Capítulo XIX

De la libertad de conciencia

Es ordinario ver que las buenas intenciones cuando sin moderación se practican empujan a los hombres a realizar actos censurables. En este debate de guerras civiles por el cual la Francia se ve al presente trastornada, el partido mayor y más sano es sin duda el que defiende la religión y gobierno antiguos de nuestro país. Sin embargo, entre los hombres de bien que sostienen la buena causa (pues no hablo de los que con ella se sirven de pretexto para ejercer sus venganzas personales, o para saciar su avaricia, o para buscar la protección de los príncipes, sino de aquellos a quienes mueve sólo el celo por la religión y la santa afección por el mantenimiento del sosiego de su patria), entre los primeros, digo, se ven muchos a quienes la pasión arrastra fuera de los límites de la razón y los hace a veces tomar determinaciones injustas, violentas y hasta temerarias.

Verdad es que en los primeros tiempos en que nuestra religión comenzó a alcanzar autoridad para con las leyes, el celo armó a muchos contra toda suerte de libros paganos, con lo cual los escritores experimentan hoy perjuicios sin cuento. Creo que este desorden ha ocasionado mayores males a las letras que todas las hogueras de los bárbaros. Buena prueba de ello es Cornelio Tácito, pues a pesar de que el emperador del mismo nombre, su pariente, poblara por ordenanza expresa todas las bibliotecas del mundo con la obra de aquél, tan sólo un ejemplar completo, pudo escapar a la curiosa investigación de los que anhelaban aniquilarla, a causa de cinco o seis cláusulas insignificantes contrarias a nuestra creencia.

También aquéllos gratifican fácilmente con falsas alabanzas a todos los emperadores que defendieron el catolicismo, al par que condenan en absoluto todas las acciones de los que nos fueron adversos, como puede verse por el emperador Juliano, sobrenombrado el Apóstata. Era éste a la verdad hombre preeminente, de peregrino valer, como quien tuvo su alma vivamente impregnada, en los discursos de la filosofía, a los cuales procuraba, con todas sus fuerzas, sujetar sus obras. Y en efecto, apenas se encuentra virtud ninguna de que no haya dejado ejemplos nobilísimos. En punto a castidad (prenda de que el curso de su vida da claro testimonio), se lee de él un rasgo semejante a los de Alejandro y Escipión: en medio de muchas y bellísimas cautivas ni siquiera quiso nunca ver ninguna, encontrándose en la flor de su edad, pues fue muerto por los partos cuando contaba treinta y un años solamente. En lo tocante a justicia tomábase por sí mismo el trabajo de oír a las partes, y aunque por simple curiosidad se informara con los que comparecían ante él de la que profesaban, la enemistad que le movía contra la nuestra no ponía ningún contrapeso en la balanza. Él mismo hizo algunas leyes excelentes y alivió una gran parte de los impuestos y subsidios que establecieron sus predecesores.

Hay dos buenos historiadores que fueron testigos oculares de sus actos. De ellos, Marcelino censura con acritud en diversos lugares de su obra uno de sus decretos por virtud del cual prohibía la enseñanza a todos los retóricos y gramáticos cristianos, declarando de paso el cronista que esta acción de su mando hubiera deseado verla sumergida en el silencio. Es muy probable que si algo más duro hiciera contra nosotros, Marcelino no lo hubiera callado siendo tan afecto a nuestra fe. Rudo era para nosotros, es verdad, mas no cruel enemigo, porque los mismos cristianos cuentan que paseándose una vez por las cercanías de la ciudad de Calcedonia, Maris, obispo de la misma, se atrevió a llamarle perverso y traidor a Cristo, y que él no tomó venganza alguna contra el insulto, limitándose a contestar «Aparta, miserable; mejor harías en llorar la pérdida de tus ojos»; a lo cual el obispo repuso: «Yo doy gracias a Jesucristo por haberme quitado la vista para no contemplar tu cínico rostro»; palabras que Juliano oyó, según dicen los cristianos, con resignación filosófica. No se aviene este sucedido con las crueldades que contra nosotros se le atribuyen. «Era, dice Eutropio, el otro testigo a que aludí, enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre.»

Volviendo a su justicia, nada puede acusarse en ella si no es el rigor que desplegó en los comienzos de su imperio contra los que habían seguido el partido de Constancio, su predecesor. Cuanto a sobriedad, vivía siempre una vida de campeonato, y se alimentaba en plena paz como quien se preparaba y acostumbraba a la austeridad de la guerra. En él era tan grande la vigilancia, que dividía la noche en tres o cuatro partes, de las cuales la menor consagraba al sueño; el resto empleábalo en visitar personalmente el estado de su ejército sus guardias, y en estudiar, pues entre los demás singulares méritos que le adornaban era hombre peritísimo en toda suerte de literatura. Refiérese de Alejandro el Grande que cuando estaba acostado, temiendo que el sueño obscureciese sus reflexiones y estudios, hacía colocar un platillo junto al lecho, manteniendo uno de sus brazos fuera del mismo, y en la mano una bola de cobre, a fin de que al quedarse dormido la caída de la bola en el platillo le despertara. Juliano tenía el alma tan rígida hacia sus designios, tan limpia de vanidades por su abstinencia singular, que podía prescindir de ese artificio. Por lo que mira a capacidad militar, Juliano fue cabal en todas las prendas que deben adornar a un gran capitán. Casi toda su vida la empleó en el ejercicio de la guerra, contra nosotros, en Francia, contra los alemanes y los francones. Apenas se guarda memoria de hombre que haya corrido más azares, ni que con mayor frecuencia haya puesto a prueba su persona.

Su muerte tiene algún parecido con la de Epaminondas, pues fue herido por una flecha; intentó arrancársela, y lo hubiera conseguido, mas, como era tajante, se hizo una cortadura en la mano que contribuyó a debilitársela. Mal herido como se encontraba, no cesaba de pedir que lo llevaran a la pelea para enardecer a sus soldados, quienes valientemente hicieron frente al enemigo sin su jefe hasta que la noche separó a los combatientes. A la filosofía era deudor del singular menosprecio que le inspiraba su vida todas las cosas humanas, y creía además firmemente en eternidad de las almas.

En materia de religión, sus defectos eran grandes. Se le llamó el Apóstata por haber abandonado la nuestra; sin embargo, me parece más verosímil creer que nunca creyó en ella con fe cabal, sino que la simuló por prestar obediencia a las leyes hasta el momento en que tuvo el imperio en su mano. Fue tan supersticioso en la suya, que hasta los mismos que en su época lo fueron burlándose de él en este punto; y se decía que de haber ganado la batalla contra los partos habría agotado la raza bovina para dar abasto a sus sacrificios. Estaba tan embaucado en la ciencia de la adivinación que concedía autoridad suma a toda suerte de pronósticos. Al morir, dijo entre otras cosas que se sentía reconocido a los dioses y les daba gracias porque no le mataran por sorpresa, habiéndole de largo tiempo advertido del lugar y hora de su fin, y por no abandonar la vida ni con blandura y flojedad, que sentaban mejor en personas ociosas y delicadas, ni tampoco de una manera languidecedora, prolongada y dolorosa; glorificaba a los dioses por haber consentido morir noblemente, durante el curso de sus victorias, en medio de lo mejor de su gloria. Había tenido una visión semejante a la de Marco Bruto, primeramente en la Galia que luego se le volvió a aparecer en Persia, en el momento de su muerte. Estas palabras que se lo atribuyen cuando se sintió herido «Venciste, Nazareno», o como otros afirmaban, «Alégrate, Nazareno», apenas se habrían olvidado de haber sido creídas por los testigos de que hablé antes, quienes estando presentes en el ejército tuvieron ocasión de advertir hasta los más insignificantes movimientos y palabras de su fin, como tampoco hubieran dejado de consignar ciertos milagros que se le achacan.

Volviendo al asunto de mi tema, diré que, según afirma Marcelino, tuvo incubado largo tiempo en su corazón el paganismo, pero considerando que todos sus soldados eran cristianos no se atrevió a sacarlo a la superficie. Luego, cuando se vio suficientemente fuerte para osar hacer pública su voluntad, mandó que se abrieran los templos de los dioses y puso en juego todos los medios para implantar su idolatría. Para conseguirlo, como encontrara en Constantinopla al pueblo separado de los prelados de la Iglesia cristiana, que estaban divididos, hizo llamar a éstos a su palacio, y los amonestó para que al punto apaciguaran sus disensiones civiles, y que cada cual sin obstáculo ni temor se pusieran al servicio de su religión, idea a que le movió la esperanza de que esta libertad aumentaría los partidos y cábalas de la división, e impediría al pueblo congregarse y fortificarse contra él por acuerdo e inteligencia unánimes. Merced a la crueldad de algunos cristianos, tuvo Juliano ocasión de convencerse «de que en el mundo, no hay animal, tan temible para el hombre como el hombre mismo». Estas eran, sobre poco más o menos, sus propias palabras.

Es digno de notarse que este emperador se sirve para atizar los trastornos de la disensión civil del remedio mismo que nuestros reyes acaban de emplear para extinguirla. Por una parte puede decirse que el dar rienda suelta a los distintos partidos, permitiéndoles el mantenimiento de sus ideas, es desparramar y sembrar la división, casi echar una mano para aumentarla, no poniendo trabas ni coerciones con leyes que sujeten y pongan obstáculos a su carrera. Mas por otro lado puede también decirse que dejar en libertad completa a los partidos para que sustenten sus ideas es ablandarlas y aflojarlas por la libertad que se las concede, y por ende embotar el aguijón, que se aguza merced a la rareza, novedad y dificultad. En pro del honor y devoción de nuestros monarcas, creo yo que no habiendo logrado lo que querían, simularon querer sólo lo que pudieron.

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