa e hijos, nadie se comunica con el soberano sino por medio de un portavoz. En una misma nación las doncellas llevan al descubierto las partes vergonzosas, y las casadas las ocultan cuidadosamente. En otras, la castidad no tiene valor sino para los frutos del matrimonio, pues las jóvenes pueden entregarse a sus instintos, y si resultaren preñadas echan mano de cualquier abortivo adecuado, a los ojos de todos. En otras partes, cuando un comerciante se casa, todos los de su gremio que han sido convidados a la boda, se acuestan con la desposada antes que el marido, y cuantos más convidados hay más honor recibe la mujer. Lo mismo acontece cuando un militar se casa, y lo mismo cuando es un noble el que contrae matrimonio, y así sucesivamente, salvo si es un labrador el que contrae justas nupcias, o un individuo de la plebe: entonces, es el señor quien se aprovecha. A pesar de todo lo antecedente, no deja de recomendarse la más estricta fidelidad durante el matrimonio. Países hay en que se ven burdeles públicos de hombres; en que las mujeres van a la guerra con sus maridos y toman parte, no sólo en el combate, sino también en el mando; en que las sortijas no sólo sirven de adorno en las narices, labios, mejillas, orejas y pies, sino que además se echa mano de pesadas varillas de oro para atravesar con ellas los pechos y el trasero; en que al comer se limpian los dedos en los muslos, en los testículos y en las plantas de los pies; en que los hijos no son los herederos de sus padres, y, sin embargo, lo son los hermanos y sobrinos de éstos; en otras partes lo son los sobrinos solamente, salvo cuando la herencia es la de un príncipe; entonces, para ordenar la comunidad de bienes en usanza, ciertos magistrados soberanos ejercen el omnímodo cargo del cultivo de las tierras y distribución de los frutos de las mismas, a tenor de las necesidad de cada uno; en que se llora la muerte de los hijos y se festeja la de los viejos; en que diez o doce personas se acuestan en el mismo lecho, acompañadas de sus mujeres respectivas; en que las mujeres que pierden sus esposos por muerte violenta pueden de nuevo contraer matrimonio, y no pueden hacerlo las demás; en que tan poco valor se concede a la mujer, que se da muerte a las hembras que nacen y se compran las del vecino para llenar con ellas las necesidades naturales; en que los maridos son dueños de repudiar sin alegar causa alguna, y a las mujeres no les asiste tal derecho; en que los maridos pueden venderlas si son estériles; en que se cuecen los cadáveres y se machacan luego hasta que forman una especie de papilla, la cual mezclan al vino que beben; en que la sepultura más envidiable es ser devorado por perros, y en otros sitios por pájaros; en que se cree que las almas dichosas viven en completa libertad en los alegres campos, provistas de toda suerte de comodidades, y que son, ellas las que producen el eco que oímos cuando en despoblado resuena nuestra voz; en que se combate dentro del agua, y los hombres disparan nadando sus arcos, con golpe certero, en que, como muestra de sumisión, se levantan los hombros y se baja la cabeza; en que precisa descalzarse para entrar en la cámara real; en que los eunucos, guardadores de las religiones tienen los labios cortados y lo mismo la nariz, para que no puedan inspirar amor;. y los sacerdotes se saltan los ojos para que no puedan inspirar amor; y los sacerdotes se cambian ojos para entrar en comunicación con los espíritus y consultar los oráculos; en que cada cual hace su dios de aquello que más le place: el cazador de un león o de un zorro; el pescador de un pez cualquiera: e ídolos de cada una de las acciones o pasiones humanas: el sol, la luna y la tierra son los dioses principales; en que el procedimiento en uso para jurar consiste en tocar la tierra mirando al sol; en que se come cruda la carne y lo mismo el pescado; en que el juramento que merece más fe es el que se ejecuta en nombre de la persona muerta que de mayor crédito gozó en el país, tocando su tumba con la mano; en que los aguinaldos que el rey envía a los príncipes, sus vasallos, anualmente, consisten en fuego; llevado que es a su destino, apágase el antiguo, y del nuevo se provee todo el pueblo que el príncipe gobierna; cada cual toma su parte correspondiente so pena de incurrir en crimen de lesa majestad; en que cuando el rey se consagra por entero a la vida contemplativa y abandona su cargo, lo cual acontece con frecuencia, su primer sucesor está en el deber de hacer lo propio, y así pasar el reino a manos de un tercero; en que la forma de gobierno cambia a medida que los acontecimientos lo exigen; hácese que el rey dimita cuando bien a sus súbditos se les antoja; es sustituido por los ancianos en el gobierno del Estado, y, a veces, déjase la dirección de éste en manos de la comuna; en que mujeres y hombres son circuncidados lo mismo que bautizados; en que el soldado que en uno o varios combates consigue presentará su rey siete cabezas de enemigos, es elevado a la categoría de noble; en que se cree en la mortalidad y acabamiento de las almas; en que las mujeres dan a luz sin quejas ni lamentos; en que las mismas mujeres llevan en ambas piernas armaduras de cobre, y si un hijo las muerde están obligadas, por deber de magnanimidad a morderle ellas a su vez; en que no se determinan a casarse sin haber ofrecido a su rey su doncellez; en que se saluda dirigiendo un dedo a tierra levantándole después al cielo; en que los hombres llevan la carga en la cabeza y las mujeres en las espaldas; éstas orinan de pie, aquellos agachados; en que los hombres envían sangre en prueba de amistad e inciensan como a dioses a las personas a quienes tratan de honrar: en que no ya sólo en el cuarto grado de parentesco, sino en ninguno más apartado el matrimonio es permitido; en que los muchachos están cuatro años encomendados a la nodriza, y a veces doce; y en estos mismos países créese peligrosamente mortal dar de mamar al niño el día que nace; en que los padres castigan a los varones y las madres a las hembras, y el castigo consiste en colgarlos por los pies, cabeza abajo a unos y otros, y en ahumarlos; en que se circuncida a las hembras; en que se come toda suerte de hierbas sin otra precaución que desechar aquellas que despiden mal olor; en que todo está abierto, y las casas, por ricas y hermosas que sean, carecen de puertas y ventanas, y no tienen arcas ni cofres cerrados; en lugares tales, los ladrones reciben doble castigo que en otros sitios; en que se matan los piojos con los dientes, como hacen los orangutanes, y encuentren odioso verlos despachurrar con las uñas; en que nadie se corta nunca el pelo ni las uñas, y otros países hay en los cuales se cortan sólo las de la mano derecha, y las de la izquierda se dejan crecer por elegancia; otros se dejan la cabellera del lado derecho tanto como crecer puede, y se cortan la del lado opuesto; otros países hay en que los padres prestan a sus hijos, y los maridos facilitan sus mujeres a sus huéspedes para que las gocen, pagando; otros en que es lícito tener hijos con su propia madre, y a los padres tener comercio deshonesto con sus hijas y con sus hijos; otros pueblos que en los festines se mezclan unos con otros sin distinción de parentesco, y los muchachos los unos con los otros; aquí se alimentan de carne humana; allí, para ejercer con ello un acto piadoso, se mata al padre cuando llega a una edad determinada; acullá, los padres, antes de que los hijos nazcan, cuando todavía están en el vientre de su madre, deciden los que han de ser criados y conservados y los que han de ser abandonados y muertos; en otros puntos los maridos viejos prestan sus esposas a la gente joven para que se sirva de ellas; y en otras partes, las mujeres, sin incurrir por ello en falta, pertenecen a varios hombres; hay países en que las mujeres ostentan, como otros tantos timbres de su honor, igual número de franjas en el borde de su vestido que varones las han ayuntado. El uso y la costumbre han hecho, a veces, atribuir a las mujeres funciones que les son de ordinario extrañas y las ha hecho empuñar las armas, conducir ejércitos y dar batallas. Y todo cuanto la filosofía es incapaz de hacer aprobar a los hombres más avisados, ¿no lo enseña la costumbre por sí sola a las almas vulgares? Sabemos de naciones en que no sólo la muerte se menospreciaba, sino que se la festejaba, y en las cuales hasta las criaturas de siete años sufrían estoicamente cuantos latigazos eran precisos para morir, sin inmutarse siquiera; en que la riqueza era de tal suerte despreciada, que el más mísero ciudadano hubiera desdeñado inclinarse para coger del suelo un bolsillo repleto de dinero. Igualmente tenemos noticia de regiones fertilísimas en toda clase de producciones animales y vegetales, donde los manjares más frecuentes y sabrosos de que se hacía uso eran el pan, los berros y el agua. La costumbre, en fin, hizo que en la isla de Cío transcurriesen setecientos años sin que mujer casada ni soltera osara faltar a su honor.

En conclusión, y a mi parecer, nada hay en el mundo que la costumbre no haga o no pueda hacer; con razón la llama Píndaro, a lo que tengo entendido, reina emperadora del mundo. Un individuo a quien sorprendieron golpeando a su padre, respondió que tal era la costumbre de su casa; que el autor de sus días había golpeado a su vez a su abuelo, y éste a su bisabuelo; y mostrando a su hijo, añadió: éste me pegará a mí cuando llegue a la edad que tengo; y el padre a quien el hijo maltrataba en mitad de la calle, mandole interrumpir la tarea al llegar a cierto lugar, en atención a que él no le había llevado al suyo hasta aquel punto, reponiendo que allí estaba el término de los injuriosos tratamientos hereditarios que los hijos acostumbraban infringir a sus padres en la familia. Por hábito, dice Aristóteles, tanto como por enfermedad, las mujeres se arrancan el pelo, se roen las uñas y comen tierra y carbón; y más por costumbre que por tendencia natural, los machos comercian entre sí.

La ley de la conciencia, que consideramos como compañera de la humana naturaleza, nace también y tiene su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los hábitos o ideas recibidos y aprobados en derredor suyo, y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento, ni practicarlos sin aplauso. Cuando los cretenses querían en los pasados tiempos maldecir a alguno, rogaban a los dioses que le arrastraran a contraer alguna costumbre perversa. Pero el principal efecto de su poderío consiste en apoderarse de nosotros de tal suerte, que apenas sí somos dueños de libertarnos de sus garras ni de razonar ni discurrir en qué consiste tal influjo. Diríase que con la leche de nuestras nodrizas penetra en nuestro ser el espectáculo del mundo, y así queda luego estereotipado para siempre; diríase que nacemos con la condición expresa de seguir la marcha general, y que los hábitos sociales que nos circundan y están en crédito se ingieren en nuestra alma con la semilla de nuestros padres, y son para nosotros los ordinarios y naturales; por donde nos acontece que todo aquello que queda fuera de los linderos de la costumbre, lo creemos fuera de los de la razón; y Dios sabe con cuánta sinrazón las más de las veces.

Si cual nosotros, que tenemos el hábito de estudiarnos, hicieran los demás, al oír cualquier justa máxima, y considerasen por qué razón tal o cual juicio les acomoda, cada cual hallaría que aquélla no tanto era una sentencia luminosa cuanto un buen latigazo a la ordinaria torpeza de su criterio; pero es lo normal el recibir las advertencias de la verdad y sus preceptos como si al pueblo fuesen siempre dirigidos, nunca individualmente; y en lugar de aplicarlas a sus hábitos particulares, todos las encomiendan estúpidamente a su memoria, con inutilidad palmaria y manifiesta. Volvamos al imperio de la costumbre.

Los pueblos que están habituados a la libertad y por sí mismos a gobernarse, estiman monstruosa toda otra forma de gobierno, y entienden que va contra la naturaleza; los que están hechos a la monarquía abrigan y practican igual creencia, y cualquier suerte de facilidad que la fortuna les preste para cambiar de instituciones, aun habiéndose desembarazado de su amo venciendo dificultades grandes, adquieren nuevo amo venciendo también obstáculos análogos, por no poder acostumbrarse a odiar la soberanía. A la costumbre se debe el que cada cual se acomode al lugar en que la naturaleza le colocó; los salvajes de Escocia no echan de menos la Turena, ni los escitas la Tesalia. Preguntaba Darío a algunos griegos a qué precio querían adoptar la costumbre de los indios, que se comen a sus padres cuando mueren por estimar que éstos no pueden hallar sepultura mejor que en sus mismos cuerpos; respondiéronle los griegos que por nada en el mundo harían tal enormidad; y habiendo intentado persuadir a los indios para que abandonasen aquella costumbre y adoptaran la de los griegos, los cuales quemaban los cadáveres de sus padres, rechazaron la idea con horror. Cada cual procede de un modo semejante, con tanta más razón cuanto que el uso aparta de nosotros el aspecto verdadero de las cosas.

Nil adeo magnum, nec tam mirabile quidquam

principio, quod non minuant mirarier omnes

paullatim.[171]

Antiguamente, cuando se pretendía dar valor y crédito a alguna observación, para que fuese bien recibida, no queriendo como suele hacerse apoyarla sólo con la fuerza de las leyes y de los ejemplos, buscábase siempre hasta llegar a los orígenes. Tal procedimiento me ha parecido siempre desprovisto de razón y hanse enojado por tener que confiarla en otro. Platón intenta rechazar por este medio los amores contra naturaleza, ordinarios en su tiempo, y la razón estímala soberana, en atención a que la opinión pública los condena, y a que cada cual de su lado hace lo propio, y las explica que las hijas más hermosas no exciten el amor en sus padres, ni los hermanos más distinguidos en belleza el de sus hermanas, como verán las fábulas de Thvestes, Edipo y Macareo, cuyo canto infundió ya aquella idea en los débiles cerebros de los niños. Es el pudor una virtud hermosa, cuya utilidad es sobrado conocida, mas no es tan cómodo juzgarlo ni hacerlo valer según naturaleza, como examinarlo e inculcarlo según las ventajas que con él se alcanzan, y los preceptos y leyes que lo recomiendan. Las razones primeras y universales son siempre de difícil examen, y nuestros maestros pasan por ellas como sobre ascuas; ni siquiera se atreven a tocarlas, escudándose desde luego en las costumbres, en cuyo campo triunfan con facilidad extremada. Aquellos que proceden de manera contraria y en la naturaleza buscan la razón primera, incurren en opiniones salvajes; ejemplo de ello Crisipo, que en muchos lugares de sus escritos da claras muestras de la poca importancia que para él teníanlos enlaces incestuosos, de cualquiera índole que fuesen.

Quien pretenda desembarazarse de este violento prejuicio de la costumbre hallará muchas cosas que, a pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas, no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz rugosa del uso, que las ha dado su autoridad; arrancada esta careta, conduciendo las cosas a la verdad y a la razón, sentirá su juicio como trastornado y, sin embargo, llevado a situación más firme. Yo le preguntaría entonces qué puede haber de más extraño que el ver a un pueblo obligado a practicar las leyes que no comprendió jamás; obligado en todos sus asuntos domésticos: donaciones, matrimonios, testamentos, ventas y compras, al cumplimiento de reglas que no puede conocer; puesto que ni escritas ni publicadas están en su propia lengua, de las cuales sin embargo le precisa hacer interpretación y uso; mas no al tenor de la ingeniosa opinión de Isócrates, el cual aconsejaba a su rey que hiciese libres los tráficos y negociaciones de sus súbditos para que al par fuesen más francas y lucrativas, y las querellas y debates onerosos se cargasen de gruesos estipendios.

¿Qué cosas hay más bárbara que ver una nación donde por costumbre aptada y legitimada se venden los empleos de justicia, los juicios son pagados en dinero contante y sonante y donde se consiente que la justicia sea rechazada a quien carece de recursos para pagarla, y goce de tan grande crédito esta mercancía que los que a llevan y la traen, constituyen un cuarto estado para unirlo a los tres antiguos de la iglesia, la nobleza y el pueblo; el cual, hallándose encargado de interpretar las leyes y disponiendo de una autoridad soberana sobre vidas y haciendas, forma un grupo aparte del de la nobleza; de donde proviene el que haya leyes dobles: las que tocan al honor y las que se refieren a la justicia, que en muchas cosas son contradictorias? Caducan aquéllas con tanto rigor como éstas; por la ley militar degrádase a un hombre de nobleza y honor, por haber sufrido una injuria, y por la ley civil incurre el que se venga en pena capital. Quien se dirige a las leyes para reparar una ofensa le echa a su honor se deshonra, y el que no se dirige es castigado por las mismas leyes. Estos dos procedimientos tan diversos se refieren sin embargo a un solo caso. Unos tienen en su mano la paz, otros la guerra; aquéllos la ganancia, éstos el honor; aquéllos el saber, éstos la virtud; la palabra los unos, y los otros la acción; unos la justicia y los demás el valor; otros la razón y los otros la fuerza; aquéllos la toga larga y éstos la corta en patrimonio; todo lo cual es el colmo de la monstruosidad.

Hablando de cosas de entidad menor como los vestidos que usamos, ¿quién será el que los conduzca a su verdadero fin, que no es otro que el servicio y comodidad del cuerpo de donde dependen la gracia y el decoro de los mismos? Entre los más singulares que puedan imaginarse, a mi manera de ver, coloco entre otros, nuestros gorros cuadrados; la larga y abigarrada cola de terciopelo plegada que pende de la cabeza de nuestras mujeres, y el modelo inútil de un órgano que ni siquiera en la conversación nos es lícito nombrar, del cual sin embargo hacemos público alarde. No desvían todas estas razonables consideraciones a ningún hombre de seguir la común usanza; por el contrario, diríase que todo va contra la sensatez y confina con la locura, y que el verdadero filósofo guarda su libertad en su fuero interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas aceptadas. Nada o muy poco interesan a la sociedad nuestras ideas, pero en cuanto a lo demás, como nuestras acciones, nuestro trabajo, vida y fortuna, preciso es que se ajusten a su servicio y manera de ver de aquélla: así el humano y grande Sócrates rechazó el salvar su vida por la desobediencia a un magistrado extremadamente injusto, pues es la regla de las reglas y general ley de las leyes, que cada cual observe las del lugar donde vive:

 [172]

Veamos ahora ejemplos de diversa naturaleza. Hay duda grande sobre si puede cambiarse una ley recibida hallando en el cambio mejora, o si el mal aumenta con la reforma, y esta duda se funda en que un gobierno es como un edificio, que se compone de diversas partes unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible sacar una de su lugar sin que las demás se resientan. El legislador de los turianos ordenó que aquel que quisiera abolir alguna de las antiguas leyes o establecer una nueva se presentara ante el pueblo con una cuerda al cuello a fin de que, si la novedad no era aprobada por todos los ciudadanos, fuese inmediatamente estrangulado. El legislador de los lacedemonios empleó su vida entera en arrancar a sus ciudadanos la promesa de que no cambiarían ninguna de sus leyes. El Eforo que cortó por modo tan rudo las dos cuerdas que Friné había unido a la citara no se curó para nada al ejecutar su acción de si el instrumento era mejor, ni de si los acordes estaban mejor acomodados; bastole para condenarlas simplemente el que fuese una alteración de la manera antigua. Igual alcance tenía la espada mohosa de la justicia de Marsella.

La novedad, sea cual fuera la manera como se nos muestre, me repugna, y razones múltiples me asisten para ello, pues he visto en muchas ocasiones sus efectos desastrosos a que nos empuja de tantos años acá no ha producido aún todos sus efectos, pero puede asegurarse que ha ocasionado engendrado las ruinas y males que después han acaecido y han pesado sobre todos. Sólo ella es la responsable:

Heu!, patior telis vulnera facta meis![173]

Los que alteran el orden de un Estado, caen envueltos en su ruina; el fruto que el desorden acarrea no lo alcanza casi nunca el que lo ha producido; unos baten y enturbian el agua para que otros pesquen a su sabor.

Cuando la unión y contextura de esta monarquía y este gran edificio se destruyen y disuelven y a lo viejo sustituye lo nuevo, queda tanto espacio como se quiera para que nazcan y prosperen toda suerte de trastornos; la majestad real, dice un escritor antiguo, desciende con mayor dificultad de la cumbre al medio que del medio al fondo. Mas si los innovadores ocasionan mayores males, los imitadores son más viciosos, por seguir ejemplos cuyo horror y daño sintieron y castigaron. Y si en la práctica del mal existe algún grado honorífico, éstos deben a los primeros la gloria de la invención y la iniciativa del primer impulso. Toda suerte de licencias nuevas se fundamentan con éxito en esa primera y fecunda fuente: a su imagen se hacen y por su patrón se cortan. En nuestras mismas leyes, hechas para remediar ese primer mal, se busca el aprendizaje y la excusa de toda suerte de empresas perversas, y nos ocurre lo que Tucídides escribe de las guerras civiles de su tiempo; que en beneficio de los vicios públicos se las bautiza con palabras nuevas, más dulces, para excusarlas, bastardeando y adulterando sus nombres verdaderos. Todo lo cual se ejecuta para reformar nuestra conciencia y nuestras creencias: honesta oratio est[174]. El mejor pretexto de novedad es siempre peligrosísimo: adeo nihil motum ex antiquo, probabile est[175]. Paréceme, hablando francamente, que revela una presunción y un amor de sí mismo sobrepotentes el juzgar las propias opiniones hasta tal extremo de valer, que, para llevarlas a la práctica, se consienta en trastornar la paz pública e introducir tantos males inevitables y corrupción tan horrenda en las costumbres como a que las guerras civiles acarrean, junto con las mutaciones de estado en cosa de tal peso, o introducirlas en su propio país. ¿No es locura el engendrar tantos vicios ciertos y evidentes para combatir errores contestables y debatibles? ¿Existen vicios peores que los que chocan a la propia conciencia y al natural conocimiento? El senado romano decidió dar una contestación artificiosa para salvar la diferencia entre él y el pueblo, en un asunto relativo a la religión, ad deos id magis, quam ad se, pertinere; ipsos visuros ne vacra sua polluantur[176]; de modo semejante a lo que respondió el oráculo de Delfos en las guerras medas porque los griegos temían la invasión de los persas: preguntado el dios sobre lo que deberían hacer con los tesoros sagrados de su templo, si esconderlos o llevárselos a otra parte, contestó que tuvieran calma, y que se cuidaran de sí mismos, que él se bastaba para atender a lo que le incumbía.

La religión cristiana guarda en todo el sello de la justicia y utilidad extremas, y recomienda eficazmente la obediencia a los magistrados y el cumplimiento de lo que las leyes preceptúan. ¡Qué ejemplo tan maravilloso el que nos dejó la divina sabiduría, la cual para establecer la salvación del género humano y libertarnos de la muerte y el pecado cumpliolo conforme a la voluntad de nuestro orden político, sometiendo el progreso y dirección de un efecto tan elevado saludable a la ceguedad e injusticia de nuestros usos y observancias; dejando correr la inocente sangre de tantos elegidos, sus favorecidos, y consintiendo que pasaran muchos años para que madurase su inestimable fruto! Hay diferencia grandísima entre el que sigue los hábitos y leyes de su país y el que intenta gobernarlos y cambiarlo; aquél alega como razón de su conducta, la sencillez, la obediencia y el ejemplo; sus acciones, sean cuales fueren, nunca obedecen a la malicia, son cuando más infortunadas: quis est enim quem non moveat clarissimis monumentis testata consignataque antiquitas?[177] Añádase a esto lo que sobre el particular dice Isócrates, o sea que los defectos suponen mayor moderación que el exceso. El otro es un adversario mucho más terrible: quien se impone como cargo el escoger y el cambiar atropella el derecho de juzgar, y de e ser capaz de ver la falta de lo que desdeña, y el bien de lo que introduce.

Esta consideración tan sencilla mantúvome firme en mi lugar e hizo que mi misma juventud, más temeraria, naturalmente, que mi edad sesuda, se mantuviera sujeta, no grabando mis hombres con una pesada carga que me hiciera responsable de una ciencia de tanta importancia, osando con ésta lo que en sano juicio no hubiera osado en la más sencilla de las que se me había instruido. Pareciéndome el colmo de lo injusto pretender someter las constituciones y reglas públicas e inmóviles a la instabilidad de una apreciación particular (la razón privada no posee sino una jurisdicción privada también) y emprender con las leyes divinas lo que ningún gobierno consentiría con las humanas. Por lo que a éstas respecta, aun cuando la razón del hombre pueda tocarlas más de cerca, ellas son jueces soberanos de los jueces mismos, y la capacidad mayor sirve a explicarlas y a extender su jurisdicción, no a falsificarlas ni a innovarlas. Si alguna vez la divina providencia pasó por cima de los preceptos a que nos sujetó, necesariamente no fue para dispensarnos de ellos. Son ésas sólo manifestaciones de su mano divina que no debemos imitar sino admirar, extraordinarios ejemplos sellados con un expreso y particular asenso, del género de los milagros, que la providencia nos muestra como testimonio de su poder infinito, superiores a nuestras órdenes y a nuestras fuerzas, y que no debemos seguir, sino considerar con admiración; actos dignos de su persona, no de la nuestra. Cotta sienta con razón prudentísima: Quum de religione agitur, Tib. Coruncanium, P. Scipionem, P. Scaevolam, pontifices maximos, non Zenonem, aut Cleanthem, aut Chrysippum sequor[178]. Dios bien lo sabe; en nuestra actual querella, en que hay cien artículos que quitar y poner, grandes y profundos artículos, ¿cuántas personas hay que puedan alabarse de haber reconocido exactamente las razones y fundamentos en que se apoyan los dos bandos? Un número, si es que llega a constituir número, que no tendría medios de trastornarnos mucho. Pero toda esa multitud, ¿adónde va? ¿Bajo qué enseña se lanza al combate? Acontece con el medicamento que nos procuran lo que con otros débiles e inadecuados; los humores de que el remedio pretendía purgarnos los ha enardecido, exasperado y agriado por la lucha, y se nos han quedado dentro. Por su debilidad no acertó la medicina a purgarnos, pero en cambio nos ha debilitado de tal suerte que no podemos arrojarla tampoco, y de su operación no recibimos sino dilatadísimos e intestinos dolores.

Como el acaso se reserva siempre su autoridad por cima de nuestra razón, muéstranos a veces la necesidad urgente de que las leyes le dejen algún lugar; pero cuando se hace frente al desarrollo de una innovación que por violencia se introduce, debemos mantenernos firmes y en regla contra los libertinos, a quienes es lícito todo cuanto puede contribuir a la realización de sus deseos, y quienes no reconocen más ley ni más enseña que la ejecución de sus designios. Constituye una obligación peligrosa en la cual se lucha con armas desiguales:

Aditum nocendi perfido praestat fides[179],

tanto más cuanto que la disciplina ordinaria de un Estado, que radica en su salud, hállase desprovista de medios para combatir contra esos accidentes extraordinarios; presupone un cuerpo que se mantiene en todas sus partes conforme a un común consentimiento de obediencia y observancia. El camino legítimo es un camino sereno, reposado y metódico, que no puede atajar la marcha licenciosa y desenfrenada. Sabido es que Octavio y Catón en las guerras civiles de Sila y César fueron censurados por consentir que la patria corriera toda suerte de peligros, antes que socorrerla con las leyes y dejarlo todo tranquilo. Y en verdad que en los casos extremos, en que todo se agita en medio el mayor desorden, quizás fuera mejor bajar la cabeza y resignarse un poco al golpe, que ir más allá de lo posible, no ceder ante nada y dar pretexto a la violencia de pisotearlo todo bajo sus plantas; valdría más acomodar las leyes a lo que pueden, puesto que no pueden todo lo que quieren. Tal fue la conducta que siguieron el que ordenó que durmieran durante veinticuatro horas[180], el que cambió por una vez un día del calendario, y el que del mes de junio hizo un segundo mes de mayo. Los lacedemonios mismos, tan religiosos observadores de las leyes de su país, viéndose obligados por la que prohibía elegir almirante dos veces a una misma persona, de un lado, y exigiendo por otro los negocios públicos que Lisandro fuera reelegido, nombraron a Araco, pero aquél recibió el cargo de subintendente de la marina. Con sutileza análoga uno de sus embajadores, que había sido enviado a Atenas para alcanzar el cambio de una prescripción, obtuvo de Péricles la respuesta de que estaba prohibido quitar el cuadro en que una ley había sido puesta. El embajador repuso que lo volviera de lado solamente, puesto que para ello no había prohibición. Por lo mismo alaba Plutarco a Filopémenes, quien habiendo nacido para el mando, sabía, no solamente gobernar ateniéndose a las leyes, sino que ordenaba también a las leyes mismas cuando las necesidades públicas lo requerían.

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