Capítulo IV

Mañana será otro día

Entre todos nuestros escritores otorgo la palma, y creo que con razón, a Santiago Amyot, no sólo por el candor y pureza de su dicción, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, ni por la constancia que puso en un trabajo tan dilatado, ni por la profundidad de su saber, merced al cual le fue posible interpretar felizmente un autor tan espinoso y de difícil trabajo; pues digaseme lo que quiera, aunque yo no sé griego, veo en las traducciones de Amyot un sentido tan unido y constante, que, una de dos, o penetró de veras las ideas del autor, o merced a un comercio prolongado logró introducir en su alma una idea general de Plutarco; y nada le achacó que lo desmienta ni le contradiga. Mas por cima de todo estimo yo en nuestro autor el haber sabido escoger un libro tan excelente y tan útil para con él hacer a su país valioso presente. Nosotros, pobres ignorantes, estábamos perdidos si este libro no nos hubiera sacado del cenagal en que yacíamos; gracias a él osamos hoy hablar y escribir; las damas son capaces de adoctrinar a los maestros, es nuestro breviario. Si el buen Amyot tiene vida para ello le recomendaría yo ahora la traducción de Jenofonte, tarea más fácil y por consiguiente más propia para su vejez. Aunque vence siempre con maestría suma las dificultades que le salen al paso, no sé por qué se me figura que su estilo es más personal cuando la dificultad de la frase griega no le embaraza y se desliza sin obstáculos, a su cabal albedrío.

Leía yo hace un momento el pasaje en que Plutarco refiere que el poeta Rústico, representando en Roma una de sus propias obras, recibió una misiva del emperador y aguardó para abrirla a que acabara el espectáculo, conducta que fue muy alabada, añade nuestro autor, por todos los asistentes. Como en el lugar a que aludo se trata de la curiosidad y fisgoneo, y de la pasión ávida y hambrienta de novedades que nos mueve con tanta indiscreción como impaciencia a dejarlo todo de lado por conversar con un recién venido lo mismo que a prescindir de todo miramiento para abrir las cartas que nos incumben, a cuyo deseo nos es difícil sustraernos, Plutarco obra cuerdamente al alabar la cordura de Rústico. Y aun podía haber añadido el elogio de su civilidad y cortesía, puesto que no quiso interrumpir el curso de la representación. Menos creo yo que merezca alabársele como hombre avisado, porque al recibir de pronto una carta, y con mayor razón una carta de un emperador, podía muy bien acontecer que el aplazar su lectura le hubiera ocasionado algún perjuicio. El vicio contrario a la curiosidad es la indiferencia, hacia la cual me inclino yo por naturaleza, y he conocido algunos hombres que la llevaron a extremo tal, que guardaban en su bolsillo, sin abrir, las cartas que habían recibido tres o cuatro días antes.

Jamás abrí yo ni las que se me confiaron ni las que el azar hizo pasar por mis manos, y considero como caso de conciencia el que mis ojos lean sin querer algún papel de importancia cuando algún personaje principal se encuentra cerca de mí. Nunca hubo hombre que se inquiriera menos que yo ni huroneara menos que yo en los asuntos ajenos.

En una ocasión, hace ya bastante tiempo, el señor de Boutieres estuvo a punto de perder la plaza de Turín por no leer en el instante de recibirla, estando comiendo en compañía de unos amigos, una carta en que se le daban noticias de las traiciones que se tramaban contra aquella ciudad, cuyo mando le estaba encomendado. Plutarco nos refiere que Julio César hubiera salvado su vida si al ir camino del Senado el día mismo en que fue muerto por los conjurados hubiera leído un papel que le presentaron. Lo propio aconteció a Arquias, tirano de Tebas, el cual, antes de la ejecución del proyecto que Pelópidas había formado de asesinarle para libertar a su país, recibió un escrito de otro ateniense llamado también Arquias en el cual se le participaba, con exactitud cabal, la trama que se urdía contra él. Recibió la misiva hallándose cenando y aplazó el informarse de su contenido, profiriendo la frase que luego llegó a ser proverbial en Grecia: «Lo dejaremos para mañana.»

Puede a mi entender un hombre prudente, bien por atenciones ajenas, bien por no separarse de una manera brusca de las personas con quienes se encuentra, como hizo Rústico, o por no dejar de la mano otro asunto de importancia, diferir el informarse de las nuevas que se lo comunican; pero por la propia comodidad o particular placer, mucho más cuando se trata de hombres que ejercen funciones públicas, aplazar el conocimiento de las nuevas que se reciben por no interrumpir la comida o el sueño, me parece falta que no tiene excusa posible. El lugar que en la antigua Roma ocupaban los senadores en la mesa, era el más accesible a las personas que de fuera pudieran comunicarles noticias, lo cual da claro testimonio de que por hallarse en comidas o banquetes aquellos magistrados no abandonaban el gobierno de los negocios, ni tampoco el informarse de las cosas imprevistas. Puede dejarse sentado en conclusión, que en las acciones humanas es difícil el dar preceptos atinados cuyo fundamento sea la razón: el azar juega un papel importante en todas ellas.

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