Capítulo X Del hablar pronto o tardío

No a todos fueron concedidos todos los dones; así vemos que entre los que poseen el de la elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquiera ocasión están prestos a la respuesta; otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado.

Así como se recomienda a las damas los juegos y ejercicios corporales que contribuyen al acrecentamiento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué género de elocuencia de las dos citadas conviene más al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea improvisador es más apto para orador sagrado, y que, al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El orador sagrado dispone siempre del tiempo necesario para preparar sus oraciones, y sus discursos no son nunca interrumpidos; el abogado tiene por necesidad que improvisar y ser apto para la polémica. Sin embargo en la entrevista del papa Clemente con el rey de Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestrado en el foro y tenido en gran reputación como abogado, recibió la comisión de pronunciar una arenga ante el papa, y habiéndola bien premeditado de antemano algunos dicen que ya la traía redactada de París), el mismo día que tenía que pronunciarla, el pontífice temió que el orador no estuviese todo lo prudente que era menester y que pudiera ofender a los embajadores de los demás príncipes que le rodeaban; en esta creencia el papa mandó al rey el argumento del discurso que le parecía más apropiado a las circunstancias, y que era en todo contrario al del discurso preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la otra, de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado fue precisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en la ceremonia. La labor del abogado es menos viable que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es al menos mi opinión, encontramos mejores abogados que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que es más adecuada labor del espíritu la improvisación y el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el reposo. Quien permanece mudo si carece de tiempo para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo no procura ventajas de hablar mejor se encuentran en igual caso.

Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin preparación alguna; que debía más a la fortuna que a la actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran partido cuando le interrumpían. Temían sus adversarios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de algunos hombres la conozco yo por experiencia propia; acompaña siempre a aquellos que no pueden sostener una meditación continuada, y en tales naturalezas lo que libremente y como jugando no se produce, tampoco se alcanza por ningún otro medio. De algunos otros decimos que denuncian el aceite y la lámpara, por cierta aridez y rudeza que la labor imprime en las partes laboriosas del ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar con acierto y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión y circunscrito en su empresa, hácenle encontrar dificultades, como acontece cuando el agua pugna por salir de un depósito que rebasa y no es bastante grande el boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad ocúrreles a veces que no han menester estar conmovidos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elocuencia, como acontecía a Casio, pues tal estado sería demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita que el orador no sea agitado, sino más bien solicitado; precisa el calor y que las facultades se despierten por las ocasiones inesperadas y fortuitas. Esta elocuencia, abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agitación constituye su vida y su encanto. En la natural disposición de mi espíritu no me encuentro en mi elemento; lo imprevisto tiene más fuerza que yo; la ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido de mi espíritu que el que yo encuentro cuando a solas lo sondeo y ejercito. De modo que en mí las palabras aventajan a los escritos, si es que puede haber elección ni comparación posibles en cosas de tan poca monta. Suele acontecerme también que la inspiración me favorece más que el raciocinio. En ocasiones escribiendo se me escapa alguna sutileza (bien se me alcanza: insignificante al entender de otro, puntiaguda para el mío; dejemos tales distingos, cada cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego no sé lo que con ella quise decir; a veces cualquiera otro descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas las frases en que tal me acontece, apenas si dejaría ninguna transcrita. La casualidad me hará ver luego claramente su alcance, generalmente más claro que la luz del mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre de mi incertidumbre.

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