Capítulo XVI Un rasgo de algunos embajadores

En mis viajes acostumbro para aprender algo en la comunicación con los demás (que es siempre un excelente medio de instruirse) a llevar la conversación a aquellas materias que mis interlocutores conocen mejor:

Bastí al nocchiero ragionar de'venti,
al bifolco dei tori; e le sue piaghe,
conti'l guerrier, conti'l pastor gli armenti
[110];

pues suele acontecer que cada cual habla de mejor gana de cualquiera otra profesión que de la que ejerce, creyendo con ello adquirir reputación nueva. Buena prueba de esto es el reproche que dirigió Arquidamo a Periánder, quien abandonó la medicina para a alcanzar la reputación de poeta detestable. Ved cómo César se esfuerza para darnos a conocer su competencia en la construcción de puentes y máquinas de guerra, y cuanto menos habla de las cosas propias de su arte, de su valentía y acierto en la dirección de sus ejércitos: sus empresas acredítanle de excelente capitán; mas quiere mostrarse como buen ingeniero, ciencia a que era ajeno por completo. Dionisio el Viejo era guerrero consumado como a su situación convenía, pero se esforzaba en recomendarse principalmente como poeta, arte en que casi nada entendía. Un abogado a quien enseñaron una habitación llena de libros de su profesión y de otras ciencias, no encontró ocasión alguna de hablar de ellos, pero en cambio se extendió en largas y magistrales consideraciones sobre el plano de una fortificación, colocado en la escalera de la casa, que cien capitanes y soldados velan todos los días sin reparar ni parar mientes.

Optat ephippia piger,optat arare caballus.[111]

De esta suerte, todo son desaciertos; de modo que cada cual debe trabajar sólo en aquello que le compete: el arquitecto, el pintor, el zapatero, todos en la profesión que han el elegido y de cuyo desempeño son capaces.

Acostumbro en mis lecturas a fijarme muy detenidamente en el oficio de sus autores por el motivo dicho. Si éstos son exclusivamente literatos, me detengo antes que en otra cosa en el estilo y lenguaje; si médicos, los creo de buena fe cuando hablan de la temperatura del aire, de los temperamentos de los príncipes y de sus heridas y enfermedades; si jurisconsultos, no paro mientes más que en las controversias del derecho, en las leyes, en los reglamentos urbanos y cosas análogas; si teólogos en los asuntos eclesiásticos, censuras de la iglesia, dispensas y matrimonios; si cortesanos, en las costumbres y ceremonias; si guerreros, en lo que a este cargo incumbe, y principalmente lo que naturalmente se desprende de las empresas en que individualmente han tomado parte; si diplomáticos, en las negociaciones, prácticas y convenios políticos y en la manera cómo los condujeron.

Por esta razón diré que lo que en otro autor hubiera pasado por alto sin inconveniente, llamó por extremo mi atención en la historia del señor de Langey, hombre muy entendido en cosas diplomáticas. El caso es como sigue: luego de haber dado cuenta de las admoniciones del emperador Carlos V en el consistorio de Roma, encontrándose presentes el obispo de Macón y el señor del Velly, que eran nuestros embajadores, Langey añade que Carlos empleó muchos ultrajes contra Francia; entre otros, dijo que si sus capitanes y soldados fueran de la misma valía y competencia militar que los del rey, desde aquel momento se amarraría una cuerda al cuello para pedirle misericordia (y algo debía participar de semejante idea, pues lo repitió dos o tres veces en distintas ocasiones), desafiando también al rey a pelear en camisa, con la espada y el puñal, en un barco. Dicho señor de Langey, siguiendo la relación de su historia, añade que nuestros embajadores, al dar cuenta a su soberano de estas cosas disimuláronle la mayor parte, hasta el extremo de ocultarle las palabras injuriosas que quedan escritas. Ahora bien; yo encuentro muy extraño que un embajador se permita abusar así de lo que su deber le ordena comunicar a su soberano; más aún en ocasión como aquella, viniendo de tal persona y proferidas en asamblea tan importante; paréceme que el deber del servidor es representar fielmente las cosas por entero, como han acontecido, de suerte que la libertad de ordenar, colegir y juzgar, queden en poder del soberano o amo, pues adulterarle u ocultarle la verdad por temor de que saque de ella alguna torcida consecuencia y que esto le irrogue perjuicio, y dejarle ignorante de sus negocios, entiendo que tal proceder incumbe sólo al que da la ley, no al que la recibe; al curador y maestro, no a quien debe suponerse inferior, no ya sólo en autoridad, sino también en prudencia y buen consejo. De todas suertes, yo confieso que no quisiera estar servido por emisarios semejantes en mis exiguos negocios.

Cualquier pretexto nos basta para sustraernos del mandato que se nos encomienda, pero nos gusta usurpar el de otro; todos aspiran a tener libertad y a ejercer autoridad, de suerte que al superior nada le es tan grato de parte de los que le sirven como la obediencia ingenua y sencilla. Se yerra en el ejercicio de un caso cuando para obedecerlo se echa mano de la discreción y no de la sumisión. P. Craso, aquel a quien los romanos estimaron cinco veces feliz, cuando se encontraba en Asia, mandó a un ingeniero griego que le llevase de Atenas el más grande de dos palos mayores de navío que había visto en aquella ciudad, para construir con él cierta máquina de guerra. El ingeniero, so pretexto de competencia, tomose la libertad de proceder en el encargo por voluntad propia, y llevó a P. Craso el más pequeño, que en su opinión era el más adecuado para el caso. Craso oyó pacientemente sus razones y castigole luego con varios latigazos; pues opinaba que el mantenimiento de la disciplina interesaba más que la solidez de la obra que trataba de construir.

Debe considerarse además que la obediencia estricta no es pertinente sino en el caso en que las órdenes sean bien prefijadas y determinadas. Los embajadores tienen por lo común una misión más abierta, que en muchos casos depende de su albedrío; no son sólo simples ejecutores, sino que dirigen con su consejo la voluntad del soberano. He visto comisionados que han sido reprendidos por obediencia estricta, cuando lo que procedía conforme a la marcha de los negocios no era una sujeción tan grande. Los hombres competentes censuran la costumbre, todavía usada hoy entre los reyes de Persia, de encomendar tan sin libertad sus instrucciones a sus agentes y lugartenientes, que éstos se ven precisados a pedir con frecuencia nuevas órdenes, tardías en llegar por lo dilatado de aquel imperio, lo cual ha producido frecuentes perjuicios en los negocios del Estado. Y Craso, dirigiéndose para su encargo del mástil a una persona del oficio y anunciándola el uso a que lo destinaba, ¿no parece que solicitaba una opinión sobre su acuerdo, y que invitaba a aquélla a interponer su dictamen?

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