Capítulo XXIV

De la grandeza romana

Sólo una palabra quiero apuntar aquí de pasada sobre este infinito tema para hacer patente la simplicidad de los que la ponen a la par del esplendor raquítico de estos tiempos. En el libro séptimo de las epístolas familiares de Cicerón (y que los gramáticos supriman este sobrenombre si les place, pues en verdad no les es muy adecuado; los que lo sustituyeron con ad familiares pueden encontrar algún fundamento en lo que Suetonio escribe en la vida de César, esto es, que había un volumen de cartas de aquél dirigidas a sus familiares), hay, una para César, quien a la sazón se encontraba en la Galia, en la cual el célebre orador copia las palabras siguientes, consignadas al final de otra que el primero le había enviado: «Por lo que toca a Marco Furio, a quien me recomendaste, le haré rey de la Galia; si quieres que prospere algún otro de tus amigos, envíamele.» No es cosa nueva el que un simple ciudadano romano, como era entonces, dispusiera de reinos, pues arrebató el suyo al rey Dejotaro para dárselo a un gentilhombre de la ciudad de Pérgamo, llamado Mitridates, y los que escriben su vida señalan varios reinos por él vendidos. Suetonio cuenta que de una sola vez extrajo tres millones y seiscientos mil escudos a Tolomeo, al cual faltó poco para venderle su reino:

Tot Galatae, tot l'ontus eat, tot Lydia nummis.[988]

Decía Marco Antonio que la grandeza del pueblo romano se mostraba tanto en lo que se apropiaba como en lo que daba. Cosa de un siglo antes de este emperador, Roma se hizo dueña, entre otros, de un reino por virtud de autoridad tan soberana, que toda su historia no encuentra marca que ponga más alto el nombre de su crédito. Antíoco era dueño de todo Egipto y se hallaba preparado a la conquista de Chipre y demás provincias de aquel imperio. Encontrándose así en el apogeo de sus expediciones recibió la visita de Cayo Popilio, que representaba al senado; éste se opuso a presentarle su mano hasta que leyera las instrucciones que llevaba. Tan luego como el rey las hubo leído respondió al comisionado que le diera tiempo para deliberar, a lo cual Popilio, trazando un círculo alrededor del rey con la varilla que tenía en la mano, dijo: «Contéstame, de suerte que me sea dable comunicar tus palabras al cuerpo que represento antes de que tus pies salgan de este círculo.» Sorprendido Antíoco de lo enérgico y apremiante de la orden, y después de haber reflexionado brevemente: «Haré, respondió, lo que me ordena el senado.» Sólo entonces lo saludó Popilio como a amigo del pueblo romano. ¡Renunciará a una tan extensa monarquía así como al curso de tan afortunada prosperidad merced a tres o cuatro plumazos, es en verdad caso peregrino! Tuvo Antíoco luego razón sobrada para enviar a decir al senado romano por mediación de sus embajadores que había recibido las Órdenes que aquél le comunicara con igual reverencia que si de los dioses inmortales emanaran.

Los reinos todos que a Augusto procuraron sus conquistas devolviolos a quienes los perdieron, o con ellos hizo presentes a personas extrañas. Hablando Tácito de Cogiduno, rey de Inglaterra, con motivo del proceder de Augusto, nos hace ver, valiéndose de un rasgo extraordinario, el infinito poderío de Roma. Acostumbraban los romanos, dice, desde remotísimos tiempos, a dejar a los reyes que vencieran en la posesión de sus reinos bajo su autoridad, «con el fin de hacer hasta de los monarcas mismos instrumentos de servidumbre». Ut haberent instrumenta servitutis reyes. Verosímil es que Solimán, a quien hemos visto hacer presento del reino de Hungría y, otros Estados, atendiera más a esta consideración que no a la que tenía por costumbre alegar; o sea, «que estaba ya tan cargado y saciado de tantas monarquías y, dominaciones, las cuales su valer personal o el de sus antepasados lo habían hecho adquirir».

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