Capítulo XXIII Diversos sucesos del mismo orden

Santiago Amyot, limosnero mayor de Francia, me contó un día la relación siguiente, que recae en honor de uno de nuestros príncipes (y bien nuestro era, aunque su origen fuese extranjero). Durante nuestros primeros trastornos civiles, en el sitio de Ruan, habiendo sido informado el príncipe por la reina madre de que se tramaba una conspiración contra su vida, el instruido además muy circunstanciadamente por las cartas de aquélla de la persona que debía llevar a cabo el hecho, que era un noble de Anjou el cual frecuentaba para lograr su intento la casa del príncipe, éste no comunicó a nadie la advertencia, pero paseándose al día siguiente por el monte de Santa Catalina, donde estaba emplazada nuestra batería contra Ruan, teniendo a su lado al gran limosnero y a otro obispo, vio al noble que atentaba contra su vida y le hizo llamar. Cuando le tuvo en su presencia, le habló así, viéndole temblar y palidecer a causa de su intranquila conciencia: «Señor, de no sé qué lugar; bien conocéis de lo que quiero hablaros, y vuestro semblante mismo lo declara. Nada tenéis que ocultarme, pues informado estoy de vuestro intento, en tan alto grado, que no haríais más que empeorar vuestra situación si tratarais de encubrir vuestro designio. Bien conocéis tal y tal cosa (que eran los medios, propósitos y todos los secretos más recónditos de la empresa); no dudéis, por vuestra vida, confesarme la verdad toda de la conspiración.» Cuando el pobre hombre se encontró convicto y confeso (pues todo había sido descubierto a la reina por uno de los cómplices), juntó las manos pidiendo gracia y misericordia al príncipe, a los pies del cual quería arrojarse, pero éste impidió su proposito siguiendo de este modo: «¿Acaso os he disgustado?, ¿he ofendido a alguno de los vuestros con mi odio personal? Sólo tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha podido impeler a conspirar contra mi vida? «El noble respondió a estas preguntas con voz temblorosa que ninguna razón personal tenía para desear su muerte, sino el interés general de su partido, y que algunos habíanle persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte a un tan poderoso enemigo de su religión. «Pues bien, añadió el príncipe, quiero mostraros que la religión que yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha conducido a darme la muerte sin oírme, no habiendo de mí recibido ofensa alguna; mientras que la mía me aconseja que os perdone, aun cuando estoy convencido de que habéis querido matarme sin razón. Idos, pues; retiraos, que no os vea aquí; y si queréis obrar con prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo de aconsejaros de gentes más honradas que las que os impulsaron a vuestra acción.»

Encontrándose en la Galia el emperador Augusto, tuvo noticia de una conspiración que contra él tramaba Lucio Cinna. Augusto decidió tomar venganza, y para realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos. Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta considerando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo consigo mismo y en alta voz diversos razonamientos. «¿Sería procedente, se decía, que yo permaneciera con temor y alarma y que dejara a mi matador libre y a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando contra mi vida, que yo he librado de tantas guerras civiles, de tantas batallas sostenidas por mar y tierra, y después de haber logrado asentar la paz más cabal en el mundo? ¿Será absuelto, habiendo decidido no sólo asesinarme, sino también sacrificarme?» pues la conjura había decidido matarle cuando estuviera haciendo algún sacrificio. Después de haber así hablado permaneció mudo algunos minutos, y luego pronunció con voz más fuerte interrogándose a sí mismo el siguiente monólogo: «¿Por qué vives si tantas gentes tienen interés en que mueras? ¿Tus crueldades y venganzas no acabarán alguna vez? Es tan grande el valor de tu vida que merezca que tantas gentes sean sacrificadas para conservarla?» Livia, su esposa, viéndole en situación tan angustiada, le dijo: «¿Me será permitido darte un consejo? Sigue la conducta de los médicos, los cuales cuando las recetas que emplean no producen efecto, echan mano de las contrarias. Nada has conseguido hasta ahora valiéndote de la severidad; Lépido ha seguido a Salvidenio; Murena a Lépido; Caepio a Murena; Egnacio a Caepio, ensaya el resultado que te darían la dulzura y la clemencia. Cinna, es verdad, quiere darte la muerte; perdónale; ya no podrá ocasionarte nuevos perjuicios, y tus bondades para con él recaerán en provecho de tu gloria.» Augusto experimentó gran placer al encontrar un abogado de su mismo parecer, y habiendo dado gracias a su mujer y congregado a sus amigos en consejo, ordenó que hicieran comparecer solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mundo se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna, y hablole de esta suerte: «En primer lugar, escúchame sin interrumpir mis palabras; lugar tendrás de hacerlo más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en el campo de mis adversarios; que no sólo te hiciste mi enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus manos todos tus bienes, y que en fin, te he dejado en situación tan holgada y floreciente, que los vencedores mismos envidian la condición del vencido: el oficio de sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habérselo rechazado a otros cuyos padres habían combatido siempre conmigo y habiéndote dejado tan obligado te propones matarme.» Cinna repuso a las palabras de Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso propósito. «No cumples, añadió Augusto, lo prometido; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí; has formado el propósito de matarme en tal lugar, tal día, en presencia de tal compañía y de tal manera.» Augusto, viéndole transido al escuchar las últimas palabras, en silencio, que no era deliberado sino impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quieres darme la muerte? ¿acaso para ser emperador? En verdad, los negocios públicos van mal si soy yo solo quien te impide llegar al imperio. No pudiste siquiera defender tu casa y perdiste ha poco un proceso contra un simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio que el de chocar contra César? Yo abandono de buen grado el trono si de mí depende la realización de tus esperanzas. ¿Piensas acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Servilianos te soportarían, como tampoco un número crecido de nobles, que no lo son sólo de nombre, sino que por su virtud lo son también?» Después de otras consideraciones, pues Augusto habló más de dos horas enteras, concluyó: «Ahora vete; aunque traidor y parricida, guarda tu vida, de que te hago merced hoy y de que te hice antes como enemigo, que la amistad comience hoy entre nosotros; veamos cuál de los dos procede en lo sucesivo con mayor lealtad: yo que te he dado la vida o tú que la has recibido.» Pronunciando estas palabras, separose de él. Algún tiempo después le concedió el consulado, quejándose de que Cinna no hubiera osado pedírselo. Túvolo luego como grande amigo y fue el heredero de sus bienes. Después de este accidente, que aconteció a Augusto a los cuarenta años, no hubo nunca conjuraciones ni atentados contra su vida, recibiendo así justo premio su conducta clemente. Pero no ocurrió lo mismo al duque de Guisa, pues su dulzura no le libró de caer en los lazos de una conjuración. ¡Tan frívola y tan vana es la humana prudencia! Y al través de todos nuestros proyectos, de todos nuestros cuidados y precauciones, el acaso gobierna, siempre el desenlace de los acontecimientos.

Decimos que los médicos son diestros cuando logran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que por sí mismo no puede tener fundamento, bastara sin el concurso que el acaso le presta para llegar a un resultado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina y yo. En este respecto practico lo contrario que los demás; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo malo, en vez de transigir con ella, más la detesto y más la temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamentos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y mi salud para contar con mejores medios de soportar el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, suponiendo que se encuentra provista de dientes y garras para defenderse de los asaltos que la acosan y para mantener esta contextura por cuya conservación aquélla pugna. Temo que en lugar de socorrerla se socorra el mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.

No sólo en la medicina, sino en otras artes más seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte. Los arranques poéticos que arrastran al vate fuera de si, ¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad y sus fuerzas, y reconoce que no tienen origen en su persona y que tampoco dependen de su voluntad? Los oradores ¿no confiesan también deber a la fortuna los movimientos y agitaciones extraordinarios que los impelen más allá de su designio? Acontece lo propio con la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pintor rasgos que sobrepasan la ciencia y la concepción del artista, a quien admiran y sorprenden. Pero la fortuna muestra todavía, de un modo más palmario, la parte que toma en todas las obras artísticas, por las bellezas y gracias que se encuentran en ellas, no sólo sin designio, sino también sin conocimiento del que las ejecutó: un lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro perfecciones distintas de las que el autor puso y advirtió, y les encuentra sentido y matiz diversos.

En cuanto a las empresas militares, cualquiera puede ver cómo la casualidad tiene siempre en ellas buena parte. En nuestros acuerdos mismos, y en nuestras deliberaciones, precisa igualmente la intervención de la suerte y del acaso, pues lo más a que nuestra penetración alcanza, en realidad no es gran cosa; en tanto más vivo, cuanto más agudo es nuestro juicio, mayor debilidad reconocemos en él y tanto mayor desconfianza nos inspira.

Soy del parecer de Sila, que alejó la envidia que suscitaban sus expediciones afortunadas achacándolas a su buena estrella, y por último sobrenombrándose Faustus. Cuando considero con detenimiento las empresas más gloriosas de la guerra, me convenzo de que los que las dirigen no deliberan ni reflexionan sino por cubrir las apariencias; la parte principal de la empresa encomiéndanla a la fortuna, y merced a la confianza que ésta les inspira sobrepasan los límites todos que la razón les trazara. Sobrevienen inspiraciones inesperadas, extraños furores en medio de los planes mejor guiados, que impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la determinación en apariencia menos fundada, pero que aumenta su valor muy por cima de la razón. Por lo cual muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad, con objeto de justificar sus temerarias determinaciones, declararon a sus huestes que estaban iluminados por la inspiración, o por algún signo o pronóstico evidentes.

Por eso en medio de la incertidumbre y perplejidad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los diversos accidentes y circunstancias que acompañan a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razones no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a la solución que presuponga mayor justicia y honradez, y puesto que el verdadero camino se ignora, seguir siempre el derecho. En los dos ejemplos de que hablé antes no cabe duda que fuera más generoso y más hermoso que aquel que recibiera una ofensa la perdonara en vez de proceder de distinto modo. Si con esta prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe si, en caso de no haberlo tenido hubiese eludido la ley del destino que le esperaba, y habría perdido la gloria de tan humanitaria conducta.

Vense en las historias muchas gentes agobiadas por ese temor. La mayor parte siguieron el camino de anticiparse a las conjuraciones que se tramaron contra ellos echando mano de suplicios y venganzas; mas en realidad se vieron muchos a quienes este proceder ayudara, como lo prueban los emperadores romanos. El soberano cuya vida está amenazada no debe confiar mucho en su fuerza ni en su vigilancia pues es bien difícil librarse de un enemigo encubierto bajo el velo del amigo más oficioso, y conocer la voluntad e ideas ocultas de los que nos rodean. Inútil es que las naciones extranjeras se empleen en su guarda, inútil que se halle circuido de hombres armados. Quien quiera que menosprecia su propia vida se hará duelo siempre de la del prójimo. El sobresalto continuo que hace dudar de todo el mundo al soberano, constituye para él un momento supremo. Advirtido Dión de que Calipso esperaba los medios de darle muerte, careció de valor para informarse de cuáles fueran, diciendo que mejor prefería morir que vivir en la triste condición de tener que guardarse no ya sólo de sus enemigos, sino también de sus amigos. Situación de espíritu de que Alejandro nos da la más viva muestra cuando habiendo sido informado por una carta de Parmenión de que Filipo, su médico preferido, había sido corrompido por el oro de Darío para envenenarle, Alejandro, al propio tiempo que mostraba la carta a Filipo, tomó el brebaje que le había presentado, con lo cual mostró la firme resolución de que consentía en ello de buen grado si sus amigos querían quitarle la vida. Es Alejandro modelo soberano de las acciones arriesgadas, pero a mi entender ningún otro rasgo de su vida revela mayor entereza que éste ni es hermoso por tantos conceptos.

Los que pregonan a los príncipes una desconfianza perenne y atentísima so color de predicarles su seguridad personal, enaltécenles la ruina y la deshonra; nada noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un soberano de valor marcialísimo por naturaleza y de complexión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que se guarezca entre los suyos; que no consienta jamás en reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se mantenga aparte y no se encomiende a manos más vigorosas que las que lo gobiernan, sean cuales fueren las promesas que le hagan y las ventajas que en el cambio vea.» Conozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente por haber seguido conducta en todo contraria.

El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es necesario en traje de corte como cubierto con los arreos guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo de batalla, así cuando el brazo está caldo como cuando está levantado.

La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión para ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y abandonando España de cuya conquista no estaba muy seguro, pasar al África con dos barquichuelos endebles para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey bárbaro, a una fe dudosa, sin obligación ni seguridad, merced al esfuerzo único de la grandeza de su propio valor, de su buena fortuna y de lo que le prometían las esperanzas que alentaba. Habita fides ipsam plerumque fidem obligat[181] A una vida espoleada por la ambición y la fama precisa desechar las sospechas y menospreciarlas. El temor y la desconfianza atraen las ofensas y aun las invitan. El más receloso de nuestros reyes[182] normalizó los negocios de su Estado por haber voluntariamente abandonado y encomendado su vida y libertad en manos de sus enemigos, mostrándoles confianza cabal a fin de inspirarla él a su vez. A sus legiones indisciplinadas y armadas contra él, César oponía solamente la autoridad de su semblante y la altivez de sus palabras; y era tal la confianza que tenía en sí mismo y en su buena estrella que no temió nunca abandonarse ni entregarse a un ejército rebelde y sedicioso:

Stetit aggere fultus

cespitis, intrepidus vultu; meruitque timeri,

nil metuens.[183]

Verdad que semejante presencia de ánimo no puede ser mostrada, cabal ni ingenua sino por aquellos en quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas que puedan sobrevenirles no produzca sobresalto alguno. Mostrarse temblando para buscar reconciliaciones con la altivez y la indisciplina, es de todo punto absurdo. Para ganar el corazón y la voluntad ajenos son medios excelentes el someterse y fiarse, siempre y cuando que se haga libremente, sin verse obligado por la necesidad, de manera que se albergue una confianza íntegra y pura y que el continente al menos esté descargado de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero, que mandaba una gran ciudad, trastornado por el pueblo en rebeldía; para hacer que las cosas no pasaran a mayores tomó el partido de abandonar el lugar segurísimo en que se hallaba para meterse entre las insubordinadas turbas, donde encontró la muerte. A mi ver el error no estuvo tanto en salir, como generalmente se dice cuando se habla del suceso, como en la sumisión y blandura de que dio muestras; en haber pretendido adormecer la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla, empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones. Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad templada, escudado en el mando militar que debía inspirarle confianza y seguridad plenas, conformes con su rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más digna de un caudillo. Nada menos debe esperarse de ese monstruo así agitado que la humanidad y la dulzura; mejor acogerá la reverencia y el temor. Censuraría yo además el que habiendo tomado la determinación, en mi sentir más valerosa que temeraria, de lanzarse desarmado en medio de aquel tempestuoso mar de hombres iracundos, debió sostener con resolución su papel en vez de seguir la conducta que siguió, pues luego de haber reconocido el peligro de cerca se amilanó y adoptó un continente débil y sumiso, horrorizose y trató de esconderse, con todo lo cual inflamó a las mas masas, y él mismo las lanzó sobre su persona.

Deliberábase un día llevar a cabo una formación de diversas tropas armadas (generalmente la milicia es el lugar en que se organizan las venganzas secretas, en ninguna otra parte pueden realizarse con seguridad mayor), y había casi seguridad completa de que corrían malos vientos para algunos a quienes tocaba el papel de reconocer y señalar a los de la conjura. Como situación difícil y que podía acarrear consecuencias graves propusiéronse muchas opiniones para atajarla; fue la mía que se disimulara sobre todo hacer patente la duda; que aquellos que eran objeto de la conspiración se dirigieran a las filas con la cabeza erguida y el rostro sereno; y que en lugar de hacer acusaciones, a lo cual los otros se inclinaban, se ordenase únicamente a los capitanes el recomendar a los soldados que hiciesen lucidos disparos en honor de los asistentes, y que no se economizara la pólvora. Esta conducta congració con las tropas a los que de ellas sospechaban, y engendró de entonces en adelante una mutua y provechosa confianza.

El proceder de Julio César creo que es entre todo el más hermoso que pueda adoptarse. Primeramente intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar hasta de sus propios enemigos, conformándose en las conjuraciones que le eran conocidas con declarar simplemente que de ello estaba ya advertido: hecho esto tornó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo ni inquietudes lo que de las conjuras le pudiera sobrevenir abandonándose y encomendándose a la custodia de los dioses y de la fortuna. Y efectivamente esta conducta seguía cuando fue asesinado.

Un extranjero propagó la voz de que podría instruir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro de conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, si le daba una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para su conservación: entonces el extranjero le dijo que no tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entregara un talento, y se alabó luego de haber comunicado al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio desdichada la invención e hizo donativo al farsante de seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho un obsequio tan importante a un desconocido sin que fuera recompensa de una enseñanza utilísima. Efectivamente, la argucia sirvió para contener los planes de sus enemigos y mantenerlos en un temor saludable. Por eso los príncipes, obrando cuerdamente, hacen públicos los avisos que reciben de las conjuras que se urden contra sus vidas, para hacer ver que están bien advertidos, y que ni un paso puede darse sin que lo olfateen a escape. El duque de Atenas cometió varias torpezas al establecer su reciente tiranía en Florencia; y fue la principal de todas que habiendo sido el primero informado por Mateo de Moroso, uno de los conspiradores, de un atentado que el pueblo tramaba contra él, la hizo morir para borrar la nueva, con objeto que no es supiera que nadie en la ciudad podía disgustarse de su paternal gobierno.

Recuerdo haber leído antaño la historia de un romano, sujeto de dignidad, el cual huyendo de la tiranía del triunvirato, había logrado escapar mil veces de entre las manos de sus perseguidores merced a la ingeniosidad de los recursos que adoptó. Ocurrió un día que unas gentes de a caballo encargadas de prenderlo pasaron junto a unos matorrales en que se había guarecido, y estuvo a punto de ser descubierto; entonces el perseguido considerando las fatigas y trabajos que de tanto tiempo atrás venía experimentando para salvarse de las continuas y minuciosas pesquisas que para dar con él se llevaban a cabo por todas partes, el mezquino placer que podía aguardar de vida semejante y cuánto mejor era franquear el paso de una vez que permanecer constantemente sufriendo trances tan duros, él mismo llamó a los que iban en su busca, descubrió el escondrijo y se abandonó voluntariamente a su crueldad para evitarlos y evitarse una pena más dilatada. Lanzar sobre sí las manos enemigas es un proceder algo extraño; de todos modos lo considero preferible a permanecer sumido en la fiebre continua de un mal que carece de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse están llenos de inquietud o incertidumbre, mejor es prepararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir, y guardar algún consuelo, considerando que está en lo posible que la desdicha no sobrevenga.

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