Capítulo XVII

De la presunción

Hay otra clase de gloria que consiste en la opinión demasiado ventajosa que formamos de nuestro valer. Es una afección inmoderada, merced a la cual nos idolatramos, y que nos representa a nuestros propios ojos distintos de lo que realmente somos, así como la pasión del amor presta gracias y bellezas al objeto amado, dando imagen a que los enamorados hallen, por tener el juicio turbio y trastornado, lo que aman diferente y más perfecto de lo que es en realidad.

No quiero yo sin embargo que por temor de pecar por este lado el hombre se desconozca, ni tampoco que piense valer menos de lo que vale. Debe el juicio en todo mantener sus derechos, y está muy puesto en razón que examine en este caso como en todos los demás aquello que la verdad le muestra; por eso vemos que César se puede considerar resueltamente como el primer capitán del mundo. No somos más que ceremonia; la ceremonia nos arrastra, y prescindimos de la esencia de las cosas; permanecemos en las ramas y abandonamos el tronco y el cuerpo del árbol. Hemos enseñado a las damas a enrojecer con sólo oír nombrar lo que en modo alguno temen practicar; no osamos nombrar a derechas nuestros miembros, pero no tememos emplearlos en toda suerte de concupiscencias. Los miramientos nos vedan el expresar por palabras las cosas lícitas y naturales, y acatamos los miramientos; la razón nos prohíbe la comisión de actos ilícitos, y nadie obedece a la razón. Y aquí me encuentro yo atascado y trabado por las leyes ceremoniosas, que no consienten ni que se hable bien de sí mismo ni tampoco que se hable mal. Por esta vez las dejaremos a un lado.

Aquellos a quienes la fortuna (llámese buena o mala) hizo pasar la vida en alguna señalada posición social pueden por sus acciones públicas dar testimonio de lo que son; pero a los que vivieron envueltos en la multitud, y de quienes nadie hablará si ellos mismos no hablan, debe excusárseles el atrevimiento de exteriorizarse en beneficio de los que tienen interés en conocerlos, como Lucilio hizo,

Ille velut fidis arcana soladibus olim

credebat libris, neque si male cesserat, usquam

decurrens alio, neque si bene: quo fit, ut omnis

votiva pateat veluti descripta tabella

vita senis[923];

quien confió al papel sus ideas y sus actos, pintándose tal cual se creía, ser: ned id Rutilio et Scauro citra fidem, aut obtrectationi fuit[924].

Recuerdo, pues, que desde mi más tierna infancia advirtiose en mí yo no sé qué porte y qué ademanes, testimonios de alguna vana y necia altivez. Entiendo que no es extraordinario ni raro el tener propensiones tan peculiares e incorpóreas en nosotros que carezcamos de medios para advertirlas y reconocerlas; y de estas inclinaciones naturales el cuerpo retiene fácilmente un resabio contra nuestra voluntad y sin que nosotros nos demos cuenta de ello. Una afectación que sentaba bien con su hermosura hacía inclinar a un lado la cabeza de Alejandro; igual circunstancia convertía en blando y pastoso el hablar de Alcibíades; Julio César se rascaba con un dedo la cabeza, lo cual significa el estado de un hombre cuyo espíritu está lleno de graves pensamientos; y creo que Cicerón acostumbraba a fruncir un poco la nariz, que es testimonio de un natural burlón; todos estos movimientos pueden ganarnos imperceptiblemente. Otros hay artificiales, de que no hablo, como las salutaciones y reverencias, con los cuales alcanzamos las más de las veces inmerecidamente, el honor de que se nos tenga por sencillos y corteses: se puede ser sencillo aparentemente. Yo soy sobrado pródigo de bonetadas, principalmente en estío, y jamás se me dirige una sin que la devuelva, cualquiera que sea la calidad del que saluda, como no sean gentes que vivan a mis expensas. Desearía yo que algunos príncipes que conozco fueran económicos y justos dispensadores de las mismas, pues así, sin discreción esparcidas, se aminora su valor y no producen efecto. Entre los talantes desordenados no olvidemos la gravedad afectada del emperador Constancio, que en público tenía siempre la cabeza derecha, sin volverla ni inclinarla a ningún lado, ni siquiera para mirara a los que le saludaban o se encontraba junto a él; mantenía el cuerpo plantado, inmóvil, sin dejarse llevar por el vaivén de su carruaje; ni osaba tampoco escupir, sonarse las narices ni limpiarse el sudor de la cara ante las gentes. Y no sé si los ademanes que en mí advertían eran como los de que hablé primero, o si dependían de alguna propensión oculta a la vanidad y altivez necias, como acaso fuera la verdad. Los movimientos del cuerpo no puedo yo justificarlos, cuanto a los del alma quiero aquí confesar lo que por virtud de ellos experimento.

Hay en la precación dos aspectos diferentes, a saber: el avalorarse demasiado, y el no avalorar suficientemente a los demás. Por lo que toca al primero paréceme que debo tener en cuenta estas consideraciones: yo me siento avasallado por un error de alma, que me atormenta como injusto y más todavía como inoportuno; procuro corregirlo, pero arrancarlo no puedo, y es que atenúo el equitativo valer de las cosas que poseo y lo realzo a medida que me son extrañas, ausentes y ajenas. Tal disposición de espíritu va en mí muy lejos De la propia suerte que la prerrogativa de autoridad hace que los maridos miren a las mujeres propias con equivocado menosprecio, y muchos padres a sus hijos, así me acontece a mí; entre dos obras semejantes iré siempre contra la que me pertenece. Y la razón no es tanto que el deseo de corregir mi obra y perfeccionarla trastorne mi juicio y me imposibilite de toda satisfacción, como el considerar que en mí, por sí misma, la posesión engendra el desdén de aquello que tengo a mi albedrío. El régimen, costumbres y lenguas de países lejanos me encantan; hecho de ver que el latín me engaña por lo majestuoso de su dignidad, algo más de lo que fuera justo, como a los niños y al vulgo; el gobierno, la casa, y el caballo de mi vecino, aun cuando sean iguales, valen más que los míos, precisamente porque no lo son; la ignorancia mía es supina; tanto más admiro la seguridad y aplomo que cada cual tiene en sí mismo, y encuentro que casi nada hay que yo crea saber, ni que tenga seguridad de hacer.

Cuando me propongo llevar a cabo tal o cual labor, carezco de nociones exactas acerca de los medios de que podré echar mano para salir airoso, y de ellos no me informo sino cuando la tarea acabó, tan desconfiado de mis fuerzas como de todo lo demás; de donde resulta que si salgo con lucimiento de un trabajo, atribúyolo mejor a la buena fortuna que a mis propias fuerzas, tanto más cuanto que nunca formo designio previo, y adrede lo dejo al azar. Análogamente me sucede que de todas las opiniones que la antigüedad profesó del hombre en general, las que abrazo de mejor gana, y a que me sujeto más, son las que nos menosprecian, envilecen y rebajan en mayor grado; jamás la filosofía me parece tan razonable como cuando combate y reconoce nuestra presunción y vanidad, cuando de buena fe confiesa la irresolución, debilidad e ignorancia humanas. Paréceme que el ama de cría de las más falsas ideas públicas y particulares es la opinión demasiado ventajosa que el hombre se forma de sí mismo. Esas gentes que cabalgan sobre el epiciclo de Mercurio y ven hasta lo más recóndito del firmamento, me producen el mismo efecto que si me arrancaran las muelas; pues descubriendo en el estudio que yo hago, cuyo asunto es el hombre, una tan extremada diversidad de juicios, un laberinto tan intrincado de dificultades que se amontonan de continuo las unas sobre las otras, tanta variedad e incertidumbre en la escuela misma de la sapiencia, y no habiendo sido capaces esos hombres de darse cuenta del conocimiento de sí mismos, ni de su peculiar condición, que constantemente tienen ante sus ojos, y que reside en ellos; no sabiendo cómo se agita lo que ellos hacen agitar, ni cómo pintarnos y descifrar los resortes que guardan y manejan ellos mismos, ¿cómo he de creerlos cuando nos explican la causa del crecer y de crecer de las aguas del Nilo? La curiosidad de inquirir las cosas fue puesta en el espíritu del hombre para su castigo, dice la divina palabra.

Volviendo a mí mismo, diré que es muy difícil, a lo que creo, que nadie se considere menos, y hasta que nadie me considere menos de lo que yo me considero. Inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que me distingue acaso es la confesión sincera que de ello hago. Sobre mí pesan los defectos más comunes y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarlos excusa, y me justiprecio sólo porque conozco lo que valgo.

Si alguna gloria hay en ello, en mí se encuentra infusa superficialmente, por lo traicionero de la complexión mía, careciendo de cuerpo para comparecer ante la vista de mi juicio. Aquélla me circunda sin penetrarme, pues a la verdad, por lo que toca a las cosas del espíritu, de cualquier modo que las considere, nunca emanó de mi nada que me halagara, y la aprobación ajena para nada me satisface. Es mi juicio delicado y difícil de contentar, muy particularmente en las cosas que conmigo se relacionan: constantemente me desapruebo; por doquiera mis sentidos flotan, y la propia debilidad los doblega; nada peculiar poseo que a mi entendimiento satisfaga. Mi vista es bastante clara y ordenada, pero al poner mano a la obra se trastorna. Esto que digo experiméntolo en la poesía con evidencia mayor: gústola infinitamente, y la juzgo por modo aceptable en las obras ajenas; mas, cuando yo intento crearla, soy incapaz de sufrirme. Puede hacerse el tonto en todas las demás cosas, pero no cuando de poesía se trata

Mediocribus esse poetis

non di, non homines, non concessere columnae.[925]

¡Pluguiera a Dios que esta sentencia se encontrara al frente de las oficinas todas de nuestros impresores para impedir la entrada en ellas a tantos versificadores hueros!

Verum

nil securius est malo poeta.[926]

¡Lástima que nosotros no poseamos un pueblo semejante al de los antiguos! Nada estimaba tanto como sus poesías Dionisio, el padre: cuando se celebraban los juegos olímpicos, a ellos enviaba poetas y músicos, montados en carros que a todos los otros excedían en magnificencia, para recitar sus versos en tiendas y pabellones dorados y regiamente tapizados. Al declamarlos, la excelencia y el favor que la pronunciación les prestara atraían instantáneamente la atención del pueblo; mas cuando después llegó el autor a medir y pesar la vacuidad de su obra, al punto la menospreció, y montando sucesivamente en ira se lanzó furioso derribando y desgarrando todos sus pabellones, loco a causa del despecho que sentía. Lo que de sus carros tampoco hicieran nada relevante en la carrera, y lo de que el navío que a sus gentes conducía tampoco pudiese abordar en Sicilia (una tormenta lo lanzó, destrozándolo contra las costas de Tarento), el mismo pueblo tuvo por cierto que fue un efecto de la cólera de los dioses irritados, como Dionisio, contra aquel poema detestable; y hasta los mismos marineros escapados del naufragio iban secundando la idea popular, a la cual el oráculo semejó también asociarse en algún modo, puesto que declaraba «que Dionisio estaría cercano de su fin cuando hubiera vencido a los que valían más que él». Lo cual interpretó de los cartagineses, quienes en poder le superaban, y teniendo que habérselas con ellos torcía con frecuencia la victoria y la templaba a fin de no incurrir en el sentido de esa predicción; pero engañábase, pues el dios señalaba la época de las ventajas que por injusticia y favor ganara en Atenas sobre los poetas trágicos superiores a él al hacer representar la suya intitulada las Lenianas. Repentinamente murió después de esta victoria siendo en buena parte la causa el exceso de alegría que experimentara.

Lo que en mí reconozco excusable no lo es porque de suyo ni verdaderamente lo sea, sino comparado con otras cosas peores, a las cuales veo que se otorga crédito. Yo envidio la dicha de los que saben regocijarse y gloriarse con su propia obra, por ser éste un medio fácil de procurarse, en atención a que se alcanza de sí mismo, principalmente habiendo alguna firmeza en la obstinación. Sé de un poeta a quien bajo y fuerte, solo y acompañado, cielo y tierra gritan que ignora lo que trae entre manos, mas no por ello rebaja un ápice de la medida que se tomó: constantemente de nuevo comienza de nuevo se consulta y persiste en su idea con fuerza igual a los improperios que oye y con igual rudeza, la cual a él solo incumbe mantener.

Tan lejos están mis obras de sonreírme que cuantas veces en ellas pongo mano, otras tantas me despecho:

Quum relego, scripsisse pudet; quia plurima cerno,

me quoque, qui feci, judice, digna lini.[927]

Guardo siempre en el alma una idea y cierta imagen indecisa, que me presentan como en sueños una forma mejor que la trabajada, mas no la puedo coger ni elaborar, y aun esa idea misma es de categoría mediana. Lo que con esto quiero significar es que las producciones de aquellas almas grandes y ricas de los pasados siglos sobrepujan un grado inmenso el extremo límite de mi fantasía y de mi deseo: no solamente sus escritos me satisfacen y me llenan, sino que también me pasman, dejándome de admiración transido; juzgo su belleza y la veo, si no hasta el fin, al menos tan adentro que me es imposible aspirar a ella. Sea cual fuere el escrito que yo emprenda, debe a las Gracias un sacrificio previo, como Plutarco dice de Jenócrates, para alcanzar así su favor:

Si quid enim placet,

i quid dulce hominum sensibus influit,

debentur lepidis omnia Grattis.[928]

Constantemente me abandonan y en mí todo es grosero; fáltanme belleza y gentileza; soy incapaz de procurara a las cosas su mayor valor; mi manera nada ayuda a la materia, por lo cual me precisa sólida, fácil de asir y que luzca por sí misma. Cuando las que manejo son más regocijadas y vulgares, es mi intento el que me sigan por no gustar de una prudencia triste y ceremoniosa como acostumbra el mundo, y para alegrarme, y no por regocijar mi estilo, el cual más bien las apetece severas y graves, si es que puedo nombrar estilo al hablar informe y sin reglas, a la jerga popular y al proceder sin definición, división ni conclusión, confuso, a la manera del que empleaban Amafanio y Ratirio. Yo no acierto a gustar, regocijar ni cosquillear; el mejor cuento del mundo se agosta entre mis manos, y se deslustra. No sé hablar distintamente sino es cuando con seriedad me expreso, y me encuentro del todo desprovisto de esa facilidad que en algunos de mis compañeros veo, la cual consiste en hablar al primero que les sale al paso, teniendo pendientes a una concurrencia entera, o en divertir sin cansarse el oído de un príncipe, instruyéndole en toda suerte de asuntos. La materia jamás les falta, merced a la gracia que poseen de saber utilizar la primera que encuentran a la mano, acomodándola al humor y alcance de aquellos a quienes hablan. Los soberanos apenas gustan de los discursos sólidos, y yo soy inhábil para forjar historias. Las razones primeras y más fáciles, que comúnmente son aquellas de las cuales mejor nos apoderamos, no acierto a emplearlas; cual predicador de aldea, sea cual fuere la cosa de que se trate, tocante a ello digo las cosas más lejanas que conozco. Considera Cicerón que en los tratados de filosofía es la parte más difícil el exordio: si así es en realidad, yo me lanzo a las conclusiones prudentemente. Precisa saber aflojar la cuerda en toda suerte de tonos, y el más agudo es con frecuencia el menos necesario. Hay por lo menos tanta perfección en levantar una cosa vacía como en sostener una pesada; ya precisa superficialmente manejarlas, otras veces profundizarlas. Sé de sobra que casi todos los hombres se mantienen en este bajo nivel, porque conciben aquéllas por esta primera apariencia; pero sé también que a los más grandes maestros, Jenofonte y Platón, por ejemplo, a veces se los ve descender a este bajo medio popular de decir y tratar las cosas, sustentándolas con gracias que jamás les faltan.

Por lo demás mi lenguaje nada tiene de fácil ni pulido; es rudo y desdeñoso, y sus formas son libres y desordenadas. Pláceme así, si no por raciocinio, por inclinación; pero bien advierto que a veces me dejo llevar con exceso, y en fuerza de huir el arte y la afectación recaigo en otros inconvenientes no menos graves.

Brevis esse laboro,

obscurus fio.[929]

Dice Platón que ni lo conciso ni lo amplio son propiedades que procuran o quitan valor al lenguaje. Aun cuando yo me propusiera ese otro estilo igual, ordenado y unido, no acertaría a lograrlo; y bien que con mi humor se acomoden los recortes y cadencias de Salustio, no por ello dejo de encontrar a César más grande y también más difícil de representar; y si mi inclinación no lleva mejor a la imitación del hablar de Séneca, tampoco dejo de estimar más el de Plutarco. Como en el hacer, también en el decir sigo simplemente mi manera natural, lo cual acaso sea la causa de mi mayor fortaleza en el hablar que en el escribir. El movimiento y la acción ayudan a las palabras, sobre todo en aquellos que, como yo, se agitan bruscamente, acalorándose: el porte, el semblante, la voz, el vestido y la situación pueden comunicar algún valor a las cosas que por sí mismas de él carecen, como la charla. Mesala se queja en Tácito de algunos trajes muy ceñidos en su tiempo usados y de la forma de los bancos en que los oradores hablaban, los cuales debilitaban la elocuencia.

Mi lenguaje francés está adulterado lo mismo en la pronunciación que en otros respectos, por la barbarie de mi terruño: nunca vi hombre nacido y educado en las regiones de por acá que con evidencia cabal no denunciara su charloteo, y que no lastimara los puros oídos franceses. Y sin embargo no es porque yo sea muy competente en mi perigordano, pues tanto como el alemán lo desconozco, y no me apena. Es éste un dialecto lánguido (como los que en torno de mi vivienda se hablan, a uno y otro lado, el poatevino, xantongés, angumosino, lemosín y alverñés), disgregado y suelto; por cima de nosotros, hacia las montañas, hay un gascón que me parece singularmente hermoso, seco, conciso, significativo; lenguaje en verdad varonil y militar, cual ninguno que yo entienda, tan nervioso, poderoso y pertinente como es el francés agraciado, delicado y rico.

En cuanto al latín, que como lengua maternal se me suministró, perdí por falta de costumbre la prontitud para poder servirme de él en el hablar y también en el escribir. Y antaño, por mi idoneidad me llamaban maestro en ella. Ved, pues, cuán poco valgo por este lado.

Es la belleza cualidad de recomendación primordial en el comercio de los humanos y el primer medio de conciliación entre unos y otros. Ningún hombre, por montaraz y bárbaro que sea, deja de sentirse en algún modo herido por su dulzura. Tiene el cuerpo una parte principalísima en nuestro ser y en él ocupa un rango señalado, por donde su estructura y composición merecen justamente considerarse. Los que quieren desprender nuestros dos componentes principales y secuestrar el uno del otro yerran grandemente: precisa, por el contrario, reacoplarlos y juntarlos; es menester ordenar al alma, no el echarse a un lado; satisfacerse aparte, menospreciar y abandonar el cuerpo (tampoco sería capaz de realizarlo si no es sirviéndose o cualquier contrahecho remedo), sino aliarse con él, abrazarle, acariciarle, asistirle, fiscalizarle, aconsejarle, enderezarle, llevándolo al buen camino cuando se extravía, casarse con él en suma, de suerte que de marido le sirva, para que de este modo los efectos no parezcan diversos y contrarios, sino concordantes y uniformes. Los cristianos tienen particular instrucción de este enlace, pues saben que la justicia divina comprende esta sociedad y juntura del cuerpo y del alma hasta procurarle capacidad para las eternas recompensas; e informados están también de que Dios mira las obras de todo el hombre, deseando que en su totalidad reciba el castigo o el premio según sus méritos o deméritos. La secta peripatética, que es a todas la más sociable, atribuye a la sabiduría el cuidado exclusivo de proveer y procurar en común el bien de esas dos partes asociadas; y las demás sectas, por no haberse suficientemente sujetado a la consideración de la mezcla, muestran su parcialidad abiertamente: una para con el cuerpo y otra para con el alma, cayendo siempre en error semejante. Echaron a un lado el objeto, que es el hombre, y su guía, que generalmente confiesan ser Naturaleza. La distinción primera que haya existido entre las criaturas, y la consideración primera que procuró la preeminencia de unas sobre otras, es verosímil que fuese debida a las ventajas de la belleza:

Agros divisere atque dedere

pro facie cujusque, et viribus, ingenioque;

nam facies multum valuit, viresque vigebant.[930]

Mi estatura está algo por bajo de la mediana: este defecto no es solamente feo, sino incómodo, principalmente a los que tienen mando o ejercen cargos, pues la autoridad que procura la presencia hermosa y la corporal majestad les faltan. C. Mario no acogía de buena gana a los soldados que no medían seis pies de altura. Tiene razón El Cortesano al querer que el gentilhombre por él dirigido tenga una talla ordinaria, prefiriéndola a cualquiera otra, y al desechar en el hombre que a la corte se destina toda singularidad que dé margen a que le señalen con el dedo. Mas no siendo de esa estatura común, tirando más bien a pequeño que a grande, quitaríale yo de la cabeza el que un hombre así fuese militar. Los hombres pequeños, dice Aristóteles, son bonitos, convenido, pero no hermosos; y el grandor envuelve la grandeza del alma, como la belleza un cuerpo grande y alto. Los etíopes y los indios, dice el filósofo, al elegir sus reyes y sus magistrados tenían muy en cuenta la hermosura, y elevada estatura de las personas en quienes ambos cargos resignaban. Razón tenían, pues implica respeto para los que los siguen o impone al enemigo miedo el ver marchar a la cabeza de un ejército a un jefe cuya talla es espléndida y hermosa.

Ipse inter primos praestanti corpore Turnus

vertitur arma tenens, et toto vertice supra est.[931]

Nuestro gran rey divino y celeste, de quien las cualidades todas deben cuidadosa, reverente y religiosamente considerarse, tampoco menospreció la corporal recomendación, speciosus forma prae filiis hominum[932]; y Platón, con la templanza y la fortaleza, desea también la belleza a los conservadores de su república. Es grandemente desconsolador el que hallándoos en medio de las gentes se dirijan a vosotros para preguntaros «¿Dónde está el señor?» y el que solamente os quede el resto de la bonetada que se propina a vuestro barbero o a vuestro secretario, como aconteció al pobre Filopómeno, el cual habiendo llegado antes que sus acompañantes al alojamiento donde le aguardaban, su hostelera, de quien era desconocido, viéndole con cara de poca cosa, ocupole en ayudar a sus criadas a sacar agua y a atizar la lumbre, para el servicio de Filopómeno; llegados los gentiles hombres de su comitiva, como le vieran, sorprendidos, atareado en tan hermosa ocupación, pues no había dejado de prestar obediencia a las órdenes que había recibido, preguntáronle lo que hacía. «Pago, les respondió, el castigo de mi fealdad.» Las demás bellezas son para las mujeres adecuadas: la de la estatura es la sola, propia de los hombres. Donde la pequeñez domina, ni la amplitud y redondez de la frente, ni la dulce blancura de los ojos, ni la mediana forma de la nariz, ni las orejas pequeñas y la boca, ni el buen orden y blancura de los dientes, ni el espesor bien unido de una barba morena tirando al color castaño, ni el cabello echado atrás, ni la justa redondez de la cabeza, ni la frescura del color, ni el aspecto agradable del semblante, ni un cuerpo sin olor, ni la legítima proporción de los miembros, pueden en nada contribuir a procurar belleza a un hombre.

Por lo demás, mi talla es robusta y rechoncha; mi semblante no grueso, sino lleno; la complexión entre jovial y melancólica, entre sanguínea y cálida:

Unde riggent setis mihi crura, et pectora villis[933];

la salud, resistente y alegre hasta bien entrado en años, por las enfermedades rara vez perturbada. Así era yo, pues nada me considero ya en los momentos actuales, en que penetró en las avenidas de la vejez, habiendo tiempo ha cumplido los cuarenta años:

Minutatim vires et robur adultum,

frangit, et in partma pejorem liquitur aetas.[934]

lo que seré de hoy en adelante, ya no será sino medio ser; ya no seré yo; todos los días me escabullo, y a mí mismo me saqueo:

Singula de nobis anni praedantur euntes.[935]

Habilidad y disposición corporales, no he tenido ningunas, y sin embargo soy hijo de un padre muy dispuesto y de una viveza que le duró hasta la vejez más caduca. Apenas encontró ningún hombre de su condición que se igualara a él en toda suerte de ejercicios corporales; por el contrario, yo apenas hallé ninguno que no me sobrepujara, salvo en la carrera, en que fui de los medianos. En punto a música y canto, no pude dar un paso ni tampoco supe jamás tocar ningún instrumento. En la danza, en el juego de pelota, en la lucha, no he podido adquirir sino una muy ligera y común capacidad; en el nadar y en el esgrimir, en el voltear y en el saltar, mi habilidad es del todo nula. Mis manos son tan torpes que no aciertan a escribir como Dios manda, ni siquiera para mi viso personal, de tal suerte que lo que emborrono prefiero volverlo a escribir mejor que tomarme el trabajo de descifrarlo. En la lectura no soy más aventajado: muy luego echo de ver la fatiga de los que me escuchan. En lo que a otros particulares toca, no sé cerrar a derechas una carta; ni supe nunca cortar la pluma, ni trinchar en la mesa, ni equipar un caballo con su arnés; ni llevar en la mano un halcón y soltarlo luego con acierto, ni hablar a los perros, a los caballos y a las aves. En suma, las disposiciones corporales mías corren parejas con las de mi alma; nada hay en ellas de vivaz; capaces son sólo de un vigor cabal y firme; resisto bien la fatiga, pero necesariamente tengo que estar de buen temple para lograrlo, y a ella me lanzo cuando el deseo me lleva,

Molliter austerum studio fallente laborem.[936]

Si acontece de otro modo, si el aliciente de algún placer no me acompaña, si me conduce otro guía, que mi voluntad pura y libre, soy hombre al agua pues mi condición es tal que, salvo la salud y la vida, nada hay por que yo me determine a romperme los cascos, ni nada quiera alcanzar a cambio del tormento del espíritu ni del esfuerzo.

Tanti mihi non sit opaci

omnis arena Tagi, quodque in mare volvitur aurum.[937]

Extremadamente ocioso, extremadamente libro por inclinación y ex profeso, para mí sería lo mismo sacrificarme a los cuidados que derramar la sangre de mis venas. Es mi alma toda propia, a sí misma se pertenece por entero y está acostumbrada a obrar a su modo: como que hasta hoy nunca tuve quien me mandara, ni quien me impusiera obligaciones forzosas, caminé siempre como quise y al paso que me plugo; todo lo cual debilitó mi resistencia, me hizo inútil para el servicio ajeno sólo apto para el propio.

Y para mí no hubo necesidad de forzar este natural pesado, perezoso y holgazán, pues habiéndome encontrado desde mi nacimiento en una situación de fortuna en que he podido detenerme (la cual quizás mil otros de mi conocimiento hubieran tomado por pretexto para meterse en investigaciones, agitaciones e inquietudes) y en tal grado de sensibilidad que, aun habiendo tenido ocasión de ello, nada he solicitado ni tomado:

Non agimur tumidis velis Aquilone secundo,

non tamen adversis aetatem ducimos Austris;

viribus, ingenio, specie, virtute, loco, re,

extremi primorum, extremis usque priores.[938]

Yo no he tenido necesidad sino de la capacidad de contentarme a mí mismo, la cual es, sin embargo, bien considerada, igualmente difícil en cualquiera condición, y generalmente vemos que se encuentra todavía más fácilmente en la escasez que en la abundancia; y la razón quizás sea que conforme al desarrollo de la otras pasiones, el hambre de riquezas se ve más aguzada por el disfrute de las mismas que en la escasez, y porque la virtud de la moderación es más rara que la de la paciencia: yo no he tenido necesidad distinta a la de gozar dulcemente de los bienes que Dios por su liberalidad puso entre mis manos. Ni he gustado ninguna suerte de trabajo ingrato; apenas he manejado otros negocios que los míos, o si los manejé fue con la condición de emplearme en ellos cuando quise y como quise, encargado por gentes que se fiaban en mí, que no me metían prisa, y que me conocían; los peritos alcanzan provecho para servirse hasta de un caballo indócil e indómito.

Mi misma infancia fue gobernada de una manera blanda y libre, exenta de toda sujeción rigorosa; todo lo cual me formó de una complexión delicada o incapaz de cuidados, a tal extremo que yo gusto de que se oculten mis pérdidas y los desórdenes que me incumben. En el capítulo de mis gastos incluyo el coste de mis descuidos para saber lo que me cuesta el alimentarlos:

Haec nempe supersunt,

quae dominum fallunt, quae prosunt furibus[939];

prefiero no saber la cuenta de lo que poseo para lamentar menos mis perjuicios, y ruego a los que en mi compañía viven que cuando no sientan afección la simulen para pagarme con buenas apariencias. Como carezco de firmeza bastante para sufrir la importunidad de los accidentes a que todos estamos sujetos; como no puedo mantener mi espíritu en la tensión de arreglar y ordenar los negocios, permanezco cuanto puedo en la postura del que se abandona a la casualidad; «tomo todas las cosas por el lado peor, lo cual me inclina a soportarlas dulce y pacientemente». Esta es la sola mira de mis vigilias y el fin único a que encamino todas mis reflexiones. Abocado a un peligro, no me preocupo tanto del modo de rehuirlo como de lo poco que importa el que lo rehuya: aunque me lo propusiera, ¿qué conseguiría? No pudiendo reglamentar los acontecimientos, me reglamento yo mismo, y me aplico a ellos si ellos no se aplican a mí. Carezco de arte para torcer lo imprevisto y para escaparlo o forzarlo, como también para acomodar y conducir con prudencia las cosas a mi modo de ser. Menor aún es mi facilidad para soportar el cuidado, rudo y penoso, que para esto es necesario: considero como la más horrible de todas las situaciones el estar suspenso de las cosas que exigen premura, y agitado entre el temor y la esperanza.

Hasta en los negocios menos importantes el deliberar me importuna, y siento mi espíritu más inhábil para sufrir el movimiento y las sacudidas diversas de la duda y la consulta que para calmarse y resolverse a tomar cualquier partido, luego que la fortuna está jugada. Pocas pasiones han turbado mi sueño, mas, entre las deliberaciones, la más insignificante lo trastorna. De igual suerte que en los caminos evito de buen grado los lugares, que son pendientes y resbaladizos y me lanzo en lo más trillado, en lo más fangoso, en lo menos resistente, donde no pueda hallar ya mayores obstáculos y me vea precisado a buscar seguridad, así gusto de los males absolutamente puros, de los que no me afanan, ya pasada la incertidumbre de que la calma vuelva, de los que del primer envite me lanzan derecho al dolor:

Dubia plus torquent mala.[940]

Condúzcome virilmente en las desdichas; en el trayecto que a ellas nos lleva, infantilmente. El horror de la caída que da más fiebre que el golpe. El aparato no corresponde a la fiesta: el avaricioso se atormenta más que el pobre, y el celoso más que el cornudo. El último peldaño es el más resistente: es el lugar de la constancia: en él ya no precisa el auxilio ajeno; la constancia se fundamenta allí y se apoya toda en sí misma. Aquel proceder de un hidalgo a quien muchos conocieron, ¿no da idea de cierto sentido filosófico? Casose ya bien entrado en años después de haberla corrido en su juventud y era gran decidor y amigo de francachelas. Recordando cuanta materia le procuraran las conversaciones de cornamenta y lo mucho que se había burlado del prójimo, para ponerse a cubierto de iguales befas se casó con una mujer que encontró en el lugar donde cada cual las encuentra por su dinero, y solicitola así como esposa: «Buenos días, puta. -Buenos días, cornudo.» Realizado el enlace, de nada habló más a gusto y sin ningún género de embajes a los que lo frecuentaban que del designio que realizara, por donde sujetaba las ocultas habladurías, y hacía que se embotaran los dardos epigramáticos que se le dirigían.

Por lo que toca a la ambición, cualidad vecina de la presunción, o más bien hija suya, hubiera precisado para que me empujara que la fortuna me tomase por la mano; pues el procurarme molestas alentado por una esperanza de resultados inciertos, y someterme a todas las dificultades que acompañan a los que buscan acreditarse en los comienzos de sus empresas no hubiera, sabido hacerlo:

Spem pretio non emo[941]:

yo me sujeto a lo que veo y poseo, y apenas me alejo del puerto:

Alter remus aquas, alter tibi radat arenas[942];

aparte de que, se llega difícilmente a situaciones prósperas de fortuna sin exponer primeramente lo que se posee; yo soy de parecer que si se tiene bastante a mantener a condición en que se nació y se fue educado, es una locura soltar la presa movido por la incertidumbre de aumentarlo. Aquel a quien la suerte niega hasta el lugar necesario para poner en tierra las plantas de sus pies y para alcanzar la tranquilidad y el reposo, es perdonable si lanza al azar lo que posee, porque la necesidad le coloca en el camino del riesgo:

Capienda rebus in malis praeceps via est[943]:

y yo excuso más bien a un menor el que coloque su legítima a merced de todos los vientos, que no que lo haga el que tiene a su cargo el honor de la casa, a quien no puede tolerarse el que se vea necesitado por su propia culpa. Encontré que era bueno el camino más corto y más cómodo, de acuerdo con mis buenos amigos del tiempo viejo; despojeme de aquel deseo y me mantuve quieto:

Cul sit conditio dulcis sini polvere palmae[944]:

juzgando también prudentemente de mis fuerzas, que no eran capaces de grandes cosas, y acordándome de estas palabras del difunto canciller Ollivier, el cual decía «que los franceses se parecen a los monos, que van trepando por los árboles de rama en rama, hasta tocar a la más alta, desde la cual enseñan el culo cuando a ella llegaron».

Turpe est, quod nequeas, capiti committere pondus

et pressum inflexo mox aro terga genu.[945]

Las cualidades mismas que poseo y que no son censurables reconozco que son inútiles en el siglo en que vivimos la dulzura de mis costumbres hubiérasela calificado de flojedad y debilidad; la conciencia y la fe hubiéranse considerado como escrupulosas y supersticiosas; la franqueza y libertad, como importunas, temerarias e inconsideradas. Sin embargo, para algo sirve la depravación: bueno es nacer en una época de perversión, pues, comparado con el prójimo, es uno considerado como varón virtuoso a poca costa; quien en nuestros días no es más que parricida y sacrílego júzgase como hombre de bien y de honor:

Nunc, si depositimi non inficiatur amicus,

si reddat veterem cum tota aerugine follem,

prodigiosa fides, et Tuscis digna libellis,

quaeque coronata lustrari debeat agna[946]:

y ningún tiempo ni lugar hubo jamás en que mejor se premiaran la bondad y la justicia de los príncipes. El primero a quien se le ocurra conquistar el favor y el crédito por ese camino, me engañaría mucho si fácilmente no lleva la delantera a sus compañeros: la fuerza y la violencia pueden algo sin duda, pero no lo pueden siempre todo. A los comerciantes, jueces de aldea y artesanos, vémosles marchar a la par con la nobleza en valor y ciencia militar; libran horrorosos combates públicos y privados, derrotan, defienden ciudades en nuestras guerras presentes: un príncipe ahoga su recomendación en medio de este tumulto. Que resplandezca por su humanidad, veracidad, lealtad y templanza, y sobre todo por su justicia; distintivos singulares, desconocidos y desterrados. Es lo que puede convenir y conformarse con el deseo de los pueblos: ninguna otra cualidad distinta es adecuada para conquistar el soberano la voluntad de sus súbditos como aquéllas, en atención a que son las más útiles: Nihil est tam populare, quam bonitas.[947]

Según aquella comparación de mis cualidades y costumbres con las del tiempo en que vivimos, hubiérame yo reconocido hombre singular y raro: como me reconozco pigmeo y bajuno a tenor de los varones de algunos siglos pasados, en los cuales era cosa indigna de consideración, si otros méritos más recomendables no concurrían, el que una persona fuera moderada en sus rencores, blanda en el sentimiento de las ofensas, religiosa en la observancia de su palabra, sin flexibilidad ni doblez, sin acomodar su fe a la voluntad ajena ni conforme a lo que exigen las ocasiones; antes consentiría que los negocios se quebraran en mil pedazos que consentir en que mi fe se torciera en provecho de ellos. Pues por lo que toca a esa nueva virtud de aparentar y disimular, que goza de tantísimo crédito en los momentos actuales, yo la odio a muerte, y entre todos los vicios no encuentro ninguno que dé testimonio de tanta cobardía y bajeza de alma. Propio es de una naturaleza villana y servil ir disfrazándose y ocultándose bajo una máscara y no osar mostrarse al natural: con esta costumbre se habitúan los hombres a la perfidia; hechos a proferir palabras falsas, la conciencia les importa un ardite. Un corazón generoso no debe jamás desmentir sus pensamientos, debe dejarse ver hasta lo más hondo; bueno es todo cuanto aparece en él, o al menos todo es humano. Aristóteles considera como prenda de magnanimidad el odiar y el amar al descubierto, el juzgar y el amar con cabal franqueza, tratándose de emitir la verdad no hacer caso de la aprobación o reprobación ajenas. Decía Apolonio «que el mentir era oficio de los siervos, y de los hombres libres el decir verdad»; ésta es la primera y la más fundamental de las virtudes; es necesario amarla por ella misma. Quien dice verdad por obligarlo a ello razones ajenas, o porque el decirla le es útil y no teme decir mentira cuando con ella a nadie perjudica, no es hombre suficientemente verídico. Mi alma, por complexión interna, rechaza la mentira y detesta hasta el pensar en ella; siento una vergüenza recóndita y un vivo remordimiento si alguna vez un embuste se me escapa, como a veces me acontece, por sorprenderme y agitarme las ocasiones para ello impremeditadamente. No precisa constantemente decirlo todo, pues esto sería torpeza, pero lo que se dice es preciso que se diga tal y como se piensa; obrar de otro modo es maldad. Yo no sé qué ventaja esperan los mentirosos al fingir y mostrarse sin cesar distintos de lo que son si no es la de no ser creídos ni aun en el instante mismo en que dicen verdad; esta conducta puede engañar una vez o dos a los hombres, pero mantenerse ex profeso constantemente embozado, como hicieron algunos de nuestros príncipes, que «arrojarían la camisa al fuego si fuera partícipe de sus intenciones verdaderas», las cuales son palabras del viejo Metelo Macedónico; y hacer público que «quien no sabe fingir no sabe reinar»[948], es advertir de antemano a los que frecuentan de que no oirán nunca sino trapazas y embustes, quo quis versutior et callidior est, hoc invisior et suspectior, detracta opinione probitatis[949]. Simplicidad solemne sería dejarse llevar por el rostro ni por las palabras de quien hace profesión de ser siempre diferente por fuera que por dentro, como acostumbraba Tiberio. No sé qué parte pueden tener esas gentes en el comercio humano al no exteriorizar nada que pueda considerarse como cierto: quien es desleal para con la verdad lo es también para con la mentira.

Aquellos que en nuestro tiempo consideraron y sostuvieron que el deber del príncipe no se extendía más allá de sus propias ventajas personales, las cuales antepusieron al cuidado de su fe y conciencia, hablarían con algún viso de razón al soberano cuyos negocios el acaso hubiera llevado a fundamentarse para siempre con faltar una sola vez a su palabra, pero las cosas no acontecen así; con semejante proceder se da pronto el batacazo; un príncipe concierta más de una paz y más de un tratado durante el transcurso de su existencia. La ventaja que los convida a realizar la primera deslealtad, y rara vez deja de presentarse alguna, como también se ofrecen las de practicar otras maldades, sacrilegios, asesinatos rebeliones y traiciones, empréndense por cualquier especie de provecho, mas al que después acompañan perjuicios innumerables que lanzan al príncipe fuera de todo comercio y de todo medio de negociación, a causa de su infidelidad. Solimán, príncipe de raza otomana, la cual se cura poco de la observancia de promesas y pactos, cuando en mi infancia hizo bajar su ejército a Otranto, habiendo tenido noticia de que Mercurio de Gratinar y los habitantes de Castro quedaban prisioneros después de haber hecho entrega de la plaza, contra lo que con aquél capitularan, mandó que fueran puestos en libertad, considerando que al tener entre manos otras grandes empresas en la misma región, tamaña deslealtad, aun cuando mostrara alguna apariencia de utilidad presente, podría acarrearle en lo porvenir el descrédito y la desconfianza, madres de perjuicios sin cuento.

Cuanto a mí, mejor prefiero ser importuno e indiscreto que adulador y disimulado. Reconozco que bien puede ir mezclada una poca altivez y testarudez en mantenerse así entero y abierto como yo soy, sin tener presente ninguna consideración ajena. Paréceme que me convierto en algo más libre, allí donde precisaría menos serlo, y que el respeto forzado me contraría; puede ocurrir también que, a falta de arte, la naturaleza me domine. Al mostrar a los grandes esta misma libertad de lenguaje y de maneras que en mi casa empleo, echo de ver cuánto declino hacia la indiscreción e incivilidad; pero, a más de que así es mi modo de ser genuino, no tengo el espíritu bastante flexible para torcerlo en un momento dado para escapar por rodeo, ni para fingir una verdad, ni suficiente memoria para retenerla; de suerte que por pura debilidad me las echo de valiente. Por todo lo cual me abandono a la ingenuidad y a decir siempre lo que pienso, por temperamento y por designio, dejando al acaso el cuidado de atender a lo que suceda. Aristipo decía «que el principal fruto que de la filosofía había sacado era el hablar libre y abiertamente a todo el mundo».

La memoria es un instrumento que nos presta servicios maravillosos, sin el cual el juicio apenas puede desempeñar sus funciones, y de que yo carezco por completo. Lo que se me quiere referir es necesario que se me cuente por partes, pues responder a un asunto en que hubiera varias ideas principales no reside en mis limitadas fuerzas. Yo no podría encargarme de comisión alguna sin anotar sus pormenores; y cuando tengo entre manos alguna cosa de importancia, si es de mucha extensión, véome reducido a la necesidad vil y miserable de aprender de memoria, palabra por palabra, lo que tengo que decir; de otro modo no podría dar un paso ni tendría seguridad alguna, temiendo que mi memoria me jugara una mala partida. Pero este procedimiento no me es menos difícil: para aprender tres versos, necesito tres horas, y además, tratándose de una obra propia, la libertad y autoridad de modificar el orden, de cambiar una palabra, variando constantemente la materia, conviértela en difícil de fijar en la memoria, del que la escribe. En suma, cuanto más desconfío de mi facultad retentiva, más ésta se trastorna; mejor me ayuda por acaso: es necesario que yo la solicito sin gran interés, pues, si la meto prisa, se aturde, y luego que comenzó a titubear, cuanto más la sondeo, más se traba y embaraza. Sírveme cuando lo tiene por conveniente, no cuando yo la llamo.

Esto que siento en lo tocante a la memoria experiméntolo también en varios otros respectos: yo huyo del mundo, la obligación y las cosas forzadas. Aquello que hago fácil y naturalmente, si me propongo realizarlo por expresa y prescrita ordenanza, ya no soy capaz de hacerlo. En el cuerpo mismo, los miembros que poseen alguna libertad y jurisdicción más particulares sobre sí mismos me niegan a veces su obediencia, cuando yo pretendo destinarlos y sujetarlos en un momento determinado al servicio necesario. Esta preordenanza obligatoria y tiránica los entibia; el despecho o el espanto los acoquinan y se quedan como yertos.

Encontrándome antaño en un lugar en que se considera como descortesía bárbara el no corresponder a los que os convidan a beber, aun cuando en la circunstancia fuera yo tratado con libertad completa, intenté echarlas de hombre alegre, capaz y fuerte, ser grato a la gentileza de las damas, que eran de la partida, según la costumbre seguida en el país; mas el caso fue gracioso, pues la amenaza de que había de esforzarme en beber más de lo que uso, acostumbro y puedo soportar, me obstruyó de tal manera la garganta no supo tragar ni una sola gota, y me vi privado de beber hasta lo que ordinariamente bebo en mis comidas. Encontrábame harto y ahíto por tanto líquido como a mi imaginación había preocupado. Este efecto es más bien propio de los que poseen una fantasía vehemente y avasalladora; es de todas suertes natural, y nadie hay que de él no se resienta en algún modo. Ofrecíase a un excelente arquero, condenado a muerte, salvarle la vida si consentía en dar alguna prueba notable de su habilidad en el arte que ejercía, y se opuso a intentarla temiendo que la extremada contención de su voluntad hiciera temblar su mano, y que en lugar de libertarse de la muerte perdiera la reputación que había adquirido como famoso tirador. Un hombre cuya imaginación está distraída, no dejará, pulgada más o menos, de hacer siempre el mismo número de pasos y de dimensión idéntica en el lugar por donde se pasea; pero si emplea su atención en medirlos y contarlos, hallará que lo que ejecutaba por casualidad no lo hará de intento con exactitud igual.

Mi biblioteca, que es de las selectas para estar en un pueblo retirado, está colocada en un rincón de mi asilo: si me pasa por las mientes algo que quiera estampar sobre el papel, temiendo que se me escape al atravesar el patio, precísame encomendárselo a otro. Cuando al hablar me enardezco, y me aparto, aunque sea poco, del hilo de la conversación, lo pierdo irremisiblemente, por eso me constriño en mis razonamientos y me mantengo recogido. A las gentes que me sirven es preciso que las llame por el nombre de sus cargos, o por el del país en que nacieron, pues me es muy difícil retener sus nombres; puedo decir de éstos, por ejemplo, que tienen tres sílabas, que su sonido es rudo, que principian o acaban con tal letra; y si yo viviera dilatados años no creo que dejara de olvidar mi propio nombre, como les ha ocurrido a algunos. Mesala Corvino estuvo dos años sin ninguna huella de memoria, y otro tanto se cuenta de Jorge Trebizonda. Por interés propio rumio yo con frecuencia qué vida pudiera ser la suya, y considero si en la cabal ausencia o la memoria, podría sostenerme con alguna facilidad. Mirándolo bien, temo que tamaña falta, si es radical, pierda todas las funciones del alma:

Plenus rimarum sum, hac atque illac perfluo.[950]

Hame acontecido más de una vez no recordar la consigna que tres horas antes había yo dado o recibido, y olvidarme del sitio donde había escondido mi bolsa, aunque Cicerón no crea posible el caso: pierdo con facilidad mayor lo que con más interés procuro conservar. Memoria certe non modo philosophum, sed omnis vitae usum, omnesque artes, una maxima continet.[951] La memoria es el receptáculo y el estuche de la ciencia; siendo la mía tan endeble que no tengo motivo para quejarme si mi ciencia es tan escasa. Conozco el nombre de las artes en general, la materia de que tratan, pero nada que a esto sobrepuje. Hojeo los libros, no los estudio; lo que se me pega es cosa que ya no reconozco como ajena, es sólo aquello de que mi juicio sacó provecho, los razonamientos y fantasías con que el mismo se impregnó. El autor, el libro, las palabras y otras circunstancias, se borran instantáneamente de mi memoria, y soy tan excelente olvidador que lo que yo escribo y compongo se me disipa con facilidad idéntica. Constantemente se me citan cosas mías de que yo no me acordaba. Quien quisiera conocer de dónde salieron los versos y ejemplos que tengo aquí amontonados me pondría en duro aprieto si tratara de decírselo: no los mendigué sino en puertas conocidas y famosas, ni me contenté con que fueran ricos, fue además necesario que vinieran de mano espléndida y magnífica: en ellos se hermana la autoridad con la razón. No es maravilla grande si mi libro sigue la fortuna de los demás, y si mi memoria desempara lo que escribo como lo que leo, lo que doy como lo que recibo.

A más de la falta de recordación adolezco de otras que contribuyen en grado sumo a mi ignorancia: mi espíritu es tardío y embotado; la nubecilla más ligera lo detiene, de tal modo, que jamás le propuse ningún problema, por sencillo que fuera, que supiese desenvolver. Ni hay tampoco vana sutileza que no me embarace; en los juegos en que el espíritu toma parte: el ajedrez, las damas, la baraja y otros análogos, no se me alcanzan sino los rasgos más groseros. Mi comprensión es lenta y embrollada, pero lo que llega a penetrar lo dilucida bien y logra abrazar lo universal, estrecha y profundamente, durante el tiempo que lo retiene. Mi vista es dilatada, sana y cabal, pero el trabajo la fatiga luego y la recarga. Por eso no puedo mantener largo comercio con los libros si no es con el ajeno auxilio. Plinio el joven enseñará a quien lo desconozca las consecuencias graves de esta tardanza, perjudicialísimas para los que se consagran a la tarea de leer.

No hay alma por mezquina y torpe que sea en la cual no reluzca alguna facultad articular; ninguna existe tan negada que no brille por algún respecto. Y de cómo acontezca que un espíritu ciego y adormecido ante todas las demás cosas se encuentre vivo, despejado y lúcido en cierto particular respecto, preciso es buscar la razón en los maestros. Pero las almas hermosas son las universales, abiertas y prestas a todo, si no instruidas, al menos capaces de instrucción, lo cual escribo para acusar la mía, pues, sea debilidad o dejadez (y menospreciar lo que está a nuestros pies, lo que tenemos entre las manos, lo que se relaciona más de cerca con la práctica de la vida, cosa es ésta muy lejana de mi designio), ninguna existe tan inepta e ignorante como la mía de muchas cosas vulgares que es vergonzoso desconocer. Enumeraré algunos ejemplos que lo acreditan.

Yo nací y me crié en los campos, en medio de las labores rurales; tengo entre manos los negocios y el gobierno de mi casa desde el día en que mis antecesores que disfrutaron los bienes de que gozo me dejaron en su lugar; pues bien, no sé contar ni con fichas ni con la pluma; desconozco la mayor parte de nuestras monedas; ignoro la diferencia que existe entre las diversas semillas, así en la planta como en el granero, si la distinción no salta a la vista; apenas distingo las coles de las lechugas de mi huerto; ni siquiera me son conocidos los nombres de los útiles más indispensables de la labranza, como tampoco los más elementales principios de la agricultura, que hasta los niños saben; mayor todavía es la ignorancia en las artes mecánicas y en el tráfico, y en el conocimiento de las mercancías, diversidad y naturaleza de los frutos, vinos, carnes; no sé cuidar a un pájaro, ni medicinar a un caballo o a un perro. Y puesto que es preciso que me muestre sin vestiduras a la pública vergüenza, diré que, no hace todavía un mes que se me sorprendió ignorante de que la levadura sirviera para hacer el pan, y de qué cosa fuese fermentar el mosto. Conjeturábase antiguamente en Atenas la aptitud para las matemáticas en aquel a quien se veía hacinar diestramente y a hacer manojos una carga de sarmientos: en verdad podría deducirse de mí una conclusión bien contraria, pues, aunque me dejaran a la mano todos los aprestos de una cocina, experimentaría fuertes apetitos. Por estos rasgos de mi confesión pueden deducirse otros que me favorecerán muy poco. De cualquiera suerte que me dé a conocer, siempre y cuando que lo cumpla tal cual soy, llevo a cabo mi propósito. Y si no se me excusa el atreverme de poner por escrito cosas tan insignificantes y frívolas como las transcritas, diré que la bajeza del asunto me obliga a ello: acúsese si se quiere mi proyecto, pero no el cumplimiento del mismo. Sin la advertencia ajena veo bastante lo poco que todo esto vale y pesa, y la locura de mi designio; basta con que mi juicio no se aturrulle; de él son estos borrones los ensayos.

Nasutus sis usque licet, sis denique nasus,

quantum noluerit ferre rogatus Atlas,

et possis ipsum tu deridere Latinum,

non potes in nugas dicere plura meas,

ipse ego quam dixi: quid denteni dente juvabit

rodere?, carne opus est, si satur esse velis.

Ne perdas operam: qui se mirantur, in illos

virus habe; nos haec novimus esse nihil.[952]

No estoy obligado a callar las torpezas con tal de que no me engañe al conocerlas: incurrir en ellas a sabiendas es en mí cosa tan ordinaria que apenas si ejecuto otra labor; casi nunca incurro en falta de una manera fortuita. No vale la pena el achacar a lo temerario de mi complexión las acciones inhábiles, puesto que yo no puedo librarme de atribuirles ordinariamente las viciosas.

Un día vi en Barleduc que para honrar la memoria de Renato, rey de Sicilia, presentaban a Francisco II un retrato que el primero había hecho de sí mismo: ¿por qué no ha de ser lícito pintarse a cada cual con la pluma como aquél lo hizo con el lápiz? No quiero, pues, olvidar también una cicatriz harto inadecuada a mostrar en público: la irresolución, que es un defecto perjudicialísimo en la negociación de los asuntos del mundo. En las empresas dudosas no soy capaz de tomar un partido:

Ne si, ne no, nei cor mi suona intero.[953]

Sé sostener una opinión, pero no elegirla. Porque en las cosas humanas, a cualquier bando que uno se incline, presentándose numerosas apariencias que nos confirman en ellas (el filósofo Crisipo decía que no deseaba aprender de Zenón y Cleantes, sus maestros, sino simplemente los dogmas, y que cuanto a las pruebas y razones en sí mismo hallaría bastantes), sea cual fuere el lado hacia que me vuelva, provéome siempre, de causas y verosimilitudes para mantenerme; así que detengo dentro de mí la duda y la libertad de escoger hasta que la ocasión no me obliga; y entonces, a confesarla verdad, lanzo, las más de las veces, la pluma al viento, como comúnmente se dice, y me echo en brazos del acaso; la inclinación y circunstancias más ligeras influyen sobre mí y salen victoriosas:

Dum in dubio est animus, paulo momento huc atque

illuc impellitur.[954]

La incertidumbre de mi juicio se encuentra tan en el fiel de la balanza en la mayor parte de los asuntos que me acaecen, que encomendaría de buena gana su decisión al juego de los dados; y advierto, considerando con ello nuestra humana debilidad, los ejemplos que la historia sagrada misma nos ha dejado de la costumbre de encomendar a la suerte o al azar la determinación en el elegir las cosas dudosas: sors cecidit super Mathiam[955]. La razón del hombre es una peligrosa cuchilla de doble filo; ¡aun en la mano misma de Sócrates su más íntimo y familiar amigo, ved cuántos extremos tiene ese báculo! De suerte que yo no soy apto sino para seguir, y me dejo fácilmente llevar hacia la multitud; no confío suficientemente en mis fuerzas para intentar dirigir ni guiar; me considero como muy a gusto viendo mis pasos trazados por los demás. Si precisa correr la aventura de una elección incierta, prefiero que sea bajo las órdenes de alguien que esté más seguro de sus opiniones y las adopte, más de lo que yo adopto y tengo seguridad en las mías, de las cuales encuentro el plan y fundamento resbaladizos.

Y sin embargo yo no soy ningún veleta, tanto menos cuanto que advierto en las opiniones contrarias una debilidad semejante; ipsa consuetudo assenttiendi periculosa esse videtur, et lubrica[956] principalmente en los negocios políticos hay abierto amplio campo a toda modificación y controversia:

Justa pari premitur veluti quum pondere libra

prona, nec hac pius parte sedet, nec surgit ab illa[957];

Los discursos de Maquiavelo por ejemplo, eran bastante sólidos por el asunto; sin embargo, ha habido facilidad grande para combatirlos, y los que lo han hecho no han dejado facilidad menor para combatir los propios. Sea cual fuere el argumento que se siente, nunca faltarán otros con que hacer objeciones, dúplices, réplicas, tríplices, cuádruples, como tampoco la intrincada contextura de los debates jurídicos que nuestro eterno cuestionar ha dilatado tanto, que va pesando ya poco en favor de los procesos:

Caedimur, el totidem plagis consumimus hostem[958],

puesto que las razones apenas tienen otro fundamento que la experiencia, y la diversidad de los acontecimientos humanos nos presenta ejemplos infinitos en número que revisten toda suerte de formas. Un personaje docto de nuestra época dice que donde nuestros almanaques anuncian el calor cualquiera podría poner el frío: en lugar de tiempo seco, húmedo, y colocar siempre lo contrario de lo que pronostican; de tener que apostar por la llegada de una u otra modificación atmosférica, añadía que no pondría reparo en el partido a que se inclinara, salvo en lo que no puede haber incertidumbre, como en prometer para Navidad calores, o fríos rigurosos hacia San Juan. Lo mismo opino yo de nuestros razonamientos políticos; cualquiera que sea el rango en que se os coloque, estáis en tan buen camino como vuestro compañero, con tal de que no vayáis a chocar contra los principios que a ciegas son evidentes; por lo cual, a mi ver, en los públicos negocios, no hay gobierno por detestable que sea, siempre que haya tenido vida y duración, que no aventaje al cambio y a la variación. Nuestras costumbres están extremadamente corrompidas y se inclinan de una manera admirable hacia el empeoramiento; entre nuestras leyes y costumbres hay muchas bárbaras y monstruosas: sin embargo, a causa de la dificultad que supone el colocarnos en mejor estado y del peligro del derrumbamiento, si yo pudiera plantar una cuña en nuestra rueda y detenerla en el punto en que se encuentra, lo haría de buena gana:

Numquam adeo foedis, adeoque pudentis

utimur exeruplis, ut non pejora supersint.[959]

Lo peor que yo veo en nuestro Estado es la instabilidad, y el que nuestras leyes y nuestros trajes no puedan adoptar ninguna forma definitiva. Muy fácil es acusar de imperfección el régimen de gobierno establecido, pues todas las cosas mortales están llenas de imperfecciones; muy fácil es engendrar en el pueblo el menosprecio de sus antiguas observancias. Jamás ningún hombre emprendió ese designio sin que se saliera con la suya, pero restablecer una situación más ventajosa en el lugar de la que se echó por tierra, ha consumido sin resultado las fuerzas de muchos que lo intentaron. En mi gobierno personal tiene mi prudencia escasa participación; de buen grado me dejo llevar por el orden general de todo el mundo. ¡Dichoso el pueblo que practica lo que le ordenan mejor que los que le reglamentan, sin atormentarse por los móviles a que las leyes obedecen; el que consiente en rodar blandamente conforme al movimiento de los cuerpos celestes jamás la obediencia puede ser pura ni sosegada en el que razona y litiga.

En conclusión, para volver a mí mismo, en lo que yo me considero algún tanto es aquello en que jamás hombre alguno se juzgó deleznable. Mi recomendación es vulgar, común, y está al alcance del pueblo; porque, ¿quién se curó nunca de estar falto de sentido? Sería ésta una proposición que implicaría contradicción con ella misma. Es una enfermedad que no reside nunca donde se ve; es bien tenaz y resistente, a pesar de lo cual el primer vislumbre de la vista del enfermo la disipa, como la mirada del sol una niebla opaca: acusarse sería excusarse en este punto, y condenarse absolverse. No se vio nunca ganapán ni mujerzuela que no creyeran estar dotados de suficiente sentido para su provisión. Reconocemos fácilmente en los demás la superioridad en el valor, en la fuerza corporal, en la experiencia, en la disposición, en la belleza, pero la superioridad del juicio a nadie la concedemos, y las razones que emanan del simple discurso natural del prójimo parécenos que no dependió sino de no mirar hacia ese lado el que nosotros dejáramos de encontrarlas. La ciencia, el estilo y otras prendas semejantes que vemos en las obras ajenas, fácilmente penetramos si sobrepujan aquellas de que nosotros somos capaces; mas en las simples producciones del entendimiento cada cual cree que de él solo depende el poseerlas análogas. Difícilmente se echa de ver el peso y la dificultad si no es a una extrema e incomparable distancia. Quien penetrara bien a las claras la grandeza del juicio de los demás lo alcanzaría y llevaría a él el propio. Así que es el mío un ejercicio del cual debo esperar escasa recomendación y alabanza. Además, ¿para quién se escribe? Los sabios, a quienes toca de cerca la jurisdicción de los libros, no conceden el premio sino a la doctrina, ni a prueban otro ejercicio de nuestros espíritus que el de la erudición y el arte. Si confundisteis los Escipiones el uno con el otro, ¿qué diréis ya que valga la pena? Según ellos, quien desconoce a Aristóteles se ignora al propio tiempo a sí mismo: las almas comunes y vulgares no aciertan a ver la delicadeza ni la profundidad de un discurso elevado o sutil. Esas dos especies son las que llenan el mundo. La tercera, en la cual creéis estar incluido, y a la que pertenecen los espíritus normalizados y fuertes por sí mismos, es tan rara que carece de nombre y categoría entre nosotros. Aspirar y esforzarse en obtener su beneplácito es malbaratar la mitad del tiempo.

Dícese comúnmente que la más justa repartición que la naturaleza haya hecho de sus dones es la del juicio; pues nadie hay que no se conforme con el que le tocó en la distribución. ¿No constituye esta circunstancia una razón fundamental? Quien viera más allá del suyo vería más lejos de lo que su vista alcanza. Yo creo que mis ideas son buenas y sanas, ¿mas quien no juzga lo propio de las suyas? Una de las mejores pruebas que para entenderlo así me asiste es la poca estima que hago de mí mismo, pues, de no haber estado bien aseguradas habríanse fácilmente dejado engañar por la afección que me profeso, singular como quien conduce casi todas las cosas a sí mismo apenas las esparce fuera de él. Cuanto los demás distribuyen a una multitud infinita de amigos y conocidos en pro de su gloria y grandeza, aplícolo yo al reposo de mi espíritu y a mi persona; aquello que toma otra ruta es porque no depende por modo cabal de la jurisdicción de mi raciocinio:

Mihi nempe valere et vivere doctus.[960]

Ahora bien, yo reconozco que mis ideas son atrevidas en extremo y constantes en condenar mi insuficiencia. Asunto es éste en el cual ejerzo mi raciocinio tanto como en cualquiera otro. El mundo mira, siempre frente a frente; ya repliego mi vista hacia dentro, y allí la fijo y la distraigo. Todos miran dentro de sí, yo dentro de mí; con nada tengo que ver: me considero constantemente, me fiscalizo y experimento. Los demás van siempre a otra parte si piensan bien en ello, siempre hacia delante se encaminan:

Nemo in sese tentat descendere[961]:

yo me recojo en el interior de mí mismo. Esta capacidad de conducir la verdad, cualquiera que sea, hacia mí, y esta complexión libre por virtud de la cual dejo de otorgar fácilmente mi fe, la debo principalmente a mis exclusivas fuerzas; pues las ideas generales y firmes que yo tengo son, por decirlo así, las que nacieron conmigo; éstas son naturales y completamente mías. Yo las exterioricé cruda y sencillamente, de una manera arrojada y segura, pero algo desordenada e imperfecta; luego las he fundamentado y fortificado con el auxilio de la autoridad ajena, ayudado por los sanos ejemplos de los antiguos, con los cuales me encontré de acuerdo en el juzgar; ellos me aseguraron la presa, y me otorgaron el goce y la posesión con claridad mayor. El galardón a que todos aspiran por la vivacidad y prontitud de espíritu, yo lo busco en el buen orden, entre una acción brillante y señalada, o alguna particular capacidad, yo prefiero el orden, correspondencia y tranquilidad de opiniones y costumbres: omnino si quidquam est decorum, nihil est profecto magis, quam aequabilitas universae citae, tum singularum actionum; quam conservare non possis, si, aliorum naturam imitans, omitas tuam[962].

He aquí pues señalado el punto hasta donde me reconozco culpable en lo tocante al vicio de presunción. Cuanto al otro de que hablé que consiste en no considerar suficientemente a los demás, no sé si podré excusarme con facilidad igual, pues por cuesta arriba que se me haga delibero consignar siempre la verdad. Acaso el continuo comercio que mantengo con el espíritu de antiguos y la idea de aquellas hermosas almas de los pagados siglos me haga encontrar repugnancia el los demás y en sí mismo; o también puede ser la causa lo que en realidad acontece: que vivimos en un tiempo que no produce sino cosas bien mediocres, de tal suerte que yo no conozco nada que sea digno de grande admiración. Tampoco tengo tan estrecha relación como precisa para juzgar de los claros varones que existen, y aquellos a quienes mi condición me une más ordinariamente son por lo común gentes que cuidan poco de la cultura del alma, de las cuales no se reclama otra beatitud que la hidalguía, ni otra perfección distinta del valor.

Lo que de hermoso veo en los demás lo alabo y justiprecio bien de mi grado; a veces hasta realzo lo que sobre ello pienso, y me permito mentir hasta este punto pues soy incapaz de inventar nada ficticio. Elogio a mis amigos en lo que de alabanza son dignos y un palmo de valer lo convierto de buena gana en palmo y medio; pero prestarles méritos de que carecen, no Puedo, ni tampoco defenderlos abiertamente de las imperfecciones que los acompañan. Hasta a mis enemigos concedo equitativamente aquello a que su honor es acreedor: mi afección se modifica, mi criterio no, y nunca confundo mi querella con otras circunstancias que le son ajenas. Tan celoso soy de la libertad de mi juicio que difícilmente la puedo echar a mi lado, sea cual fuere la pasión que me domine. Mayor es la injuria que al mentir me infiero que la que podría inferir a la persona de quien mintiera. Los persas tenían la costumbre laudable y generosa de hablar de sus enemigos, a quienes hacían la guerra sin cuartel, de una manera digna y equitativa, adecuada al mérito de su virtud.

Conozco bastantes hombres a quienes adornan algunas prendas dignas de alabanza: quién tiene un espíritu lúcido, quién un corazón generoso, quién está dotado de habilidad, otro de conciencia sana, en otro es el lenguaje lo más estimable, en algunos el dominio de una ciencia y en otros el de otra; mas hombre grande en todo, que posea juntas tan hermosas prendas, o una en tal grado de excelencia que merezca admirársele o comparársele con los que del tiempo pasado honramos la fortuna no me ha hecho ver ninguno. El más grande que haya conocido a lo vivo, hablo de las prendas naturales que lo adornaban, el mejor nacido fue Esteban de la Boëtie. Era éste, a no dudarlo, un alma cabal, que mostraba un semblante hermoso invariablemente, un alma a la vieja usanza que hubiera realizado grandes empresas si el destino lo hubiese consentido permitiéndole adicionar a su rico natural con el aditamento de la ciencia y el estudio.

Yo no sé cómo acontece, pero acontece sin duda, que en los que se consagran a las letras y a los cargos que de los libros dependen, se encuentra tanta vanidad y debilidad de entendimiento como en cualquiera otra suerte de gentes; quizás sea la causa porque se exige y espera más de ellos y porque no se les excusan los defectos comunes a todo el mundo, o acaso porque la conciencia del propio saber les comunica arrojo mayor para producirse y descubrirse demasiado hacia adelante, por donde, denunciándose, se pierden. Del propio modo que un artífice pone en evidencia mayor su torpeza cuando tiene entre manos una materia rica si la acomoda y maneja neciamente, contra las reglas de su arte, que al trabajar en un objeto ínfimo; y por lo mismo que se afean más los defectos de una estatua de oro que los de otra de yeso, así sucede a los escritores cuando tratan de cosas que por sí mismas y en su lugar serían buenas; mas sirviéndose de ellas sin discreción, honran la memoria a expensas del entendimiento y enaltecen a Cicerón, a Galeno, a Ulpiano y a san Jerónimo, para ponerse ellos en ridículo.

Vuelvo de nuevo y de buen grado a hablar de la inutilidad de nuestra educación; tiene ésta por fin el hacernos no cuerdos y buenos, sino enseñarnos cosas inútiles, y lo consigue. No nos enseña a seguir ni a abrazar la virtud y la prudencia, sino que imprime en nosotros la derivación y etimología de esas ideas. Sabemos declinar la palabra virtud si no acertamos a amarla. Si no conocemos lo que es prudencia por efecto y experiencia, tenemos de ello noticia por terminología y de una manera mnemotécnica. No nos conformamos con saber de nuestros vecinos la raza a que pertenecen, sus parentescos y alianzas, queremos tenerlos por amigos y formar con ellos unión e inteligencia. Sin embargo, la educación nos enseñó las definiciones, divisiones y particiones de la virtud como los sobrenombres y ramas de una genealogía, sin cuidar para nada de fijar entre ella y nosotros ninguna familiaridad ni parentesco. La enseñanza eligió para nuestro aprendizaje no los libros cuyas ideas son más sanas y verdaderas, sino los que hablan mejor griego y latín, y entre las mejores sentencias nos ingirió en el espíritu los más vanos humores de la antigüedad.

Una educación recta modifica el criterio y las costumbres, como aconteció a Polemón, aquel joven griego licencioso que habiendo un día por acaso ido a oír una lección de Jenócrates, no se fijó en la elocuencia y capacidad del filósofo, y no se llevó consigo el conocimiento de una hermosa disertación, sino un provecho más evidente y más sólido, que fue el repentino cambio y enmienda de su primera vida. ¿Quién sintió nunca tal efecto en nuestra disciplina?

Faciasne, quod olim

mutatus Polemon?, ponas insignia morbi,

fasciolas, cubital, focalia; potus ut ille

dicitur ex collo furtim carpisse coronas,

postquam est impransi correptus voce magistri?[963]

Las gentes menos dignas de menosprecio entiendo que son aquellas que por sencillez ocupan el último rango y nos muestran un comercio más moderado. Las costumbres y conversaciones de los labriegos encuéntrolas comúnmente más ordenadas, conforme a las prescripciones de la verdadera filosofía, que no las de los filósofos: plus sapit vulgus, quia tantum, quantum opus est, sapit[964].

Los hombres más notables que yo haya juzgado por las apariencias exteriores (para juzgarlos por las internas y a mi modo sería preciso mirar más de cerca) fueron, en lo tocante a la guerra y capacidad militar, el duque de Guisa, que murió en Orleans, y el difunto mariscal Strozzi. Entre las personas superiores y de ejemplar virtud, Olivier y L'Hospital, cancilleres de Francia. Paréceme también que la poesía ha gozado buen renombre en nuestro siglo; hemos tenido numerosos y buenos artífices en ese arte, entre otros Aurat, Bèze, Buchanan, L'Hospital, Mont-Doré y Turnébe. Creo que la poesía francesa ha subido al grado más preeminente a que jamás llegará; y en los géneros en que Ronsard y Du Bellay sobresalen, entiendo que apenas se apartan de la perfección antigua. Adriano Turnébe sabía más y sabía mejor lo que sabía que ningún hombre de su siglo ni de los tres o cuatro anteriores a éste. Las vidas del duque de Alba, que murió poco ha, y del condestable de Montmorency, llenas de nobleza estuvieron y guardan varias singulares semejanzas en sus respectivas fortunas, mas la hermosura y la gloria de la muerte del segundo a la vista de París y de su rey, para servicio de éste y de la patria, contra sus conciudadanos a la cabeza de un ejército victorioso por su propio esfuerzo, en su vejez extrema, paréceme digna de ser colocada entre los acontecimientos notables de mi tiempo, como asimismo la bondad constante, dulzura de costumbres y benignidad de conciencia del señor de la Noue en medio de una injusticia de partidos armados, escuela verdadera de traición, inhumanidad y bandidaje, donde siempre se mostró gran hombre de guerra, de experiencia consumada.

He experimentado placer sumo haciendo públicas en circunstancias diversas las esperanzas que me inspira María de Gournay le Jars, mi hija adoptiva, a quien profeso afección más que paternal, envuelta en mi soledad y retiro como una de las mejores prendas de mi propio ser. Nadie más que ella existe para mí en el mundo. Si la adolescencia puede presagiar los destinos del porvenir, esta alma será algún día capaz de las cosas más hermosas, y entre otras de la perfección de esta santísima amistad en la cual su sexo no tiene participación alguna. La sinceridad y solidez de sus costumbres alcanzan ya a la perfección. Su afección hacia mí en nada puede aumentarse; es cabal entera y nada que desear deja, si no es que el temor que mi fin la inspira por la avanzada edad de cincuenta y cinco años en que me ha conocido la trabajara menos cruelmente. El juicio que formó de los primeros Ensayos, siendo mujer y viviendo en este siglo; tan joven y por propia iniciativa; la vehemencia famosa con que me profesó afección y el largo tiempo que deseó mi trato por virtud de la sola estima que hacia mí la inclinara, son otras tantas particularidades muy dignas de tenerse en cuenta.

Las demás virtudes son harto poco frecuentes en los tiempos en que vivimos, pero el valor se hizo común a causa de nuestras guerras civiles. En este particular hay entre nosotros almas fuertes, rayanas en la perfección, y en número tan grande que el escogerlas sería imposible.

He aquí cuanto hasta el presente he conocido, por lo que toca a grandeza extraordinaria y no común.

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