Capítulo XXI

Contra la holganza

Encontrándose agobiado el emperador Vespasiano por la enfermedad de que murió, no dejaba por ello de hacerse cargo del estado de su imperio, y en su mismo lecho despachaba constantemente muchos negocios de consecuencia. Como su médico le reprendiera por seguir una conducta que tanto perjudicaba su salud: «Es preciso, contestó el paciente, que un emperador muera de pie.» Palabras hermosas a mi entender, y dignas de un gran príncipe. Adriano tuvo también ocasión de emplearlas más tarde y deberían recordarse a los reyes para hacerles sentir que la grave carga que se les encomienda con el mando de tantos hombres no es una carga ociosa, y que nada hay que pueda tan justamente repugnar a súbdito al echarse en brazos del azar para el servicio de su príncipe, como verle apoltronado en vanos y fútiles quehaceres y cuidando de su conservación cuando tan indiferente lo es la nuestra.

Si alguien pretende sostener la ventaja do que el soberano dirija sus expediciones militares por mediación ajena y no por sí mismo, la casualidad le procurará ejemplos sobrados de aquellos a quienes sus lugartenientes colocaron a la cabeza de empresas grandes, y aun de otros todavía cuya presencia hubiera sido más perjudicial que benéfica; mas ningún príncipe esforzado y valeroso puede sufrir ni siquiera que se le comuniquen instrucciones tan vergonzosas. So pretexto de conservar su cabeza, como la imagen de un santo, para la buena fortuna de su Estado, degrádanle de su oficio cuya misión es absolutamente militar, declarándolo incapaz de ella. Conozco yo uno que preferiría mejor ser derrotado que dormir mientras por él se baten, y que jamás vio sin honroso celo hacer algo grande a sus mismas gentes en su ausencia. Selim I decía, a mi entender con razón sobrada, «que las victorias ganadas sin el amo no son victorias completas». Con mayor razón hubiera dicho que este amo debiera enrojecer de vergüenza de considerar como algo de su gloria aquello en que no tomó parte sino con su voz e inteligencia, y ni esto siquiera, puesto que en empresas semejantes las órdenes y pareceres que el éxito corona son los que se emiten en el campo de batalla, en el lugar que sirve de teatro a los acontecimientos. Ningún piloto cumple su misión a pie enjuto. Los príncipes de la dinastía otomana, la primera del mundo en fortuna guerrera, abrazaron con calor esa opinión, y Bayaceto II y su hijo que de ella se apartaron para emplearse en el ejercicio de las ciencias y otras ocupaciones caseras dieron así grandes sopapos a su imperio. Amurat III, que al presente reina, a ejemplo de los otros, comienza también a experimentar los efectos de su conducta. Eduardo III, rey de Inglaterra, profirió esta frase a propósito de nuestro Carlos V: «Jamás hubo rey que menos se armara ni tampoco que tanto me diera que hacer.» Razón tenía de juzgarlo singular, cual si el hecho emanara más de la buena estrella que de la razón. Para poner otro ejemplo de la misma índole añadiré que a los que incluyen entre los belicosos y magnánimos conquistadores los reyes de Castilla y Portugal porque a mil y doscientas leguas de sus ociosas residencias, con el concurso exclusivo de sus vasallos se hicieron dueños de las Indias orientales y occidentales, podría reponérseles si dichos monarcas tendrían siquiera el heroísmo de dirigirse allá, a países tan remotos.

Más lejos iba aún el emperador Juliano, el cual decía «que un filósofo y un galán no deben ni siquiera respirar»; con lo cual significaba que no debían conceder a las necesidades corporales sino exclusivamente lo que no puede rechazárselas, y que habían menester de tener el alma y la materia ocúpalos en cosas virtuosas y grandes. Avergonzábase cuando en público le veían escupir o sudar (lo mismo refieren de la juventud lacedemonia, y Jenofonte de la persa), porque consideraba que el ejercicio, el trabajo continuo y la sobriedad debían evaporar y secar todos los humores superfluos. Lo que Séneca dice de la educación en la antigua Roma no sentará mal aquí: «Nada enseñaban a los muchachos, dice, que tuvieran necesidad de aprenderlo sentados.»

Constituye una envidia generosa el pretender que hasta la muerte sea viril y provechosa al bien de la patria. Pero el lograrlo así no depende tanto de nuestra buena resolución como de nuestra buena fortuna. Mil guerreros hubo que se propusieron vencer o morir combatiendo, que no alcanzaron ni lo uno ni lo otro. Las heridas y los calabozos se opusieron a su designio imponiéndoles existencia que no quisieran vivir: hay enfermedades que destruyen hasta nuestros deseos y facultades mentales. No secundó la fortuna la vanidad de las legiones romanas que por virtud de juramento se comprometían a morir o a alcanzar la victoria: Victor, Marce Fabi, revertar ex acie: si fallo, Jovem patrem, Gradivumque Martem, aliosque iratos invoco deos.[978] Dicen los portugueses que en cierto lugar de los que en las Indias conquistaron vieron guerrilleros que con horribles execraciones se condenaban a no admitir ningún género de tregua, queriendo sólo salir vencedores o muertos, y que como muestra de su voluntad llevaban rapadas cabeza y barba. Inútil es que nos obstinemos en el azar: parece que las heridas huyen de los que ante el peligro se presentan resueltos y contentos, y no atrapan sino a los temerosos. Hubo quien no perdiendo su villa por las fuerzas adversarias, después de haber intentado tolos los medios imaginables, se vio obligado, para cumplir su resolución de ganar honor o perder la vida, a darse a sí mismo la muerte en el calor de la refriega. Entre otros ejemplos podría citarse el de Filisto, que mandaba la flota de Dionisio el joven contra los siracusanos. Habiendo presentado batalla al enemigo, que fue muy reñida por ser iguales las fuerzas de uno y otro bando, tuvo en los comienzos la mejor parte gracias a su proeza; colocándose luego los siracusanos en torno de su galera para cercarla, Filisto llevó a cabo sobrehumanos esfuerzos para desenvolverse, y no esperando solución mejor, con su propia mano se quitó la vida, que tan liberal e inútilmente abandonara a las armas enemigas.

Muley Moluc, rey de Fez, que acaba de ganar contra Sebastián, rey de Portugal, la jornada famosa que acabó con la muerte de tres reyes y con la incorporación de aquella gran comarca a la corona de Castilla, cayó gravemente enfermo desde el momento en que los portugueses invadieron su Estado a mano armada, y fue sucesivamente empeorando hasta su muerte, que preveía. Nunca guerrero alguno se sirvió de sus propias fuerzas con mayor valentía ni bravura. Reconociéndose débil para desplegar la ceremoniosa pompa de la entrada en su campamento, el cual según las costumbres de su Estado estaba lleno de magnificencia y en él se hacían numerosas maniobras, declinó este honor en su hermano, mas fue el solo deber que resignara de los que al capitán incumben; todos los otros cumpliolos con laboriosidad y escrúpulo, manteniendo su cuerpo tendido, pero su espíritu y su vigor derechos y resistentes hasta exhalar el último suspiro, y aun después en algún modo. Podía minar a sus enemigos, que indiscretamente habían penetrado y avanzado en sus dominios, y lamentó en extremo que la falta de un poco de villa, pues no tenía a quien encomendar la dirección de la guerra ni el gobierno de un Estado en desorden, le obligara a buscar la victoria sangrienta y arriesgada, teniendo en sus manos una segura y cabal. Sin embargo le fue dable prolongar y aprovechar milagrosamente la duración de su enfermedad para aniquilar a su enemigo y llevarlo lejos de la flota y de las plazas de la costa de África, no cesando en esta empresa hasta el último día de su vida, el cual empleó y reservo para la gran jornada. Organizó la batalla en forma circular, sitiando por todas partes las huestes portuguesas; luego que el círculo se cerró, imposibilitolas, no solamente de manejarse en la lid (que fue muy reñida por el valor que desplegó el joven monarca sitiador), puesto que tenían que acudir a todas partes para hacer cara al enemigo, sino que las imposibilitó también de huir después de vencidas, porque hallaron todas las salidas cerradas y tomadas, viéndose obligados los soldados a lanzarse unos sobre otros, coacervanturque non solum caede, sed etiam fuga[979], y a amontonarse unos sobre otros, procurando así los vencedores una victoria cabal y horrenda. Ya moribundo, hízose transportar de una parte a otra, donde la necesidad le llamaba; y corriendo a lo largo de las filas, exhortaba a capitanes y soldados, distintamente; mas como viera que sus tropas en un punto reducido se dejaran acogotar, no pudieron detenerle; montó a caballo, con la espada en la mano, y esforzose por tomar parte en la refriega sin que sus gentes pudieran sujetarle, deteniéndole, quién por la brida del corcel, quién por el traje y los estribos. Este supremo esfuerzo acabó con la poca vida que la quedaba, y le acostaron de nuevo. Luego, como resucitando sobresaltado de este pasmo, hallándose imposibilitado para advertir que callaran su muerte (era la orden más imperiosa que le quedaba por dar), a fin de que la nueva no engendrara el desconcierto entre sus gentes, expiró teniendo el dedo índice apretado contra sus labios juntos, sino ordinario de guardar silencio. ¿Quién vivió jamás tan dilatado tiempo y tan sumergido en la muerte? ¿Quién murió jamás con mayor firmeza?

El grado supremo en el soportar vigorosamente la muerte y a la vez el más natural, es contemplarla no sólo sin extrañeza, sino también sin preocuparse para nada de ella, continuando el género de vida anterior hasta en el mismo sucumbir: como hizo Catón, que se ocupaba en estudiar y en dormir habiendo de soportar un fin violento y rudo cuya imagen tenía grabada en su mente y en su pecho, al alcance de su mano.

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