Capítulo XI De los pronósticos

Por lo que toca a los oráculos, mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo habían comenzado ya a caer en descrédito. Cicerón pretende buscar la causa de este decaimiento, y dice: Cur isto modo jam oracula Delphis, non eduntur, non modo nostra aetate, sed jamdiu; ut nihil possit esse contemplius?[97] Pero en cuanto a los demás pronósticos, que tenían por fundamento la anatomía de los animales muertos en los sacrificios, y cuya, constitución interna, según Platón, dependía de los augurios que de ellos se alcanzaban, al patear de las gallinas, al vuelo de las aves, (Aves quasdam... rerum augurandarum causa natas esse putamus[98]), a los rayos, al curso de los ríos (Multa cernunt aruspices, multa augures provident, multa oraculis declarantur, multa vaticinationibus, multa somniis, multa portentis[99]), y otros en que la antigüedad fundamentaba la mayor parte de las empresas que acometía, así públicas como privadas, nuestra religión los ha abolido. Quedan, sin embargo, entre nosotros todavía algunos medios de adivinación por medio de los astros, los espíritus, las figuras corporales, los sueños y otras cosas; todos los cuales acreditan la curiosidad furiosa de la humana naturaleza, que se preocupa de las cosas venideras como si no tuviera bastante con digerir las presentes:

Cur hanc tibi, rector Olympi,
sollicitis visum mortalibus addere curam
noscant venturas ut dira per omina clades?
***

Sit subitum, quodcumque paras; sit caeca futuri
mens hominum fati; liceat sperare timenti.
[100]

Ne utile quidem est seire quid futurum sit; miserum est enim nihil proficientem ange[101]. He aquí por qué el ejemplo de Francisco, marqués de Saluzzo, me parece muy digno de consideración: mandaba éste las tropas del rey Francisco en Italia, y había sido muy favorecido por nuestra corte y por el monarca, a quien debía la merced del marquesado, que fue confiscado a su hermano. No teniendo ocasión de cambiar de bando, y careciendo además de razón para ello, la misma afección que profesaba al rey se lo impedía, se dejó influir tan fuertemente por los pronósticos que corrían por todas partes en provecho de Carlos V, y en desventaja nuestra (hasta en Italia, donde estas profecías habían encontrado tantos crédulos, que en Roma por esta creencia de nuestra ruina se perjudicaron nuestros fondos públicos), después de condolerse con frecuencia ante los suyos de los males que veía cernerse sobre la corona de Francia, y también ante sus amigos, se decidió a cambiar de partido, en su daño, sin embargo, sea cual fuere la constelación que hubiera contemplado. Pero condújose cual hombre trabajado por pasiones encontradas, pues disponiendo a su arbitrio de fuerzas y ciudades, teniendo el ejército enemigo, que mandaba Antonio de Leyva, cerca de él, y las tropas francesas sin la menor sospecha de traición, no perdimos, a pesar de todo, ni un solo hombre. Sólo nos enajenaron la ciudad de Fossano, y eso después de habérsela disputado durante largo tiempo.

Prudens futuri temporis exitum

caliginosa nocte premit deus;

ridetque, si mortalis ultra

fas trepidat

. . . . . . . . .ille potens sui

Laetusque deget, cui licet in diem

dixisse: vixi; eras vel atra

nube polum pater occupato

vel sole puro.[102]

Laetus in Praesens animus, quod ultra est

odesit curare.[103]

Se engañan los que creen en el principio siguiente de Cicerón: ista sic reciprocantur, ut et, si divinatio sit, dii sint; et, si dii sint, sit divinatio[104]. Con más razón dice Pacuvio:

Nam istis qui linguam avium intelligunt

plusque ex alieno jecore sapiunt quam ex suo,

magis audiendum quam auscultandum censeo.[105]

El tan celebrado arte de adivinación de los toscanos nació del modo siguiente. Un labrador que araba un campo vio surgir de la tierra a Tages, semidiós de rostro infantil, pero de senil prudencia. Cada cual acudió al lugar del hallazgo, y las palabras y ciencia del ídolo que encerraban los principios de adivinación, fueron cuidadosamente recogidas y guardadas por espacio de muchos siglos. Por lo que a mí toca, mejor preferiría gobernar mis actos por la suerte de los dados que en virtud de patrañas semejantes. En todos los Estados se ha dejado siempre a la fortuna una buena parte en la gobernación de los negocios. Platón, en su tratado de política, achaca a aquélla la solución de muchos casos importantes; quiere, entre otras cosas, que los matrimonios se hagan echando la suerte entre los buenos, y da tanta importancia a esta elección fortuita, que ordena que los hijos nacidos de matrimonios honrados sean educados en el país y los nacidos de matrimonios malos sean conducidos fuera. Si alguno de éstos mejora de condición puede reintegrarse al país, y si los buenos empeoran de naturaleza, puede desterrárselos.

Hay quien estudia y comenta los calendarios para explicarse el presente y adivinar el porvenir; y diciéndolo todo no es peregrino que enuncie la verdad y la mentira: quis est enim quitotum diem jaculans, non aliquando collineet[106]. No los tengo por más veraces porque alguna vez acierten. Sería ir por mejor camino que hubiese una regla para equivocarse siempre, pues a nadie se le ocurre tomar nota de sus desdichas cuanto éstas son más ordinarias y frecuentes, y se decanta mucho lo que por rara casualidad se adivina, porque esta circunstancia tiene mucho de rara, increíble y prodigiosa. Diágoras, sobrenombrado el ateo, respondió del modo siguiente, estando en Samotracia, a alguien que le mostró en un templo muchas ofrendas y cuadros llevados por gentes que se habían salvado de un naufragio:

«Y qué pensáis ahora, dijéronle, vosotros que creéis que los dioses menosprecian ocuparse de las cosas humanas, ¿qué decís de tantos hombres salvados por su ayuda? Es bien sencillo, contestó; ahí no se ven sino las ofrendas de los que se libraron; las de los que perecieron, que fueron en mayor número, no figuran para nada.»

Dice Cicerón, que sólo Jenófanes, colofonio, entre todos los filósofos que reconocieron la existencia de los dioses, intentó desarraigar toda suerte de adivinación. No es por tanto peregrino que hayamos visto algunas veces en su daño a algunos espíritus elevados, detenerse en bagatelas semejantes. Yo hubiera querido reconocer por mis propios ojos aquellas dos maravillas: el libro de Joaquín, abad, calabrés que predecía todos los papas venideros, así como sus nombres y fisonomías, y el de León, el emperador, que predecía los patriarcas y emperadores griegos. Con mis propios ojos he tenido ocasión de advertir que en los trastornos públicos, los hombres poco seguros de sus fuerzas, se lanzan, como en otra superstición cualquiera, a buscar en el cielo la causa de su mal por acciones reprochables; y son tan peregrinamente dichosos, que de la propia suerte que los espíritus agudos y ociosos, los que están dotados del arte sutil de acomodar misterios y de descifrarlos, serían capaces de encontrar en los escritos cuantas ideas apetecieran, pues facilita maravillosamente tal designio el lenguaje obscuro, ambiguo y fantástico de la jerga profética, al cual sus autores no dan ningún sentido claro a fin de que la posteridad pueda aplicarle el que mejor la acomode.

El demonio de Sócrates era acaso un cierto impulso de su voluntad que se apoderaba de él sin el dictamen de su raciocinio; en un alma tan bien gobernada como la de este filósofo, y tan depurada por el no interrumpido ejercicio de la templanza y la virtud, verosímil es que tales inclinaciones, aunque temerarias y severas, fueran siempre importantes y dignas de llegar al fin. Cada cual siente en sí mismo algún amago de esas agitaciones a que da margen un impulso pronto, vehemente y fortuito. A tales impulsos doy yo más autoridad que a la reflexión, y los he experimentado tan débiles en razón y violentos en persuasión y disuasión, como frecuentes eran en Sócrates; por ellos me dejo llevar tan útil y felizmente que podría decirse que encierran algo de la inspiración divina.

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