Capítulo III

Costumbre de la isla de Cea

Si filosofar es dudar, como generalmente se sienta, con mayor razón será dudar el bobear y fantasear, como yo hago; pues de los aprendices es propio el inquirir y cuestionar, y sólo a los maestros incumbe resolver. El mío es la autoridad de la voluntad divina, que sin contradicción nos preceptúa y gobierna, y que está por cima de estas cuestiones humanas y vanas.

Habiendo Filipo de Macedonia entrado en el Peloponeso a mano armada, advirtieron a Damindas que los lacedemonios sufrirían muchos males de no congraciarse con el invasor; Damindas calificó de cobardes a los que tal dijeron, y añadió que el que no teme la muerte tampoco se apoca ante ningún otro sufrimiento. Preguntado Agis de qué modo el hombre puede vivir libre, respondió: menospreciando la muerte. Estas proposiciones y mil semejantes, que se encuentran en situaciones análogas, sobrepasan en algún modo el esperar tranquilamente el fin de la vida cuando la hora nos llega, pues hay en la existencia humana muchos accidentes más difíciles de soportar que la muerte misma, de lo cual puede dar testimonio aquel muchacho de Lacedemonia, de quien Antioco se apoderó y que fue vendido como esclavo, el cual, obligado por su amo a ejercer un trabajo abyecto, repuso: Tú verás el siervo que has comprado; sería para mí deshonrosa la servidumbre, teniendo la libertad en mi mano; y diciendo esto se precipitó de lo alto de la casa en que lo guardaba. Amenazando duramente Antipáter a los lacedemonios para obligarlos a cumplir una orden, respondieron: Si pretendes castigarnos con algo peor que la muerte, moriremos de buen grado; el mismo pueblo repuso a Filipo, que le notificó su propósito de poner coto a todas sus empresas: ¿Acaso está en tu mano impedirnos el morir? Por eso se dice que el varón fuerte vive tanto como debe y no tanto como puede, y que el más preciado don que de la naturaleza hemos recibido, el que nos despoja de todo derecho de quejarnos de nuestra condición, es el dejar a nuestro albedrío tomar las de villadiego; la naturaleza estableció una sola entrada para la vida, pero en cambio nos procuró cien mil salidas. Puede faltarnos un palmo de tierra para vivir, pero no para morir, como respondió Boyocalo a los romanos. ¿Por qué te quejas de este mundo? Libre eres, ninguna sujeción te liga a él; si vives rodeado de penas, culpa de ello a tu cobardía. Para morir no precisa sino una poca voluntad

Ubique morts est; optime hoc cavit deus.

Eripere vitam nemo non homini potest;

at nemo mortem: mille ad hanc aditus patent.[464]

La muerte no es el remedio de una sola enfermedad, es la receta contra todos los males; es un segurísimo puerto que no, debe ser temido, sino más bien buscado. Lo mismo da que el hombre busque el fin de su existencia o que lo sufra; que ataje su último día o que lo espere; de donde quiera que venga es siempre el último; sea cual fuere el lugar en que el hilo se rompa, nada queda después, es el extremo del cohete. Cuánto más voluntaria, más hermosa es la muerte. La vida depende de la voluntad ajena, la muerte sólo de la nuestra. En ninguna ocasión debemos acomodarnos tanto a nuestros humores como en ésta. La reputación y el nombre son cosas enteramente ajenas a una tal empresa; es locura poner ningún miramiento. La vida es una servidumbre sin libertad de morir nos falta. Todas las enfermedades se combaten poniendo en peligro nuestra existencia; se nos corta y cauteriza; se nos quiebran nuestros miembros, se extrae de nuestro cuerpo el alimento y la sangre; un paso más, y hétenos curados para siempre. ¿Por qué nos es más difícil cortarnos las venas de la garganta que la del brazo? Los grandes males exigen grandes remedios. Padeciendo de gota en las piernas, Servio el gramático no encontró mejor remedio a su dolencia que aplicarlas veneno para paralizarlas; no le importó que fueran podágricas con tal de trocarlas en insensibles. Dios deja en nuestras manos albedrío suficiente cuando venimos a dar en un estado en que la muerte es preferible a la vida. Los estoicos dicen que el hombre cuerdo obra conforme a naturaleza abandonando la vida, aun siendo dichoso, siempre que la deje oportunamente; y que sólo es propio de la locura el aferrarse a la existencia cuando ésta es insoportable. De la propia suerte que yo no voy contra las leyes que castigan a los ladrones cuando me sirvo de lo que me pertenece o corto mi bolsa; ni contra las penas que afligen los incendiarios cuando prendo fuego a mis leños, tampoco deben alcanzarme las leyes que castigan a los asesinos por haberme quitado la vida. Decía Hegesias que, como a condición de nuestra vida la muerte debe también depender de nuestra elección; y Diógenes, saludado por el filósofo Speusipo, que se encontraba afligido por una hidropesía tan cruel, que tenía que hacerse conducir en una litera, contestole: «A ti no te deseo salud ninguna, pues que te resignas a vivir en ese estado.» Y efectivamente, algún tiempo después Speusipo se dio la muerte cansado de soportar una situación tan penosa.

Pero la conveniencia de tal proceder no puede afirmarse de una manera absoluta, y muchos sostienen que no somos dueños de abandonar la tierra sin voluntad expresa del que nos puso en ella; que solo el Dios que nos envió al mundo, no por nuestro bien únicamente, sino para su gloria y servicio de nuestros semejantes, es dueño soberano de quitarnos la vida cuando bien le plazca; que no vimos la luz para vivir existencia egoísta, sino para consagrarnos al servicio del pueblo en que nacimos. Las leyes nos piden cuenta de nuestros actos por el interés de la república, y castigan el homicidio; como desertores de nuestra carga se nos castiga también en el otro mundo:

Proxima deinde tenent maesti loca, qui sibi letum

insontes pepepere manu, lucemque perosi

projecere animas[465]:

mayor vigor supone usar la cadena, con que estamos amarrados a la tierra, que hacerla pedazos; Régulo dio muestras de mayor firmeza que Catón; la indiscreción y la impaciencia apresuran nuestros pasos, mas a la virtud, cuando es eficaz, ningún azar la obliga a volver la espalda; muy al contrario, mejor busca los dolores y los males como un alimento más natural. Las amenazas de los tiranos y los suplicios de los verdugos la animan y vivifican

Duris ut ilex tonsa bipennibus

nigrae feraci frondis in Algido,

per damna, per caedes, ab ipso

ducit opes, animumque ferro.[466]

Y como dijeron Séneca, primero, y Marcial, después:

Non est, ut putas, virtus, pater,

timere vitam; sed malis ingentibus

obstare, nec se vertere, ac retro dare.[467]

Rebus in adversis facile est contemnere mortem,

fortius ille facit, qui miser esse potest.[468]

Propio es de la cobardía, mas no de la fortaleza, cobijarse bajo la pesada losa del sepulcro para evitar el infortunio; la virtud no abandona su camino por fuerte que la tempestad se cierna en el horizonte.

Si fractus illabatur orbis,

impavidum ferient ruinae.[469]

Comúnmente la huida de los males nos aboca a otros mayores; a veces huyendo de la muerte corremos derechos hacia ella:

Hic, rogo, non furor est, ne moriare, mori?[470]

como aquellos que escapando del precipicio se lanzan en él:

Multos in summa pericula misit

venturi timor ipse mali: fortissimus ille est,

qui promptus metuenda pati, si cominus instent

et differre potest.[471]

Usque adeo, mortis formidine, vitae

percipit humanos odium, lucisque videndae,

ut sibi conciscant maerenti pectore letum,

obliti fontem curarum hunc esse timorem.[472]

Platón, en las Leyes, ordena que se dé sepultura ignominiosa al que se priva de su más cercano y mayor amigo, es decir, al que se quita la vida, alejándose del curso de los acontecimientos, y no obligado para ello por sentencia pública, ni por ningún vaivén de la fortuna, triste e inevitable, ni por insoportable vergüenza, sino por la debilidad y cobardía que acusan un alma temerosa. Es ridícula la opinión del que menosprecia la vida, pues al fin es nuestro ser, es todo lo de que disponemos. Aquellas cosas cuya esencia es más noble y más rica que la nuestra, pueden acusar nuestra vida, pero es ir contra la naturaleza el despreciarse a sí mismo y el dejarse empujar hacia la debilidad. Es una enfermedad peculiar al hombre la de odiarse y menospreciarse, pues no se ve en ninguna otra criatura; de tal vanidad nos servimos para pretender ser otra cosa distinta de lo que somos, puesto que nuestro estado actual no podría gozar el bien que hubiéramos alcanzado. El que desea trocarse de hombre en ángel, nada hace en provecho suyo, porque no existiendo ya, ¿quién disfrutará y experimentará de transformación tan dichosa?

Debet enim, misere cui forte, aegreque futurum est,

ipse quoque esse in eo tum tempore, quum male possit

accidere.[473]

La seguridad, la indolencia, la impasibilidad y la privación de los males de este mundo, que alcanzamos por medio de la muerte, no nos proporcionan ventaja alguna; por pura bagatela evita la guerra el que no puede gozar de la paz y por pura nimiedad rehúye los trabajos el que no puede disfrutar el reposo.

Aun entre los que creen que el suicidio es lícito hubo grandes dudas sobre qué ocasiones son suficientemente justas para determinar a un hombre a tornar ese partido. Los estoicos llaman al suicidio  [474 - 475], y aunque digan que a veces es preciso morir por causas poco graves, como las que nos mantienen sobre la tierra no lo son mucho, es preciso atenerse a alguna medida o norma. Existen inclinaciones caprichosas sin fundamento que impelieron a la muerte, no ya a hombres solamente, sino a pueblos enteros. En otro lugar he citado ejemplos de ello. Conocido es además el hecho de las vírgenes milesianas, que por convenio tácito y furioso se ahorcaron unas tras otras, hasta que el magistrado pudo detener la hecatombe dando orden de que las que se encontraran colgadas serían arrastradas en cueros por toda la ciudad, con la misma cuerda que las ahogó. Cuando Teryción conjura a Cleomones al suicidio por el mal estado de sus negocios, no habiendo encontrado muerte más honrosa en la batalla que acababa de perder, e insiste en que acepte el suicidio ara no dejar así tiempo a los que alcanzaron la victoria de hacerle sufrir vida o suplicio vergonzosos, Cleomones, con valor lacedemonio y estoico, rechaza tal consejo como afeminado y cobarde, y dice: Remedio es ése de que tengo siempre ocasión de echar mano y de que nadie debe servirse mientras le quede un asomo remoto de esperanza; que el vivir consiste más bien en desplegar resistencia y valentía; que quiere con su muerte misma servir a su país, y con el abandono de la vida realizar un acto de honor y de virtud. A este razonamiento nada respondió Teryción, mas después se dio la muerte. Cleomones siguió su ejemplo, pero no sin haber apurado el último esfuerzo en la lucha contra la mala fortuna. No merecen todos los males juntos que se busque la muerte para evitarlos, y, además, como en las cosas humanas hay tan repentinas mudanzas, es difícil distinguir el momento en que ya no puede quedarnos esperanza alguna:

Sperat et in saeva victus gladiator arena,

sit licet infesto pollice turba minax.[476]

Todo lo puede esperar el hombre mientras vive, dice una sentencia antigua. «En efecto, repone Séneca; ¿mas por qué he de pensar yo que la fortuna todo lo puede para el que está vivo y no que la misma diosa inconstante nada puede contra quien sabe morir? Conocido es el caso de Josefo, quien hallándose en inminente peligro por haberse levantado contra él todo un pueblo, no podía, racionalmente pensando, tener ninguna esperanza de salvación; aconsejado por alguno de sus amigos a buscar la muerte, siguió el prudente camino de obstinarse en la esperanza hasta el último momento, contra toda previsión humana, la fortuna cambió de faz y Josefo se vio salvo sin experimentar ningún daño. Por el contrario, Casio y Bruto acabaron de perder los últimos restos de la libertad romana, de la cual eran los defensores, por la precipitación y temeridad con que se dieron muerte, sin aguardar la ocasión irremediable de hacerlo. En la batalla de Cerisole el señor de Enghien intentó dos veces degollarse desesperado por la fortuna que tuvo en el combate, que fue desastrosa en el lugar que mandaba, y por precipitación estuvo a punto de privarse del placer de una tan hermosa victoria como alcanzó después. Yo he visto cien liebres escapar de entre los dientes de los lebreles. Aliquis carnifici suo superstes fuit[477].

Multa dies, variusque labor mutabillis aevi

rettulit in melius; multos alterna revisens

lusit, et in solido rursus fortuna locavit.[478]

Plinio dice que no hay más que tres clases de enfermedades que puedan instigar legítimamente al hombre al suicidio para evitar los dolores que acarrean; la más cruel de todas es, a su entender, el mal de piedra en la vejiga, cuando la orina se encuentra en ella retenida. Séneca coloca en el mismo rango las que trastornan por largo tiempo las facultades anímicas. Por evitar una mala muerte hay quien voluntariamente se la procura a su gusto. Damócrito, jefe de los etolianos, conducido prisionero a Roma, encontró medio de escapar durante la noche; mas perseguido por sus guardianes, prefirió atravesarse el cuerpo con su espada antes que dejarse coger de nuevo. Reducida por los romanos al último extremo la ciudad de Epiro, que defendían Antínoo y Teodoto, acordaron ambos caudillos matarse con todo el pueblo; pero habiendo prevalecido después la idea de entregarse, se lanzaron todos en busca e la muerte, arrojándose contra el enemigo con la intención de atacar, no de resguardarse. Sitiada hace algunos años por los turcos la isla del Gozo, un siciliano, padre de dos hermosas jóvenes que estaban en víspera de contraer matrimonio, las dio muerte con su propia mano, y a la madre en seguida. Luego que hubo acabado su faena, se echó a la calle, armado de una ballesta y un arcabuz, y de dos disparos mató a los dos primeros turcos que se acercaron a su puerta; después, con la espada en la mano, se lanzó furiosamente sobre el ejército, por el cual fue envuelto y despedazado, salvándose así de la servidumbre, luego de haber libertado a los suyos. Las mujeres judías, luego que hacían circuncidar a sus hijos, se precipitaban con ellos huyendo de la crueldad de Antioco. He oído contar el suceso de un noble que se hallaba preso en nuestras cárceles y cuya familia fue advertida de que probablemente sería condenado a muerte. Para evitar deshonra semejante le enviaron sus parientes un sacerdote, el cual inculcó en el ánimo del prisionero que el soberano remedio de su libertad estaba en encomendarse a un santo, a quien había de hacer determinadas promesas, y que además tenía que estar ocho días sin tomar ningún alimento, por debilidad y decaimiento que experimentara. Siguió al pie de la letra el consejo, y por tal medio librose sin pensarlo, a la vez que de la vida, de la deshonra que le amenazaba. Aconsejando Escribonia a su sobrino Libo que se matara antes de que cayera sobre él la mano de la justicia, le decía que era dar gusto a otro conservar su vida para entregarla a los que habían de buscarla tres o cuatro días después, y que a la vez prestaría un servicio a sus enemigos guardando su sangre, que los mismos se encargarían de envilecer.

En la Biblia[479] leemos que Nicanor, perseguidor de la ley de Dios, echó mano de sus satélites para apoderarse del honrado anciano Racias, conocido con el nombre de padre de judíos por el esplendor de sus virtudes. Como el buen Racias viera toda su casa en desorden, la puerta quemada, sus enemigos prestos a cogerle, prefirió morir generosamente antes que caer en poder de los malos y dejar que se mancillase el honor de su rango; mas no habiendo logrado su propósito por la precipitación con que se asestó el golpe con su espada, corrió a precipitarse desde lo alto de una muralla por entre medio de la cuadrilla, la cual le hizo sitio cayó al suelo de cabeza; sintiéndose aún con un resto de vida, ganó nuevos ánimos, pudo colocarse de pie todo ensangrentado y magullado, y haciéndose lugar al través de sus enemigos, acertó a llegar hasta unas rocas escarpadas, junto a un precipicio, donde no pudiendo ya sostenerse se arrancó las entrañas, desgarrándolas y pisoteándolas, y se las arrojó a sus perseguidores, invocando la cólera del cielo contra sus verdugos.

De las ofensas que se infieren a la conciencia, la que a mi entender debe evitarse más es la que se lleva a cabo contra la castidad de las mujeres, tanto más cuanto que en ella va envuelto el placer corporal; por esta razón el desafuero no puede ser completo, y necesariamente la fuerza parece ir unida a cierta voluntad de parte de la víctima. La historia eclesiástica venera la memoria de muchos santos que prefirieron la muerte a los ultrajes que los tiranos trataron de infringir a su religión y a su conciencia. Pelagia y Sofronia, ambas fueron canonizadas, se dieron muerte, la primera arrojándose en un río con su madre y sus hermanas, a fin de evitar la brutalidad de unos soldados, y la segunda para escapar a la furia del emperador Majencio.

En los siglos venideros quizás se alabe el caso de un sabio parisiense, contemporáneo nuestro, que ha tratado de persuadir a las damas de nuestra época de no tomar una determinación tan desesperada en casos análogos. Lamento que ese doctor no conociera, para reforzar sus argumentos, las palabras que yo oí en boca de una tolosana, que había pasado por las manos de algunos soldados: «Alabado sea Dios, decía, pues al menos siquiera una vez en mi vida, me satisface hasta el hartazgo sin caer en el pecado.» En verdad aquellas determinaciones heroicas no son compatibles con la galantería francesa. De modo que, a Dios gracias, nuestros climas se ven enteramente purgados de heroínas, después de la saludable advertencia de nuestro sabio. Basta con que las doncellas digan «no», profiriendo la negación según la melindrosa regla del buen Marot.

La historia está llena de ejemplos de muchos hombres que prefirieron antes la muerte que arrastrar una existencia dolorosa. Lucio Aruncio se mató, decía, a fin de huir el porvenir y el pasado. Granio Silvanio y Estacio Próximo se dieron muerte después de haber sido perdonados por Nerón, o por no deber la vida a un hombre tan perverso, o por no vivir con la pesadilla de necesitar un segundo perdón, vista la facilidad con que se hacían sospechosas y eran víctima de acusaciones bajo su mando las gentes de bien. Espargapizes, hijo de la reina Tomyris, prisionero de guerra de Ciro, aprovechó para matarse a primera ocasión en que el monarca consintió en dejarle libre; no tuvo más fruto en la libertad que el de vengar en su persona la vergüenza de haberse dejado coger. Bogez, gobernador de Jonia, en nombre de Jerjes, sitiado por el ejército ateniense, que mandaba Cimón, rechazó el volver con toda seguridad al Asia y el entrar de nuevo en posesión de todos sus bienes, por no querer sobrevivir a la pérdida de lo que su soberano lo había confiado; y después de haber defendido la ciudad hasta agotar el último recurso, no quedándole ya ni víveres, arrojó al río Strimon todo el oro y cuantas cosas de valor pudieran constituir el botín de sus enemigos. Dio luego orden de encender una gran hoguera y de degollar mujeres, niños, concubinas y servidores, arrojándolos todos al fuego y pereciendo también él en medio de las llamas.

Habiendo sospechado Ninachetuen, señor de las Indias, la deliberación del virrey portugués, que trataba de desposeerle sin causa justa del cargo que ejercía en Malaca, para ponerlo en manos del rey de Campar, tomó la resolución siguiente: hizo levantar un tablado más largo que ancho, sostenido por columnas, regiamente tapizado y adornado con flores e impregnado de perfumes; luego se puso una túnica de tela bordada de oro, guarnecida con rica pedrería, salió a la calle y subió al tablado, en el cual ardía un fuego de maderas aromáticas; entonces expuso, con rostro valiente y semblante mal contento, los servicios que había prestado la nación portuguesa; cuán felizmente había desempeñado los empleos que le encomendaron, y añadió que habiendo con suma frecuencia testimoniado, para otro con las armas en la mano que el honor era para él muchísimo más caro que la vida, no debía de ningún modo abandonar sólo en él la custodia de la honra, y que pues la fortuna le quitaba todo medio de oponerse a las injurias que querían hacérsele, al menos su valor le ordenaba no sobrevivir a la deshonra, ni servir de mofa al pueblo ni de víctima a las personas que valían menos que él. Así que acabó de hablar se arrojó al fuego.

Sextilia, mujer de Scoro, y Paxea, esposa de Labeo, a fin de evitar a sus maridos los males que les amenazaban, de los cuales ellas no hablan de sentir otros efectos que los que acompañan a la afección conyugal, abandonaron voluntariamente la existencia para que tomaran ejemplo en situación tan aflictiva, a la vez que para acompañarlos en la otra vida. Lo que esas heroínas hicieron por sus consortes, realizolo por su patria Coceio Nerva, si bien con menor provecho, con igual vigor de ánimo. Este gran jurisconsulto, gozando de salud cabal, de riquezas, de reputación excelente, bien visto por el emperador, encontró que era razón suficiente para quitarse la vida el miserable estado en que se hallaba la república de Roma. Nada se puede añadir en exquisitez a la muerte de la mujer de Fulvio, familiar de Augusto: el emperador descubrió que aquél había violado un secreto importante que se le confiara, y una mañana en que Fulvio le fue a ver advirtió que le puso mala cara; entonces, lleno de desesperación se dirigió a su casa, y dijo a su mujer que habiendo caído en desgracia estaba dispuesto a suicidarse; ella repuso sin titubear: Procede razonablemente; puesto que más de una vez tuviste ocasión de sufrir los efectos de mi lengua inmoderada sin que por ello te desesperases, deja que me mate yo primero; y sin decir más se atravesó el cuerpo con una espada. Desesperando Vibio Virio de la victoria de la ciudad que defendía contra las fuerzas romanas, y no abrigando por otra parte esperanza alguna de la misericordia de las mismas, conocida la última deliberación de los senadores de Capua, después de varias tentativas empleadas a ese fin, determinó que lo mejor de todo era escapar a la desdicha por sus propias manos; así los enemigos los considerarían como dignos, y Aníbal tendría ocasión de experimentar cuán fieles eran los amigos que había dejado en el abandono. Para poner en práctica su resolución, invitó en su casa a un suntuoso banquete a los que la habían encontrado buena; en el convite, después de comer alegremente, todos saborearían una bebida que el anfitrión había preparado, la cual, añadió Virio, librará nuestros cuerpos del tormento, nuestras almas de la injuria, nuestros ojos y nuestros oídos de advertir tan feos males, como los vencidos sufren de los vencedores, crueles y ofendidos. Además he dado orden de que se nos eche en una hoguera, delante de la puerta de mi casa, cuando todos hayamos expirado. Muchas gentes aprobaron resolución tan digna, pero pocos la imitaron; veintisiete senadores siguieron a Virio, quienes después de haber intentado ahogar en el vino la idea de la muerte, acabaron el banquete con el brebaje destructor, y todos se abrazaron después de haber deplorado en común la desgracia de su país. Luego los unos se retiraron a sus casas, los otros se quedaron para ser quemados en la hoguera, pero la muerte de todos se prolongó tanto a causa de los vapores del vino, que ocupando las venas retardaron el efecto del veneno, que algunos estuvieron próximos a ver a los enemigos en Capua y a experimentar las miserias a que tan caramente habían escapado. Volviendo el cónsul Pulvio de esta terrible carnicería en que por su causa perecieron doscientos veinticinco senadores, fue llamado con tono orgulloso por su nombre por Taurea Jubelio, otro ciudadano de Capua, y habiéndole detenido: Ordena, lo dijo, que me degüellen también, después de tantos otros, a fin de que puedas vanagloriarte de haber matado a un hombre mucho más valiente que tú. Fulvio desdeñó tales palabras tomándolas como hijo de la insensatez, y también porque acababa de recibir un aviso de Roma en que se desaprobaba la inhumanidad de sus actos, que le ligaba las manos, imposibilitándole de seguir la matanza. Jubelio continuó diciéndole: «Puesto que mi país está ya vencido, todos mis amigos muertos y bajo mi mano perecieron mi mujer y mis hijos para sustraerlos a la desolación de tanta ruina, no puedo alcanzar ya la misma muerte que mis conciudadanos; que la fortaleza me vengue de esta odiosa existencia.» Entonces sacó una espada que guardaba oculta, se atravesó el pecho y cayó muerto a los pies del cónsul. Sitiando Alejandro el Grande una plaza de las Indias, cuyos moradores se veían ya reducidos al extremo, resolvieron valientemente privar al conquistador del placer de la victoria y todos perecieron en las llamas al propio tiempo que su ciudad, a pesar de la humanidad de vencedor fue aquella una lid de nuevo género, pues los enemigos combatían por salvar a los sitiados y éstos por perderse, poniendo en práctica por asegurar su muerte cuantos medios se ponen en juego por defender la vida.

Los habitantes de Estepa480, ciudad de España, sintiéndose débiles de fortaleza y parapetos para hacer frente a los romanos, amontonaron todas sus riquezas y muebles en la plaza, colocaron encima sus mujeres e hijos, y después de rodearlo todo de leña y materias combustibles que prendieran instantáneamente, y de dejar el encargo de encenderla a cincuenta jóvenes, salieron de la ciudad, habiendo jurado previamente que en la imposibilidad de vencer se dejarían todos dar la muerte. Luego que las cincuenta degollaron a cuantos encontraron dentro de la ciudad prendieron fuego a la hoguera y se lanzaron entre las llamas, perdiendo la generosa libertad de que un tiempo disfrutaran, en un estado de insensibilidad, antes que caer en el dolor de la deshonra, al par que mostraron a sus enemigos que, si la fortuna lo hubiera querido, también habrían tenido el valor necesario para arrancarles la victoria, cual la concedían frustrada odiosa y hasta mortal a los que instigados por el brillo del oro que corría por en medio de las llamas, y que se habían aproximado en gran número: todos fueron ahogados y quemados, pues se vieron en la imposibilidad de retroceder por la muchedumbre que los cercaba.

Derrotados por Filipo, los abidenses, resolvieron poner en práctica acción parecida; mas advertido de ello el rey, que vela con horror la precipitación temeraria de tal intento, se apoderó de todos sus tesoros, condenados ya al fuego o a ser arrojados al agua, retiró sus soldados de la plaza y les concedió tres días para matarse, con todo el orden y tranquilidad posibles. Emplearon este espacio sembrando el exterminio y matándose los unos a los otros en medio de la más horrenda de las crueldades, y no se salvó ni una sola persona en cuya mano estuviera el poder sucumbir. Hay infinitos ejemplos de sucesos populares semejantes que nos aparecen tanto más horribles cuanto que efectos son mas destructores entre las muchedumbres. Individualmente son menos crueles, pues lo que la razón no encontraría en un hombre aislado, comunícalo en todos juntos el ardor que imposibilita el ejercicio del juicio particular de cada uno.

En tiempo de Tiberio los condenados a la última pena que aguardaban la ejecución de la sentencia perdían sus bienes y estaban además privados de sepultura. Los que la anticipaban dándose la muerte eran enterrados y podían testar.

A veces se apetece la muerte por la esperanza de un bien mayor: «Deseo, dice san Pablo, desligarme de la envoltura terrena para unirme con Jesucristo»; y también, «¿Quién me desatara estas ligaduras?» Cleombrotos Ambraciota, después de leer el Fedon de Platón, quedó poseído de tan ardiente deseo de llegar a la vida futura, que sin motivo ni razón mayor se arrojó al mar. De donde resulta que llamamos impropiamente desesperación a esa destrucción voluntaria a que el calor de la esperanza nos empuja en ocasiones, y otras veces una tranquila y firme inclinación del juicio. En el viaje que a los países de ultramar hizo el rey san Luis, Santiago del Chastel, obispo de Soissons, viendo al rey y a todo el ejército dispuestos a regresar a Francia, dejando sin acabar la obra en pro de la religión que a aquellas remotas tierras les llevara, tomó la resolución de trasladarse cuanto antes al paraíso, y después de despedirse de sus amigos, se lanzó en presencia de todos contra las tropas enemigas, que le despedazaron instantáneamente. En cierta comarca le las tierras recientemente descubiertas, el día que se celebra una procesión en la cual el ídolo que adoraban los habitantes de aquéllas se pasea en público, colocado sobre un carro enorme, se ven algunos que se cortan pedazos de carne viva y los ofrecen a la imagen; otros, en gran número, se prosternan en los lugares por donde el carro pasa para ser aplastados bajo sus ruedas, a fin de alcanzar veneración y ser como santos adorados. La muerte de aquel prelado con las armas en la mano tiene mucho más de generosidad impulsiva que de acto reflexivo, puesto que a ella contribuyó más que todo el ardor del combate en que se hallaba sumergida su alma.

En lo antiguo hubo leyes que reglamentaron la justicia y oportunidad de las muertes voluntarias. En nuestra ciudad de Marsella se guardaba veneno preparado con cicuta, a expensas del erario, para aquellos que querían apresurar el fin de sus días. Para que el suicida pudiera realizar su propósito era indispensable que los seiscientos que formaban el Senado de la ciudad aprobaran las razones que la obligaban a quitarse la vida; sin la licencia del magistrado y sin motivos legítimos no era permitido darse la muerte. Esta ley estaba también en vigor en otras partes.

Dirigiéndose al Asia Sexto Pompeyo pasó por la isla de Cea del Negroponto; por casualidad aconteció durante su permanencia en ella, como sabemos por uno de los que le acompañaron, que una mujer que gozaba de cuantiosos bienes, habiendo dado cuenta a sus conciudadanos de las razones que la impulsaban a acabar sus días, rogó a Pompeyo que presenciara su muerte para honrarla, a lo que aquél accedió de buen grado, no sin intentar antes por medio de su elocuencia, que era grande, disuadirla de su propósito. Todos los discursos de Pompeyo fueron inútiles. Aquella mujer había vivido por espacio de noventa años en situación dichosa, así de salud corporal como espiritual; pero en aquel entonces, tendida sobre un lecho mejor adornado que de costumbre, reclinado el rostro sobre el brazo, decía: Que los dioses, ¡oh Sexto Pompeyo! más bien los que abandono que los que voy a encontrar, te premien por haberte disipado ser consejero de mi vida y testigo de mi muerte. Yo que experimenté siempre los favores de la fortuna, temo hoy que el deseo de que mis días se prolonguen demasiado me haga conocer la desdicha, y con ademán tranquilo me separo de los restos de mi alma, dejando de mi paso por la tierra dos hijas y una legión de nietos. Dicho lo cual, luego de haber exhortado a los suyos a la concordia y unión, haber entro ellos distribuido sus bienes y recomendado los dioses familiares a su hija mayor, tomó con mano firme la copa que contenía el veneno, hizo sus oraciones a Mercurio para que en el otro mundo la reservara una mansión apacible, y bebió bruscamente el mortal brebaje; habló luego a los asistentes del efecto que el veneno la producía, y explicoles cómo las distintas partes de su cuerpo iban enfriándose, las unas después de las otras, hasta que dijo, en fin, que el corrosivo la llegaba ya a las entrañas y al corazón; entonces hizo que sus hijas se acercaran para suministrarla los últimos cuidados y para que cerraran sus ojos.

Plinio habla de cierta nación hiperbórea, en que, merced a la dulzura del clima y salubridad del aire, la vida de los hombres no acaba comúnmente sino porque la muerte se busca de intento. Estando ya cansados y hartos de la existencia, al llegar a una edad avanzada, después de haberse propinado una buena comida, se arrojan al mar desde lo alto de una roca destinada a tal servicio. Sólo el dolor extremo o la seguridad de una muerte peor que el suicidio me parecen los más excusables motivos para abandonar la vida.

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