Capítulo XXXI

De la cólera

Plutarco siempre admirable, pero principalmente, cuando juzga las acciones humanas. En el paralelo entre Licurgo y Numa pueden verse las cosas notables que escribe sobre el grave error en que incurrimos al abandonar los hijos al cargo y gobierno de los padres. La mayor parte de los pueblos, como dice Aristóteles, dejan a cada cual a la manera de los cíclopes, la educación de sus mujeres e hijos, conforme a su loca e indiscreta fantasía. Sólo Lacedemonia y Creta encomendaron a las leyes la disciplina de la infancia. ¿Quién no ve que en un Estado todo depende de esta educación y crianza? Sin embargo, haciendo gala de indiscreción cabal, se la deja a la merced de los padres, por locos y perversos que sean.

¡Cuántas veces he sentido deseos, al pasar por nuestras calles, de echar mano de alguna broma pesada para vengar a los muchachillos que veía desollar aporrear y medio matar a padres y madres furiosos e iracundos, ciegos por la cólera, y vomitando fuego y rabia:

Rabie jecur incendente, feruntur

praecipites; ut saxa jugis abrupta, quibus mons

subtrahitur, clivoque latus pendente recedit[1015]

(y según Hipócrates las enfermedades más peligrosas son las que desfiguran el semblante), que con voz chillona e imperiosa acoquinan a criaturas que acaban de salir de los brazos de la nodriza! Así vemos tantas inutilizadas y aturdidas por los golpes; y nuestra justicia no para mientes en ello como si estos seres dislocados no fueran miembros de nuestra república:

Gratum est, quod patriae civem populoque dedisti

si facis, ni patriae sit idoneus, utilis agris,

utilis et bellorum et pacis rebus agendis.[1016]

No hay pasión que más dé al traste que la cólera con la sinceridad del juicio. Nadie pondría en duda que debiera condenarse a muerte al magistrado que movido por la ira hubiese sentenciado a su criminal; ¿por qué se consiente, pues, a los padres y a los maestros de escuela, cuando están dominados por la ira, castigar a los niños? Tal proceder no puede llamarse corrección debe, nombrarse venganza. Aquella es la medicina de los muchachos, y estoy bien seguro de que no consentiríamos que ejerciera su oficio un médico prevenido y encolerizado contra su paciente.

Nosotros mismos, para obrar como Dios manda, tampoco deberíamos poner la mano en nuestros criados mientras la ira nos domina. Mientras el pulso nos late más deprisa que de ordinario, mientras sentimos nuestra propia emoción, aplacemos la partida; las cosas nos parecerán distintas cuando hayamos, ganado la tranquilidad y la calma. La pasión es quien gobierna entonces, la pasión quien habla y no nosotros: ayudados por su impulso, los defectos nos aparecen abultados, como los cuerpos al través de la neblina. Quien tiene hambre coma carne en buen hora, pero quien al castigo quiere apelar no debe padecer de él sed ni apetito. Además, las correcciones practicadas con medida y discreción se acogen mejor y con mayor fruto por quien las soporta: si así no acontece, el delincuente no cree haber sido con justicia condenado por un hombre a quien trastornan la furia y la rabia a un mismo tiempo, alegando como justificación de su proceder las extraordinarias agitaciones de su señor, el sobresalto de su semblante, los inusitados juramentos y la inquietud y precipitación temerarias:

Ora tument ira, nigrescunt sanguine venae,

lumina Gorgoneo saevius igne micant.[1017]

 

Cuenta Suetonio que, habiendo sido Cayo Rabirio condenado a muerte por César, lo que más contribuyó a justificar a aquél ante los ojos del pueblo, a quien apeló en defensa de su causa, fue la animosidad y rudeza que el emperador había en su juicio mostrado.

El decir es distinto del hacer; es preciso considerar separadamente el predicador y lo que predica. Fácil tarea fue la que eligieron en nuestro tiempo los que combatieron la verdad de nuestra Iglesia echando mano de los vicios de sus ministros; arrancan de otra parte los testimonios de ella; torpe es la manera como esas gentes argumentan y muy adecuada a sembrar la confusión en todas las cosas. Un hombre de costumbres excelentes puede albergar opiniones falsas; un malvado predicar la verdad, hasta aquel que no cree en ella. Sin duda concurre una hermosa armonía cuando las palabras y las obras caminan en buen acuerdo, y no pretendo negar que el decir, cuando las acciones lo acompañan, no sea de mayor autoridad y eficacia, como decía Eudamidas oyendo a un filósofo discurrir sobre la guerra: «Esas palabras son hermosas, mas quien las sienta no merece crédito, pues sus oídos no están habituados al son de las trompetas.» Escuchando Cleomenes a un retórico que hablaba del valor, se desternilló de risa, y como el platicante se escandalizara, dijo el filósofo: «Haría lo propio si fuera una golondrina quien del valor hablara, pero si fuera un águila la oiría de buen grado.» Advierto, si no me engaño, en los escritos de los antiguos, que quien dice lo que piensa lo incrusta con viveza mucho mayor en el alma que quien se disfraza. Oíd hablar a Cicerón del amor de la libertad y oíd a Bruto discurrir sobre el mismo tema: los escritos mismos os muestran que éste era hombre para adquirirla a costa de su vida. Que Cicerón, padre de la elocuencia, trate del menosprecio de la muerte, Séneca trate igual tema; aquél se arrastra lánguido haciéndoos sentir que quiere convenceros de cosas en las cuales no tiene gran resolución; ningún vigor os comunica, puesto que él mismo se encuentra falto; mientras que el otro os anima y os inflama. No cojo nunca un autor en mi mano, principalmente si es de los que tratan de la virtud y de las humanas acciones, sin que busque curiosamente cuál ha sido su vida, pues los eforos de Esparta viendo a un hombre disoluto aconsejar útilmente al pueblo le ordenaron que se callara, rogando a otro de buena índole que se atribuyera la idea proponiéndola.

Los escritos de Plutarco, cuando bien los saboreamos, nos le descubren bastante, y yo creo conocer hasta lo hondo de su alma; quisiera, sin embargo, que tuviéramos algunas memorias de su vida. Descarrieme con esta apreciación con motivo del agradecimiento que Aulo Gelio inspira por habernos dejado escrito este cuento de las costumbres de aquél, que cuadra bien a mi asunto de la cólera: Un esclavo, hombre malo y vicioso, pero cuyos oídos estaban un tanto abrevados en las lecciones de la filosofía habiendo sido dado por algún delito que cometiera, conforme a la voluntad de Plutarco, comenzó a gruñir mientras le azotaban «que sin razón era maltratado y que nada había hecho»; poniéndose luego a gritar y a injuriar con buenas razones a su amo, echábale en cara «que no era filósofo como se creía; que él habíale con frecuencia oído predicar la fealdad del encolerizarse, y que hasta sobre el asunto había compuesto un libro; lo de que sumergido en la rabia, concluía, le hiciera tan cruelmente sacudir, desmentía por completo sus escritos». A lo cual Plutarco repone con calma y seguridad cabales: «¡Cómo se entiende, zafio! ¿En qué conoces que en este instante me encuentre dominado por la cólera? Mi semblante, mi voz, mis palabras, ¿te procuran algún testimonio de que me halle fuera de mí? No creo tener ni la vista inyectada, ni demudado el rostro, ni lanzo tampoco espantosos gritos: ¿acaso enrojezco? ¿echo espuma por la boca? ¿se me escapa alguna palabra de la cual tenga que arrepentirme? ¿me estremezco? ¿tiemblo de cólera? Pues para decirlo todo, ésos son los verdaderos signos del arrebato.» Luego volviéndose hacia quien le azotaba: «Continuad, le dijo, vuestra tarea, mientras éste y yo cuestionamos.» Tal es la relación de Aulo Gelio.

Volviendo Archytas Tarentino de una guerra en la cual había sido capitán general, encontró su casa envuelta en el más horrible desorden, y sus tierras en barbecho a causa del mal gobierno de su administrador, a quien hizo llamar diciéndole: «Apártate de mi presencia, pues si no estuviera arrebatado te estrellaría de buena gana.» También Platón sintiendo ira contra uno de sus esclavos encargó a Speusipo de castigarle, excusándole de ponerle la mano encima por dominarle la cólera en aquel momento. El lacedemonio Carilo dijo a un ilota que con él se conducía insolente y audazmente: «¡Por los dioses te juro que, si la cólera no me embargara, ahora mismo te mataría!»

Pasión es ésta que consigo misma se complace y regodea. ¡Cuántas veces impelidos a ella por alguna causa injustificada, al mostrársenos una buena defensa o alguna excusa razonable, nos despechamos contra la verdad misma y contra la inocencia! A este propósito retuve de la antigüedad un maravilloso ejemplo: Piso, personaje de virtud relevante en todos los demás respectos, hallándose prevenido contra uno de sus soldados porque al volver solo del forraje no acertaba a darle cuenta del lugar en que dejara a un compañero suyo, decidió repentinamente condenarle a muerte. Mas he aquí que cuando estaba ya en la horca se ve llegar al extraviado: todo el ejército se regocija grandemente de tan fausto suceso, después de muchas caricias y abrazos mutuos entre ambos amigos, condúceles el verdugo en presencia de Piso, esperando todos, que del hecho recibiría placer sumo; pero sucedió todo lo contrario, pues movido por la vergüenza y el despecho de su ardor, el cual se mantenía aún en el período de fortaleza, redoblose, y mediante una sutileza que su pasión le sugirió al instante, al punto vio tres culpables, y a los tres hizo matar: al primero, porque de ello la orden había sido dada; al segundo, por haberse descarriado, habiendo sido la causa de la muerte de su compañero, y el verdugo por no haber obedecido la prescripción que recibiera.

Los que se las han con mujeres testarudas habrán experimentado a cuán tremenda rabia se las lanza cuando a su agitación se oponen el silencio y la frialdad, cuando se menosprecia el alimentar su cólera. Celio el orador era por naturaleza maravillosamente colérico; en una ocasión encontrándose, cenando con un hombre de conversación apacible que por no contrariarlo tomaba la determinación de aprobar cuanto decía, consintiendo a todo, no pudo soportar el que su mal humor se deslizara así sin alimento; y encarándose con su comensal: «¡Por los dioses, le dijo, niégame alguna cosa a fin de que seamos dos!» Las mujeres hacen lo propio, no se encolerizan si no es para comunicar su pasión a los demás, a la manera de las leyes del amor. Ante un hombre que perturbaba su discurso, injuriándole rudamente, Foción permaneció callado, procurándole todo el espacio necesario para agotar su rabia; pasada ésta, sin parar mientes en el incidente, comenzó de nuevo su plática en el punto en que la dejara. Ninguna réplica tan picante cual tamaño menosprecio.

Del hombre más colérico de Francia (cualidad que implica siempre imperfección, más excusable en quien las armas ejerce, pues en esta profesión hay cosas que no pueden menos de engendrarla), digo yo a veces que es la persona más paciente que conozco para sujetarla. Con tal violencia y furor le agita,

Magno veluti quimi flamma sonore

virgea suggeritur costis undantis abeni,

exsultantque aestu latices, furit intus aquai

fumidus, atque alte spumis exuberat amnis;

nec jam se capit unda; volat vapor ater ad auras[1018],

que ha menester reprimirse cruelmente para moderarla. Por lo que a mí respecta, desconozco la pasión con la cual cubrir y sostener pudiera semejante esfuerzo; no quisiera colocar la prudencia a tan alto precio. No considero tanto lo que hace como lo mucho que le cuesta el no realizar actos peores.

Otro hombre se me alababa del buen orden y dulzura de sus costumbres (y en verdad que en él eran singulares ambas cualidades en este respecto); a lo cual yo reponía que la cosa era de importancia, principalmente en aquellos que como él pertenecían a la calidad eminente, y hacia los cuales todos convierten la mirada; que era bueno presentarse ante el mundo constantemente de buen temple, pero que lo primordial consistía en proveer interiormente y a sí mismo, y que a mi ver no es gobernar bien sus negocios el atormentarse por dentro, lo cual yo temía que le aconteciera por mantener el semblante apacible y aquella regla aparente exterior.

La cólera se irrita ocultándola, y lo acredita así el dicho de Diógenes a Demóstenes, quien recelando ser visto en una taberna iba moviéndose hacia dentro: «Cuanto más te ocultes, dijo el primero, otro tanto al interior te diriges.» Yo aconsejo que sacudamos más bien un sopapo en la mejilla de nuestro criado, aun cuando sea algo injusto, mejor que el atormentar nuestra fantasía para mantenernos dentro de la más prudente continencia; y mejor preferiría exteriorizar mis pasiones que incubarlas a mis propias expensas, pues languidecen y se evaporan al expresarlas; preferible es que sus punzadas obren exteriormente a que contra nosotros las pleguemos. Omnia vilia in aperlo leviora sunt: et tunc perniciosissima, quum, simulata subsidunt.[1019]

Yo advierto a quienes legítimamente pueden encolerizarse en mi familia, primeramente que economicen el hacerlo y que no lo extiendan a todo ruedo, porque así desaparecen su efecto y su peso: el alboroto temerario y ordinario pasa a la categoría de costumbre y es causa de que todos lo menosprecien. La cólera que gastáis contra un servidor por su latrocinio no ocasiona efecto alguno, puesto que es la mima de que os vio cien veces echar mano contra él por haber enjuagado mal un vaso o por no haber colocado diestramente un taburete. En segundo lugar les recomiendo que no se me enfurezcan inútilmente, procurando que su reprensión llegue a quien la merece, pues ordinariamente gritan antes de que el acusado se encuentre en su presencia y, gritando permanecen un siglo después de que se fue,

Et secum petulans amentia certat[1020]:

pegan contra su propia sombra y desencajan la tormenta en lugar donde nadie, es castigado ni tiene nada que ver, como no sea con el estrépito de su voz, tan horrible que más no puede serlo. Análogamente, censuro en las disputas a los que brabuquean y se insubordinan en la ausencia del adversario; preciso es guardar tales balandronadas para cuando puedan producir efecto:

Mugitus veluti qum prima in praelia taurus

territicos ciet atque irasci in cornua tentat,

arboris obnixus trunco, ventosque lacessit

letibus, et sparsa ad pugnam proludit arena.[1021]

Dominado por la cólera, no es nada tenue la mía, pero en cambio es tan rápida y secreta cuanto puedo hacer que así sea: bien que me pierda en rapidez y violencia con el trastorno no me extravío hasta el punto de lanzar abandonadamente y sin escogerlas toda suerte de palabras injuriosas, y que no procure colocar pertinentemente mis punzadas donde considero que hieren más, pues comúnmente no empleo sino la lengua. A mis criados les va mejor en las grandes ocasiones que en las pequeñas: como éstas me causan sorpresa, quiere la desdicha que tan luego como en el principio os colocáis, nada importa lo que en movimiento os puso, vais a dar constantemente al fondo: la caída se empuja, se pone en movimiento y por sí misma se acelera. En las ocasiones importantes me satisface el que sean tan justas que todos aguardan ver nacer con ellas una cólera razonable; yo me glorifico haciendo que no llegue lo que se espera, me contraigo y preparo contra ellas. Se me incrustan en los sesos, amenazando llevarme bien lejos si las sigo, mas fácilmente me guardo de penetrarlas, y cuando las espero me mantengo suficientemente fuerte para rechazar el impulso de esa pasión, por imperiosa que la causa sea; pero si una vez siquiera me preocupa y agarra, arrástrame, por baladí que sea el motivo. Yo hago el siguiente pacto con los que pueden cuestionar conmigo: «Cuando advirtáis que el primero me sobresalto, dejadme seguir así con razón o sin ella: yo a mi vez haré lo propio cuando os llegue el turno.» La tempestad no se engendra sino con la concurrencia de las cóleras, que fácilmente una de otra se producen, y no nacen en el mismo punto: dejemos a cada una libre curso, y siempre en sosiego permaneceremos. Receta útil, pero de ejecución difícil. A veces me acontece echarlas de contrariado, para coadyuvar así al buen orden de mi casa, sin que por dentro deje de reinar la calma. A medida que la edad va mis humores avinagrando voy oponiéndome al camino cuanto me es dable, y si en mi mano estuviera haría que en adelante me sintiese tanto menos malhumorado y difícil de contentar cuanto más excusable o inclinado a ello pudiera serlo, aunque antaño haya figurado entre los que lo son menos.

Una palabra más para cerrar este pasaje. Dice Aristóteles que alguna vez la cólera procura armas a la virtud y al valor. Verosímil es que sea así; mas de todas suertes los que contradicen este principio afirman con agudeza que son armas de nuevo uso, pues así como las otras las manejamos, éstas a nosotros nos manejan; y nuestra mano no las guía; ellas son las que gobiernan nuestra mano, nos empuñan sin que nosotros las empuñemos.

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