Capítulo XXXVI Del joven Catón

No soy de los que incurran en el error de juzgar a los demás según mis peculiares sentimientos. Creo de buen grado en las cosas que más difieren de mi naturaleza y de mi manera de ser. Por la circunstancia de sentirme inclinado a una costumbre no obligo a los demás a que la practiquen, como suele acontecer generalmente; creo y concibo mil maneras diferentes de vivir a la mía, y contraria mente a las ideas del vulgo, me hago cargo con mayor facilidad de la diferencia que de la semejanza, al poner otras existencias en parangón con la mía. Sé desembarazarme de mis gustos al juzgar a quien difiere de mis condiciones y principios, y considerarlo simplemente, en sí mismo, sin relación alguna extraña, juzgándolo sobre su propio modelo. Porque yo no sea continente no dejo de aprobar con sinceridad cabal la honestidad de los cartujos y capuchinos, ni de acomodarme mentalmente a su regla de vida; por medio del espíritu colócome en el lugar de aquellos varones y los estimo y los honro tanto mas cuanto son diferentes de mí. Yo deseo muy singularmente que a cada cual se le juzgue según es, y por lo que a mí toca, que no se me considere según los principios comunes. Mi flojedad no modifica en modo alguno la opinión que debe merecerme la fuerza y el vigor en los que poseen estas cualidades: Sunt qui nihil suadent, quam quod se imitari posse confidunt284. Porque yo me arrastre por el cieno no dejo de elevar hasta las nubes la inimitable alteza de algunas almas heroicas, y encuentro en mi meritorio tener el juicio bien equilibrado aun cuando los efectos de éste no correspondan a las acciones; así mantengo al menos sana esta parte principal de mi individuo, algo es ya tener la voluntad sana cuando las piernas faltan. El siglo en que vivimos, por lo menos en lo que a nuestros climas toca, es tan pesado de atmósfera que no ya la ejecución sino hasta la sola imaginación de la virtud es difícil, y diríase que ésta no es otra cosa que pura jerga de colegiales:

Virtutem verba putant, ut

lucem ligna[285],

quam vereri deberent, etiam si percipere non possent286; un chirimbolo para colgarlo en un gabinete, o un vocablo que tenemos en la punta de la lengua, y que suena en nuestro oído como cosa de adorno. Ya no se encuentra ni una sola acción virtuosa; las que lo parecen lo son sólo en apariencia, pues el provecho, la gloria, el temor, la costumbre y otras causas análogas, nos incitan a producirlas. Los actos de justicia, el valor y la benignidad que ponemos en práctica al realizar la virtud no pueden llamarse tales en cuanto los ejercemos por consideración a otro, para que ofrezcan buen cariz ante los ojos de los demás; en el fondo, quien aquellas cosas practica, no es virtuoso: la causa ocasional es distinta, y la virtud reconoce como suyo sólo lo que por sí misma ejecuta.

En aquella gran batalla de Platea, que los griegos ganaron a Mardonio y a los persas, bajo el mando de Pausanias, los vencedores, según la costumbre recibida, al repartirse la gloria de la expedición atribuyeron a la nación esparciata la primacía del valor en la lucha. Los espartanos, jueces excelentes en materia de virtud, luego que hubieron decidido en qué ciudadano de su nación debía recaer el honor de haberse conducido con mayor arrojo en la jornada, acordaron que Aristomedo había sido el más valeroso; mas a pesar del acuerdo no le concedieron ningún premio, porque su virtud había sido fruto del deseo de purgarse de la mancha en que incurriera en la batalla de las Termópilas; así es que quiso morir valientemente para librarse de su vergüenza pasada.

Nuestros juicios son malsanos y se acomodan a la depravación de las costumbres reinantes. Yo veo a la mayor parte de los espíritus de mi tiempo emplear su ingenio en obscurecer la gloria de las acciones más generosas de los antiguos, dándolas una vil interpretación, encontrando para aminorarlas ocasiones y causas baladíes. ¡Sutileza grande, en verdad! Presénteseme el acto más excelente y puro, y yo me encargo al momento de encontrar razones verosímiles para achacarlo a cincuenta intenciones viciadas. Más que en malicia incurren en pesadez y grosería los hombres que a tales tareas se consagran.

Igual trabajo y licencia que algunos emplean en la difamación de aquellos grandes nombres, y libertad análoga, tomaríame yo de buen grado para realzarlos a esos raros varones, escogidos para ejemplo del mundo por la aprobación de los sabios, no intentaré recargarlos de honor; por mucho que mi invención acertara a encontrar, fuerza es reconocer que todos los medios que nuestra imaginación pusiera en juego quedarían muy por bajo de su mérito. Es deber de las gentes honradas el pintar la virtud con sus bellos colores; de tal suerte no nos causará disgusto el que la pasión nos arrastre en pro de ejemplos tan santos. Lo que practican aquellos de que hablé antes tiene su fundamento en la maldad o en el vicio de ajustarlo todo a lo que se compagina con sus ideas personales, o también porque no tienen la mirada suficientemente fuerte ni suficientemente clara, ni habituada a concebir el espectáculo de la virtud en su pureza ingenua. Dice Plutarco que algunos escritores de su tiempo atribuyeron la causa de la muerte de Catón el joven al miedo que había tenido a César; de semejante interpretación protesta con razón sobrada el citado historiador, y puede juzgarse por este hecho cuánto más le hubiera ofendido el testimonio de los que la atribuyeron luego a la ambición. ¡Pobres gentes, no imaginan que antes hubiera realizado una acción heroica por la ignominia que por la gloria! Catón fue uno de esos hombres modelos que la naturaleza elige para mostrar hasta dónde pueden alcanzar la humana virtud y firmeza.

No me propongo extenderme ahora sobre esta magnífica acción; quiero sólo comparar los testimonios de cinco poetas latinos en alabanza de Catón, por el interés de éste, e incidentalmente también por el de los poetas. Ahora bien, el joven instruido en las cosas de la antigüedad hallará lánguidos los dos primeros en comparación con los otros, el tercero más vigoroso, pero a quien la extravagancia de su fuerza ha abatido; estimará, además, que queda todavía espacio para uno o dos grados de invención antes de llegar al cuarto; cuando llegue a éste la admiración le hará juntar las manos, y en el último, que es el primero en ciertos respectos, juzgará que a él no alcanza ningún humano espíritu y se admirará y traspondrá de admiración.

He aquí una cosa maravillosa: contamos con mayor número de poetas que de jueces e intérpretes de la poesía; es más fácil producirla que conocerla. Juzgándola superficialmente se la aplican los preceptos del arte; mas la buena, la suprema, la divina, está muy por cima de las reglas y de la razón. Quien discierne la belleza con vista reposada, no la ve, como no se ve tampoco el esplendor de un relámpago; la poesía no sólo interesa nuestro juicio, lo encanta y le trastorna.El furor que aguijonea a quien la sabe penetrar, comunícase también a quien la oye recitar, a la manera del imán que no sólo atrae la aguja, sino que también infunde a ésta la propiedad atractiva. Tal poder de la poesía se ve más palmario en los teatros; la sagrada inspiración de las musas arrastra al poeta a la cólera, al quebranto, al odio, transpórtale y lo conduce donde quiere; el fuego del poeta pasa al actor y de éste a todo el pueblo; diríase el contacto de las agujas imantadas suspendidas unas en otras. La poesía me conmovió y me transportó siempre, desde la primera infancia; mas tan vivo gusto y sentimiento, que reside naturalmente en mí, ha sido producido y excitado por modos diversos y formas distintas, no tanto más altas o más bajas, pues siempre fueron las más elevadas en cada género, como de índole diversa; primeramente fui atraído por la fluidez alegre e ingeniosa; luego por la sutileza aguda y refinada; y, por último, por la fuerza madura y constante. El ejemplo lo declarará mejor: Ovidio, Lucano, Virgilio.

Mas ved aquí ya a nuestros poetas en la arena:

Sit Cato, dum vivit, sane vel Caesare major[287]

dice uno:

Et invictum, devicta morte, Catonem[288],

dice otro; y el siguiente, hablando de las guerras civiles entre César y Pompeyo, escribe:

Victrix causa diis placuit sed victa Catoni[289];

el cuarto añade, a propósito de las alabanzas, que todos tributaban a César:

Et cuncta terrarum subacta,

praeter atrocem animum Catonis.[290]

Y el maestro del coro, luego de haber anunciado en su pintura los nombres de los más grandes romanos, concluye de este modo:

His dantem jura Catonem.[291]

Share on Twitter Share on Facebook