Capítulo XXIX

De la virtud

Por experiencia reconozco que entre los arranques e ímpetus del alma y el hábito permanente y constante media un abismo; y creo que nada hay de que no seamos capaces, hasta de sobrepujar a la Divinidad, dice alguien, por cuanto es más meritorio llegar por sí mismo a la impasibilidad, que ser impasible por original esencia. Puede alcanzar la debilidad humana la resolución y la seguridad de un Dios, pero sólo merced a sacudidas violentas. En las preclaras vidas de algunos antiguos héroes se ven a veces rasgos milagrosos, que parecen superar de muy lejos nuestras fuerzas naturales, pero a decir verdad no son más que rasgos, y es duro creer que con estados tan supremos y esclarecidos puédase abrevar el alma de tal suerte que lleguen a serla ordinarios y como naturales. A nosotros mismos, que no somos sino abortos de hombre, acontécenos sentir la nuestra abalanzarse, cuando ejemplos ajenos la despiertan, bien lejos de su situación normal; pero es ésta, una especie de pasión que la empuja y agita, y que la arrebata en algún modo fuera de sí misma, pues pasado el torbellino vemos que sin saber cómo se desarma y detiene por sí misma, si no hasta el último límite, al menos hasta abandonar el estado en que se encontraba, de suerte que entonces, en todo momento, por un pájaro que se nos escapa o por un vaso que se nos quiebra, nos afligimos sobre poco más o menos como el más vulgar de los hombres. Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que todas las cosas sean hacederas por un individuo imperfecto y en general falto de vigor. Por eso dicen los filósofos que para juzgar con acierto a un hombre precisa sobre todo fiscalizar sus acciones ordinarias y sorprenderle en su traje de todos los días.

Pirro, aquel que edificó con la ignorancia una tan divertida filosofía, intentó, como todos los demás hombres verdaderamente filósofos, que su vida concordara con su doctrina. Y porque sostenía que la debilidad del juicio humano era extremada hasta el punto de no poder tomar partido ni a ningún lado inclinarse, queriendo sorprenderlo perpetuamente indeciso, considerando y mirando como indiferentes todas las cosas, cuéntase que se mantenía siempre de manera y semblante idénticos: cuando había comenzado una conversación, nunca dejaba de terminarla, bien que la persona a quien hablara hubiera desaparecido; cuando andaba, jamás interrumpía su camino, por recios obstáculos que le salieran al paso, teniendo necesidad de ser advertido por sus amigos de los precipicios, del choque de las carretas y de otros accidentes: el evitar o temer alguna cosa, hubiera ido en contra de sus proposiciones, que aun a los sentidos mismos rechazaban toda elección y certidumbre. Soportaba a veces el cauterio y la incisión con una firmeza tal que ni siquiera pestañear se le veía. Conducir el alma a fantasías semejantes es, sin duda, peregrino, pero lo es más el juntar a ellas los efectos, lo cual no es imposible, sin embargo; mas el unirlos con perseverancia y constancia tales, hasta el extremo de fundamentar en ellos la vida diaria, es casi increíble que sea dable. Por lo cual, como el filósofo fuera alguna vez sorprendido en su casa cuestionando muy acaloradamente con su hermana y ésta le reprendiera de no seguir en este punto su regla de indiferencia: «¡Cómo! reponía, ¿será también preciso que esta mujercilla sirva de testimonio a mi doctrina?» En otra ocasión en que se le vio defenderse contra las acometidas de un can «Dificilísimo es, dijo, despojar por completo al hombre; hay que esforzarse o imponerse el deber de combatir las cosas primeramente por los efectos, o, cuando menos, por la razón y el discurso.»

Hace unos siete u ocho años que a dos leguas de aquí un aldeano, vivo hoy todavía, como se encontrara de antiguo trastornado por los celos de su mujer, volviendo un día del trabajo recibiole ella con sus chillidos habituales; esta vez el hombre se enfureció de tal modo que, al instante, con la hoz que tenía segose de raíz las partes que a los celos contribuían por tan calenturiento modo, y se las arrojó a las narices. Cuéntase que un joven gentilhombre de los nuestros, enamorado y gallardo, habiendo por su perseverancia ablandado al fin el corazón de una hermosa amada, desesperado porque en el momento de la carga se encontrara flojo y falto de empuje,

Non viriliter

iners senile penis extuterat caput[1006],

cuando volvió a su casa se privó de repente de sus órganos, enviándoselos, cual víctima sanguinaria y cruel, para purgar su ofensa. Si a esta acción le hubiera encaminado un religioso razonamiento, como a los sacerdotes de Cibeles, ¿qué no diríamos de una empresa tan relevante?

Pocos días ha que en Bergerac, a cinco leguas de mi casa, siguiendo contra la corriente del río Dordoña, una mujer que había sido atormentada y apaleada por su marido la noche anterior, contrariado y malhumorado por su complexión, determinó libertarse de tal rudeza a expensas de la propia vida. Habiéndose, como de costumbre, reunido con sus vecinas al levantarse por la mañana al día siguiente, dejando escapar ante ellas algunas palabras de recomendación para sus cosas, cogió de la mano a una hermana que tenía, fueron así hasta el puente, y luego que con el mayor sosiego se hubo despedido de ella, sin mostrar cambio ni sobresalto, precipitose al agua, donde se perdió. Lo más notable de este sucedido es que la determinación maduró toda una noche en su cabeza.

Más valeroso es el proceder de las mujeres indias, pues siendo habitual a sus maridos el tener varias, y a la más cara de entre ellas el matarse cuando él muere, todas, por designio de la vida entera, enderezan sus miras a lograr esa ventaja sobre sus compañeras; y los buenos servicios que a sus maridos procuran no tienen distinta mira ni buscan otra recompensa que la de ser preferidas en la compañía de su muerte:

...Ubi mortifero jacta est fax ultimo lecto,

uxorum fusis stat pia turba comis:

et certamen habent lethi, quae viva sequntur

conjugium: pudor est non licuisse mori.

Ardent vitrices, et flammae pectora praebent,

imponuntque suis ora perusta viris.[1007]

Aun en el día, escribe un hombre haber visto en esas naciones orientales semejante costumbre gozar crédito; y añade que no solamente las mujeres se entierran con sus maridos, sino también las esclavas de que gozara en vida, lo cual se practica en la siguiente forma: muerto el esposo, puede la viuda, si lo desea (pero son contadas las que transigen con ello), solicitar dos o tres meses para poner en buen orden sus negocios. Llegado el día de la muerte, la viuda monta a caballo adornada como si a casarse fuera, y con alegre continente se dispone (así lo dice) a dormir con su esposo, teniendo en la mano derecha un espejo y una flecha en la izquierda; habiéndose así triunfalmente aseado, acompañada por sus amigos y parientes y también por el pueblo en son de fiesta, se la traslada luego al sitio público destinado al espectáculo, que es una plaza grande, en medio de la cual hay un foso lleno de leña; junto a ella se ve una altitud, donde se sube por cuatro o cinco escalones, al cual se la conduce, sirviéndola allí una comida espléndida; luego se pone a bailar y a cantar, y cuando bien lo juzga, ordena que enciendan la hoguera. Tan pronto como esta arde, baja del sitial y cogiendo de la mano al más próximo de entre los parientes de su marido, van juntos al vecino río, donde la víctima se despoja completamente de sus vestiduras, distribuye entre sus amigos sus joyas y sus ropas, y se sumerja en el agua como para lavar sus pecados; en el momento en que sale a tierra, se envuelve en un lienzo amarillo de catorce brazas de largo, da de nuevo la mano al pariente de su marido y se encaminan juntos al montículo, desde el cual habla al pueblo, recomendando el cuidado de sus hijos si los tiene. En el foso y en el montículo colocan a veces una cortina para ocultar la vista de la ardiente hornaza, lo cual algunas prohíben para dar prueba de mayor vigor. Luego que acaba de hablar, una mujer la presenta un vaso lleno de aceite para untarse la cabeza y todo el cuerpo, luego le arroja al fuego cuando la operación acaba, y al instante se lanza ella misma. El pueblo al punto deja caer sobre la víctima gran cantidad de leños para que la muerte sea más pronta y el sufrimiento menor, y toda la alegría se trueca en tristeza dolorida. Cuando se trata de personas de categoría mediana, el cadáver, se conduce al lugar donde ha de recibir sepultura, y allí se sienta; la viuda, arrodillada junto a él, lo abraza estrechamente, permaneciendo así mientras alrededor de ambos levantan un circuito, el cual, cuando llega a los hombros de la mujer, uno de sus parientes, cogiéndola el cuello por la espalda, se lo retuerce, y cuando ya está muerta, se cierra el circuito, dentro del cual quedan enterrados.

En este mismo país practicaban algo semejante los gimnosofistas, pues no por ajena obligación ni por impetuosidad de su humor repentino, sino por expresa profesión de su secta, era su costumbre, conforme alcanzaban cierta edad, o cuando se veían amenazados por alguna dolencia grave, el hacerse preparar una hoguera sobre la cual había un lecho muy suntuoso; y luego de haber festejado alegremente a sus amigos y conocidos, plantábanse en ese lecho con resolución tan grande que, aun cuando el fuego ardía, nunca se vio a ninguno mover los pies ni las manos. Así murió uno de aquéllos, Calano, en presencia de todo el ejército de Alejandro el Grande. Y a nadie se consideraba santo ni bienaventurado, si no acababa así, enviando su alma purgada y purificada por el fuego, después de haber consumido cuanto poseía de mortal y terrestre. Esta constante premeditación de toda la vida es lo que hace considerar el hecho como milagroso.

Entre las demás disputas filosóficas se ha interpuesto la del Fatum, y para sujetar las cosas venideras y nuestra voluntad misma a cierta necesidad inevitable nos aferramos a este argumento de antaño: «Puesto que Dios prevé que todas las cosas deben así suceder, lo cual sin duda acontece, preciso es que así sucedan.» A lo cual nuestros maestros reponen «que el ver que alguna cosa se verifique como nosotros acostumbramos y Dios lo mismo (pues siendo para él todo presente, ve más bien que no prevé), no es forzarla a que tenga lugar: y hasta dicen que nosotros vemos a causa de que las cosas se realizan, y las cosas no acontecen a causa de que nosotros las veamos: el advenimiento forma la ciencia, y no la ciencia el advenimiento. Aquello que vemos suceder sucede, pero muy bien pudiera ocurrir de otro modo. En el registro de las causas de los acontecimientos que Dios, merced a su paciencia, guarda también, figuran las llamadas fortuitas, lo mismo que las voluntarias que procuró a nuestro arbitrio, y sabe que incurriremos en falta porque así lo habrá querido nuestra voluntad.»

Ahora bien, yo he visto a bastantes gentes alentar a sus soldados a expensas de esta necesidad fatal; pues, si nuestra última hora se encuentra a cierto punto sujeta, ni los arcabuzazos enemigos, ni nuestro arrojo ni nuestra huida o cobardía la pueden adelantar o retroceder. Bueno es esto para dicho, pero buscad quien lo practique. Si realmente sucediera que a una creencia resistente y viva acompañaran acciones de la misma suerte, esta fe con que tanto llenamos nuestra boca es en nuestro tiempo de una vaporosidad maravillosa, como no sea que el menosprecio que sus obras la inspiran haga que desdeñe su compañía. Y así debe de ser en verdad, pues hablando de estas cosas el señor de Joinville, testigo digno de tanto crédito como el que más, refiérenos de los beduinos (pueblo mezclado con los sarracenos, con quienes el rey san Luis tuvo que habérselas en Tierra Santa), que según su religión creían tan firmemente los días de cada uno fijados y contados de toda eternidad con preordenanza inevitable, que, salvo una espada turca que llevaban, iban desnudos a la guerra, cubierto tan sólo el cuerpo con un lienzo blanco. El más grande juramento que sus labios proferían, citando entre ellos, se encolerizaban, era éste: «¡Maldito seas, como quien se arma por temor de la muerte!» ¡Cuán diferente de las nuestras esa creencia y esa fe! Pertenece también a este rango el ejemplo que dieron dos religiosos de Florencia, en tiempos de nuestros padres: Controvertiendo un punto religioso determinaron meterse en el fuego juntos, en presencia de todo el pueblo y en la plaza pública, en prueba de la evidencia de principios que cada uno sentaba; listos estaban ya los aprestos y el acto en el preciso momento de la ejecución, cuando fue interrumpido por un accidente imprevisto.

Habiendo realizado un señor turco[1008], mozo todavía, un relevante hecho de armas a la vista de los dos ejércitos de Amurat, y de Hugnyada, presta a librarse la batalla, quiso el segundo informarse de quién en tan temprana edad le había llenado de tan generoso vigor de ánimo, pues era la primera tierra que había visto; el joven respondió que su preceptor soberano de valentía había sido una liebre: «En cierta ocasión estando de caza, dijo, divisé una liebre en su madriguera, y aunque tenía junto a mi dos lebreles excelentes, pareciome, sin embargo, para no dejar de ganarla, que valía más emplear mi arco, que me era más eficaz. Comencé a disparar mis flechas, lanzando hasta las cuarenta que había en mi carcax, sin acertar a tocarla ni siquiera a despertarla. En seguida la solté mis perros, que tampoco lograron atraparla. De lo cual deduje que el animal había sido puesto a cubierto par su destino, y que ni los dardos ni las espadas alcanzan si no es por la mediación de la fatalidad, la cual no está en nuestra mano apartar o anticipar.» Este cuento debe servir de pasada a mostrarnos cuán flexible es nuestra razón a toda suerte de fantasías. Un personaje grande en años, nombradía, dignidad y doctrina, se me alababa de haber sido llevado a cierta modificación importantísima de su fe por una circunstancia extraña, tan rara como la que inculcó el valor al joven dicho; él la llamaba milagro, y también yo, aunque por razón distinta. Cuentan sus historiadores que hallándose entre los turcos sembrada la idea del acabamiento fatal e implacable de sus días, aparentemente ayuda a procurarles serenidad ante los peligros. Un gran príncipe conozco que aprovechó dichosamente la misma idea, sea que en ella crea realmente o que la tome por excusa para arriesgarse de un modo extraordinario: bien le irá mientras la fortuna le conserve su buena estrella sin cansarse de sustentarlo.

No recuerda mi memoria un efecto de resolución más admirable que mostrado por dos hombres que conspiraron contra el príncipe de Orange[1009]. Maravilloso es cómo pudo alentarse al segundo (que lo ejecutó) a realizar una empresa en la cual tan mal le había ido a su compañero, quien llevó a ella todo cuanto ingenio pudo. Siguiendo las huellas de éste y con las mismas armas, atentó contra un señor armado de una instrucción tan fresca, poderoso en punto al concurso de sus amigos lo mismo que en fuerza corporal, en su sala, rodeado de sus guardianes, en una ciudad donde todo el mundo le era devoto. En verdad se sirvió de una mano bien determinada y de un vigor conmovido por una pasión vigorosa. Un puñal es arma más segura para herir, pero como precisa mayor movimiento y vigor de brazo que una pistola, su efecto está más expuesto a ser desviado o trastornado. No dudo, en modo alguno, que este matador dejara de correr a una muerte segura, pues las esperanzas con que hubiera podido alentárselo no podían caber en entendimiento equilibrado, y la dirección de su empresa muestra que así era el suyo, y animoso juntamente. Los motivos de una convicción tan avasalladora pueden ser diversos, pues nuestra fantasía hace de si propia y de nosotros lo que la place. La ejecución realizada cerca de Orleans[1010] no fue en nada semejante; hubo en ella más casualidad que vigor; el golpe no era de muerte si la fatalidad no lo hubiera querido así, y la obra de tirar a un jinete de lejos, moviéndose al tenor de su caballo, fue la empresa de un hombre que prefería más bien fallar a su cometido que salvar la propia vida. Lo que aconteció después lo prueba de sobra, pues el delincuente se transió y perturbó con la idea de una ejecución tan elevada, de tal suerte, que perdió por completo el ejercicio de sus facultades, sin acertar a huir, ni a hablar a derechas en sus respuestas. ¿Qué otra cosa le precisaba sino recurrir a sus amigos, luego de atravesar un río? Este es un medio al cual yo me lancé para evitar menores males y que juzgo de poco riesgo, sea cual fuere la anchura del vado, siempre y cuando que vuestro caballo encuentre, la entrada fácil y que en el lado opuesto preveáis un lugar cómodo para salir a tierra, según el curso del agua. El matador del príncipe de Orange, cuando oyó su horrible sentencia: «A ella estaba preparado, dijo; quiero con mi tranquilidad dejaros atónitos.»

Los asesinos, nación dependiente de Fenicia, son considerados entre los mahometanos como gentes de soberana devoción y de costumbres puras. Tienen por cosa cierta que el camino más breve para ganar el paraíso es matar a alguien que profesa religión contraria a la suya, por lo cual frecuentemente se ha visto a uno o dos, con un coleto por todas armas, atacar a enemigos poderosos a riesgo de una muerte segura y sin cuidado alguno del propio peligro. Así fue asesinado (esta palabra se tomó del nombre que llevan) nuestro conde Raimundo de Tripoli en medio su ciudad[1011] durante nuestras expediciones de la guerra santa, y también Conrado, marqués de Montferrat[1012]: conducidos al suplicio los matadores mostráronse envanecidos y altivos por una tan hermosa obra maestra.

Share on Twitter Share on Facebook