Capítulo XVIII

Del desmentir

Pero acaso se me diga que este designio de servirse de sí mismo como asunto de lo que se escribe sería excusable en los hombres singulares y famosos que por su reputación hubieran inspirado curiosidad de su conocimiento. Verdad es lo reconozco y lo sé muy bien, que para ver a un hombre como los hay a millares apenas si un artesano levantará la vista de su labor, mientras que para contemplar de un personaje grande y señalado la entrada en una ciudad los obradores y las tiendas se quedarían vacíos. A todos sienta mal el exteriorizar sus acciones; menos a aquellos que tienen por qué ser imitados y de quienes la vida y opiniones pueden servir de patrón. César y Jenofonte tuvieron materia sobrada en qué fundar y fortalecer su narración con la grandeza de sus hazañas, como en una base justa y sólida. Por lo mismo son de desear los papeles diarios de Alejandro el Grande, y los comentarios que de sus gestas dejaron Augusto, Catón, Sila, Bruto y otros; de hombres así gusta estudiar las figuras aun cuando no sea más que representadas en piedra y en bronce.

Si bien es muy fundada esta reconvención, declaro que a mí me alcanza muy poco:

Non recito cuiquam, nisi amicis, idque rogatus;

non ubivis, coramve quibuslibet: in medio qui

scripta foro recitent, sunt multi, quique lavantes.[965]

Yo no fabrico aquí una estatua para que se ostente luego en la plaza de una ciudad, ni en una iglesia, ni en ningún lugar público,

Non equidem hoe studeo, bullatis ut mihi nugis

pagina turgescat.

Secreti loquimur[966],

sino para ponerla en el rincón de una biblioteca, y para distracción de un vecino, pariente o amigo que tengan el placer de familiarizarse aun con mi persona por medio de esta imagen. Los otros hablaron de sí mismos por encontrar el asunto digno y rico: yo al contrario, por haberlo reconocido tan estéril y raquítico que no puede echárseme en cara sospecha alguna de ostentación. Yo juzgo de buen grado las acciones ajenas, de las propias doy poco que juzgar a causa de su insignificancia. No encuentro tanto que alabar que no pueda declararlo sin avergonzarme. Holgaríame mucho el oír así a alguien que me relatara las costumbres, el semblante, el continente, las palabras más baladíes y las acciones todas de mis antepasados. ¡Cuán grande sería mi atención para escucharlo! Y en verdad que emanaría de una naturaleza pervertida el menospreciar los retratos mismos de nuestros amigos y antecesores la forma de sus vestidos y de sus armas. De ellos guardo yo religiosamente escritos, rúbricas, libros de piedad y una espada que les perteneció, y tampoco he apartado de mi gabinete las largas cañas que ordinariamente mi padre llevaba en la mano: Paterna vestis, et annulos, tanto carior est posteris, quanto erga parentes major affectus.[967] Si los que me sigan son de entender diferente, tendré con que desquitarme de su ingratitud, pues no podrán hacer menos caso de mí del que yo haré de ellos, cuando llegue el caso. Todo el comercio que yo mantengo aquí con el público se reduce a tomar prestados los útiles de su escritura más rápida y más fácil; en cambio impediré quizá que algún trozo de manteca se derrita en el mercado:

No toga cordyllis, ne penula desit olivis[968];

Et laxas scombris saepe dabo tunicas.[969]

Y aun cuando nadie me lea, ¿perdí mi tiempo por haber empleado tantas horas ociosas en pensamientos tan útiles y gratos? Moldeando en mí esta figura, me fue preciso con tanta frecuencia acicalarme y componerme para sacar a la superficie mi propia sustancia, que el patrón se fortaleció y en cierto modo se formó a sí mismo. Pintándome, para los demás, heme pintado en mí con colores más distintos que los míos primitivos. No hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí; éste es consustancial a su autor, de una ocupación propia: parte de mi vida, y no de una ocupación y fin terceros y extraños, como todos los demás libros. ¿Perdí mi tiempo por haberme dado cuenta de mí mismo de una manera tan continuada y escudriñadora? Los que se examinan solamente con la fantasía y de palabra no se analizan con exactitud igual, ni se penetran como quien de sí mismo hace su exclusivo estudio, su obra y su oficio, comprometiéndose a un largo registro, con toda la fe de que es capaz, e igualmente con todas sus fuerzas. Los placeres más intensos, si bien se dirigen al interior, propenden a no dejar traza ninguna, y escapan al análisis no solamente del vulgo, sino de las personas cultivadas. ¿Cuántas veces no me alivió esta labor de tristezas y pesadumbres? Y deben incluirse entre ellas todas las cosas frívolas. Dotonos la naturaleza de una facultad amplia para aislarnos y con frecuencia a ella nos llama para enseñarnos que nos debernos en parte a la sociedad, pero la mejor a nosotros mismos. Con el fin de llevar el orden a mi fantasía hasta en sus divagaciones para que obedezca a mi proyecto, y para impedir que se evapore inútilmente, no hay como dar cuerpo y registrar tantos y tantos pensamientos menudos como a ella se presentan; oigo mis ensueños porque mi propósito es darlos cuerpo. Entristecido a veces porque la urbanidad y la razón me imposibilitaban de poner al descubierto alguna acción, ¡cuántas veces la llamé aquí no sin designio de público provecho! Y sin embargo estos latigazos poéticos,

Zon sus l'oeil, zon sur le groin,

zon sur le dos du sagoin[970],

se imprimen todavía mejor en el papel en la carne viva. Nada de extraño hay en que mi oído ponga más atención en los libros desde que estoy al acecho para ver si puedo apropiarme de alguna cosa con que esmaltar o solidificar el mío. Yo no he estudiado para componer mi obra, pero estudié algún tanto por haberlo hecho, si puede llamarse así al desflorar y pellizcar por la cabeza o por los pies ya un autor a otro, no para formar mis opiniones, sino para fortalecerlas cuando estaban ya formadas, para secundarlas y venirlas en ayuda.

¿Mas a quién otorgaremos crédito, hablando de sí mismo, en una época tan estropeada como la nuestra, en atención a que hay pocos o ningunos a quienes hablando de los demás podamos dar fe? El signo primero en la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad, pues como decía Píndaro el ser verídico es el comienzo de toda virtud y la primera condición que Platón exige al gobernador de su república. Nuestra verdad actual no es lo que la realidad muestra, sino la persuasión que acierta a llevarla a los demás, de la propia suerte llamanos moneda no solamente a la que es de buena ley, sino también a la falsa que circula. Silviano Massiliensi, que vivió en tiempo del emperador Valentiniano, dice «que en los franceses el mentir y perjurar no es vicio, sino manera de hablar». Quien quisiera sobrepujar ese testimonio podría decir que ahora la cosa se trocó en virtud: todos se forman y acomodan a la mentira como a una justa honorífica; el disimulo es uno de los méritos más notables de nuestro siglo.

Por eso he considerado muchas veces de dónde podía provenir la costumbre que religiosamente observamos de sentirnos agriamente ofendidos cuando se nos acusa de este vicio que nos es tan ordinario, y que constituya la mayor de las injurias que de palabra pueda hacérsenos. En este punto entiendo que es natural defenderse con mayor ahínco de los defectos que nos dominan más. Diríase que al resentirnos de la censura conmoviéndonos, nos descargamos en cierto modo de la culpa; si incurrimos en ella, al menos condenámosla aparentemente. ¿No será también la causa el que esta acusación parece envolver la cobardía y flojedad de ánimo? ¿Puede existir ninguna que supere a desdecirse de la propia palabra y del propio conocimiento? Es el mentir feo vicio, que un antiguo pintó con vergonzosos colores cuando dijo «es dar testimonio de menospreciar a Dios al par que de temer a los hombres». Es imposible representar con mayor elocuencia el horror, la vileza y el desarreglo que constituyen la esencia de la mentira, pues ¿qué puede imaginarse más villano que el ser cobarde para con los hombres y bravo para con Dios? Guiándose nuestra inteligencia por el solo camino de la palabra, el que la falsea traiciona la sociedad pública. Ese es el único instrumento por cuyo concurso se comunican nuestras voluntades y pensamientos; es el intérprete de nuestra alma. Si nos falta, ya no subsistimos, ni nos conocemos los unos a los otros. Si nos engaña, rompe todo nuestro comercio y disuelve todas las uniones de nuestro pueblo. Ciertas naciones de las Indias nuevas (no hay para qué citar sus nombres, no existen ya, pues basta la cabal abolición de los mismos y hasta ignorar el antiguo conocimiento de los lugares ha llegado la desolación de esta conquista sin ejemplo) ofrecían a sus dioses sangre humana, y la sacaban de la lengua, y de los oídos para expiación del pecado de la mentira, tanto oída como proferida. Decía Lisandro que a los muchachos se divierte con las tabas y a los hombres con las palabras.

Cuanto a los usos diversos del desmentir, las leyes de nuestro honor en este punto y las modificaciones que las mismas han experimentado, remito a otra ocasión el decir lo que sé. Enseñaré al par, a serme dable, la época en que comenzó esta costumbre de pesar y medir tan exactamente las palabras y de hacer que de ellas dependiera nuestra reputación, pues fácil es convencerse de que no existía en lo antiguo, en tiempo de griegos y romanos. Por eso me ha parecido nuevo y extraño el verlos desmentirse e injuriarse sin que ninguna de las dos cosas constituyera, motivo de querella. Sin duda las leyes de su deber tomaban otro camino distinto de las nuestras. A César se le llama ya ladrón, ya borracho en sus barbas, y vemos que la libertad en las invectivas que se lanzaban los unos contra los otros, hasta los más afamados caudillos de una y otra nación, las Palabras se contestan solamente con las palabras, sin que sobrevenga consecuencia mayor.

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