Capítulo XXIII

De los malos medios encaminados a buen fin

En este universal concierto de las obras de la naturaleza existe una relación y correspondencia maravillosas, evidente muestra de que aquél no es fortuito ni está tampoco gobernado por diversos maestros. Las enfermedades y condiciones de nuestro cuerpo vense también en las naciones y en sus leyes: los reinos y las repúblicas nacen, florecen y fenecen de vejez como nosotros. Estamos sujetos los hombres a una plétora de humores inútil y dañosa, ya sean buenos (aun éstos son temidos por los médicos), porque nada hay en nuestro organismo que sea permanente: y dicen que el perfecto estado de salud, demasiado rozagante y vigoroso, nos es preciso disminuirlo y rebajarlo por arte, porque no pudiendo nuestra naturaleza detenerse en ninguna posición, no teniendo donde subir para mejorarse, temen que no vuelva hacia atrás de pronto y tumultuariamente. Por eso a los atletas y a los gladiadores se les ordenaban las purgas y sangrías con el fin de aligerarlos de la superabundancia de salud. Existe también la plétora de malos humores, que es la causa ordinaria de las enfermedades. Lo propio acontece en los Estados, y para curarlos échase mano de diversas suertes de purgas: Ya se procura salida a una gran multitud de familias para descargar el país, las cuales van a buscar en otras partes acomodo a expensas ajenas; así nuestros antiguos francones que salieron de lo más interno de Alemania vinieron a apoderarse de la Galia, de donde desalojaron a los primitivos habitantes: así se forjó aquella infinita marca humana que invadió Italia bajo el mando de Breno y otros guerreros; así los godos y los vándalos, y los pueblos que, poseedores de la Grecia actual, abandonaron el país de su naturaleza para establecerse en otros más a sus anchas. Apenas si existen dos o tres rincones del mundo que no hayan experimentado los efectos de estas conmociones. Por este medio fundaban los romanos sus colonias, pues advirtiendo que su ciudad engrosaba más de lo conveniente, descargábanla del pueblo menos necesario, y le enviaban a habitar y cultivar las tierras que habían conquistado. A veces de intento sostuvieron guerras con algunos de sus enemigos, no sólo para mantener a la juventud vigorosa, temiendo que la ociosidad, madre de toda corrupción, la acarreara algún perjuicio más dañoso,

Et patimur longae, pacis mala; saevior armis,

luxuria incumbit[981];

sino también para que la lucha sirviera de sangría a su república y refrescara un poco el ardor demasiado vehemente de la gente moza, acortando así y aclarando el ramaje de este árbol frondoso y robusto. Con semejante fin hicieron la guerra de Cartago.

Eduardo III, rey de Inglaterra, no quiso comprender en el tratado de Bretigny, por virtud del cual ajustó paces con nuestro rey, la cuestión relativa al ducado de Bretaña, con el fin de poder descargarse de sus guerreros, y para que la multitud de ingleses de que se había servido en los negocios de Francia no se lanzara en Inglaterra. Análoga fue la causa de que nuestro rey Felipe consintiera en enviar a Juan, su hijo, a la guerra de ultramar, a fin de que llevara consigo un número considerable de jóvenes vigorosos que había entre sus tropas de a caballo.

Muchos hay en el día entre nosotros que discurren de manera semejante, deseando que este perpetuo combatir que nos circunda pudiera desviarse a alguna guerra vecina, y temiendo que estos viciosos humores que a la hora presente imperan en nuestro cuerpo social mantengan nuestra fiebre siempre fuerte, y acarreen al cabo nuestra entera ruina si no se les da otra dirección. Y en verdad que una guerra extranjera es un mal menos nocivo que la civil, mas no creo que Dios favoreciera la injusta empresa de ocasionar perjuicios a los demás en ventaja propia.

Nil mihi tam valde placeat, Rhamnusia virgo,

quod temere invitis suscipietur heris.[982]

Sin embargo, la debilidad de nuestra condición nos empuja a veces a este extremo de echar mano de medios viciosos para conseguir fines justos. Licurgo, el legislador más cumplido y virtuoso que jamás haya existido, se sirvió de este proceder injustísimo para instruir a su pueblo en la templanza al hacer que los siervos ilotas se embriagaran, a fin de que al verlo así perdidos y ahogados en el vino los espartanos tomaran horror al desbordamiento de tal vicio. Conducta peor todavía era la de aquellos que en lo antiguo consentían que los criminales, cualquiera que fuese el género de muerte a que se los condenara, fueran desgarrados vivos por los médicos para ver al natural las artes internas del cuerpo humano y alcanzar mayor ciencia en su arte, pues si en ocasiones el desbordamiento de la ley natural se impone, más excusable es infringirlo para alcanzar la salud del alma que la del cuerpo, como los romanos acostumbraban al pueblo al valor y a menospreciar los peligros y la muerte por medio de los furiosos espectáculos de gladiadores y esgrimidores hasta el acabar, los cuales luchaban, se despedazaban y se mataban en presencia de la multitud:

Quid vesani aliud sibi vult, ars impia ludi,

quid mortes juvenum, quid sanguine pasta voluptas?[983]

costumbre que duró hasta la época del emperador Teodosio:

Arripe dilatam tua, dux, in tempora famam,

quodque patris superest, successor laudis habeto...

Nullus in urbe cadat, cuius sit poena voluptas...

Jam solis contenta feris, infamis arena

nulla cruentatis homicidia ludat in armis.[984]

Era en verdad un maravilloso ejemplo y de frutos fecundísimos para la educación del pueblo el contemplar todos los días cien, doscientas y hasta mil parejas de hombres armados los unos contra los otros, cortándose en pedazos con firmeza tan suprema de ánimo que jamás se les oyó proferir una palabra que revelara flojedad o que pidiera consideración; ni se les veía volver la espalda, ni hacer siquiera un movimiento hacia atrás para esquivar el golpe del adversario, sino siempre tender el cuello al arma enemiga y presentarlo ante la recia sacudida. Aconteció a muchos, hallándose ya medio muertos, y acribillados de heridas, tener anhelo por saber si el pueblo estaba contento de su faena antes de tenderse en la tierra para exhalar el último suspiro. No bastaba sólo que con vigor combatiesen y muriesen, siempre, era además preciso que ambas cosas las hicieran con regocijo, de suerte que se les aullaba y maldecía al verlos cariacontecidos recibir la muerte; las mismas jóvenes infundíanles ardor y ánimo:

Consurgit ad ictus:

Et, quoties victor ferrum ingulo inserit, illa

delicias ait esse suas, pectusque, jacentis

virgo modesta jubet converso pollice rumpi.[985]

En los primeros tiempos sacrificábase en las luchas a los criminales, pero luego se echó mano de inocentes siervos y hasta de hombres libres que se vendían para este fin, y aun de senadores, caballeros romanos y hasta mujeres:

Nuc caput in mortem vendunt, et funus arenae,

atque hostem sibi quisque parat, quum bella quiescunt[986];

Hos inter fremitus novosque fusus...

Stat sexus rudis insciusque ferri,

et pugnas capit improbus viriles[987]:

lo cual encontraría peregrino e increíble si a diario no estuviéramos acostumbrados a ver en nuestras guerras muchos millares de gente extraña que por dinero compromete sangre y vida en querellas en que no tiene interés alguno.

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