Capítulo XXXII

Defensa de Séneca y de Plutarco

La familiaridad que mantengo con estos dos personajes y la asistencia que procuran a mi vejez y mi libro, edificado del principio al fin con sus despojos, me obligan a defender el honor de ambos.

Cuanto a Séneca, entre los centenares de librejos que propagan los partidarios de la pretendida religión reformada en defensa de su causa, que a veces proceden de buena mano, y es gran lástima que no tengan mejor asunto, vi hace tiempo uno que por aparejar y mostrar palmaria la semejanza del reinado de nuestro, Carlos IX con el de Nerón, coloca en el mismo rango que Séneca al cardenal de Lorena, considerando igual la fortuna de ambos. Como es sabido, los dos fueron los primeros personajes en el gobierno de sus príncipes respectivos y tuvieron iguales costumbres, idénticas condiciones y los mismos desaciertos. A mi entender, con estos juicios se honra demasiado a dicho señor cardenal, pues aunque yo sea de los que estiman grandemente su espíritu, elocuencia, celo, religión y servicio de su rey, al par que su buena estrella de haber nacido en un siglo en que le fue dado ser hombre singular, y juntamente, necesario a la vez para el bien público, que pudo contar con un eclesiástico de tanta nobleza y dignidad, sin embargo, a juzgar sin ambages la verdad, yo no juzgo su capacidad, ni con mucho, al nivel do la de Séneca ni su virtud tan pura, tan cabal y tan constante.

Este libro de que hablo para llegar a su designio, traza de Séneca un injuriosísimo retrato y encuentra los vituperios en el historiador Dión, de quien yo rechazo el testimonio. A más de que este autor es inconstante, pues después de haber llamado al preceptor de Nerón varón prudentísimo y enemigo mortal de los vicios de su discípulo, le califica de avaricioso, usurero, ambicioso, cobarde y voluptuoso, y añade que encubría todas estas perversas cualidades bajo el manto de la filosofía. A mi ver, la virtud de Séneca aparece en sus escritos resplandeciente y vigorosa, y su defensa contra algunas de aquellas imputaciones es tan clara y evidente como el cargo que su riqueza y fausto excesivos; yo no creo, pues, ningún testimonio en contrario. Con mayor razón debe aprobarse en tales asertos a los historiadores romanos que a los griegos y extranjeros: Tácito y los otros autores latinos hablan muy honrosamente de su vida y de su muerte, pintándonosle en todos sus actos como personaje excelentísimo y virtuosísimo; no quiero alegar otra réplica, contra el juicio de Dión más que ésta de incontestable peso: tan desacertadamente juzga las cosas romanas, que se atreve a sostener la causa de Julio César contra Pompeyo y la de Marco Antonio contra Cicerón.

Volvamos a Plutarco. Juan Bodin es un buen autor de nuestro tiempo, cuyos escritos encierran mucho más juicio que los de la turba de escribidores de su siglo; merece, pues, que se le estudie y considere. Yo lo encuentro algo atrevido en el pasaje de su Método de la Historia en que acusa a aquél, no solamente de ignorancia (en lo cual nada tendría yo que reponerle, por no ser asunto de mi competencia), sino también de escribir a veces «cosas increíbles y completamente fabulosas»; tales son las palabras que, Bodin emplea. Si hubiera dicho sólo «que relataba los hechos distintamente de como son», la censura no habría sido grande, pues aquello que no vimos lo tomamos de ajenas manos y así le prestamos crédito. Yo veo que adrede refiere diversamente la misma historia, como el juicio de los tres mejores capitanes que hayan jamás existido, formulado por Aníbal, es diferente en la vida de Flaminio y en la de Pirro. Mas acusarle de haber considerado como moneda contante y sonante cosas increíbles e imposibles, es suponer falta de ponderación al más juicioso autor del mundo. He aquí lo que Bodin señala: «cuando refiere que un muchacho de Lacedemonia se dejó desgarrar el vientre por un zorro que había robado y guardaba oculto bajo su túnica, prefiriendo morir mejor que mostrar su latrocinio». En primer lugar creo mal escogido este ejemplo; puesto que es muy difícil limitar los esfuerzos de las facultades del alma mientras que las fuerzas corporales tenemos más medios de conocerlas y medirlas; por esta razón sino me hubiera impuesto la tarea de buscar contrasentidos a nuestro autor hubiera más bien escogido un ejemplo de esa segunda categoría. De la cual los hay en Plutarco mucho menos creíbles, como el que de Pirro cuenta, diciendo «que encontrándose herido sacudió un tan tremendo sablazo a un enemigo armado de todas armas, que lo partió de arriba abajo, de tal suerte que el cuerpo quedó en dos partes dividido». En el ejemplo que Bodin elige nada encuentro de milagroso, ni admito tampoco la excusa con que a Plutarco disculpa, de haber añadido estas palabras: «según cuentan», para advertirnos mantener en guardia nuestro crédito, pues a no tratarse de las cosas recibidas por autoridad y reverencia de autoridad o de religión, no hubiera pretendido ni acoger él mismo, ni proponernos para que las creyéramos cosas de suyo increíbles. Y lo de que esta frase, «según cuentan», no la empleo en ese pasaje para tal efecto, fácil es penetrarse de ello, por lo que en otro lugar nos refiere sobre el mismo tema de la paciencia de los muchachos lacedemonios, con ocasión de sucesos acaecidos en su tiempo más difíciles a persuadirnos, como el que Cicerón, testimonió antes que él «por haberse encontrado (a lo que dice) en el lugar donde aconteció», o sea que hasta su época veíanse criaturas aptas para soportar esa prueba de paciencia, a la cual se las experimentaba ante el altar de Diana, que sufrían el ser azotadas basta que la sangre las corría por todo el cuerpo, no solamente sin gritar sino también sin gemir, y que algunas allí dejaban voluntariamente la vida. Y lo que Plutarco también refiere, juntamente con cien otros testimonios, de que en el sacrificio un carbón encendido se deslizó en la manga de un niño lacedemonio cuando estaba incensando el ara, dejandose abrasar todo el brazo hasta que el olor de la carne chamuscada llegó a las narices de los asistentes. Tan imbuido estoy yo en la grandeza de aquellos hombres que no solamente no me parece, como a Bodin, increíble el relato de Plutarco, sino que ni siquiera ni a raro ni a singular me sabe. Llena está la historia espartana de mil ejemplos más rudos y más peregrinos; extrañamente considerada, toda ella es un puro milagro.

Con ocasión del robo, Marcelino refiere que en su época no se había logrado encontrar ninguna suerte de tormento que forzase a los egipcios a declararlo cuando se los sorprendía en ese delito, entre ellos muy común, como su nombre lo declara.

Conducido al suplicio un campesino español a quien se consideraba como cómplice en el homicidio del pretor Lucio Piso, gritaba, en medio del tormento, «que sus amigos no se movieran, asistiéndole con seguridad cabal, y que del dolor no dependía el arrancarle una palabra de confesión»; no dijo otra cosa durante el primer día. Al siguiente, cuando le llevaban para comenzar de nuevo su tormento, arrancándose de entre las manos de sus guardianes se magulló la cabeza contra un muro, y se mató.

Como Epicaris cansara y hartara la crueldad de los satélites de Nerón resistiendo el fuego los azotes o instrumentos de suplicio durante todo un día sin que ninguna palabra pronunciaran sus labios de la conjuración en que había tomado parte, llevado al siguiente a soportar las mismas crueldades, con todos los miembros quebrados, formó una lazada con un girón de su túnica en el brazo de la silla dolido estaba, a manera de nudo corredizo, y metiendo por él la cabeza se estranguló con el peso de su cuerpo. Teniendo el valor de morir así y hallando tan a la mano el escapar a los primeros tormentos, ¿no parece haber de intento prestado su vida a semejante prueba de paciencia el precedente día para burlarse del tirano, animando a otros a semejante empresa contra él?

Quien se informe de nuestros soldados en punto a los sufrimientos que en nuestras guerras civiles soportaron hallará efectos de paciencia, obstinación y tenacidad en nuestros siglos miserables, en medio de esa turba más que la egipcia blanda y afeminada, dignos de ser comparada con los que acabamos de referir de la virtud espartana.

Yo sé que se vio a simples campesinos dejarse abrasar las plantas de los pies, aplastar el extremo de los dedos con el gatillo de una pistola, y sacar los ensangrentados ojos fuera de la cabeza a fuerza de oprimirles la frente, con una cuerda, antes de pretender siquiera ponerse a salvo. A uno vi dejado como muerto, completamente desnudo en un foso, con el cuello magullado e inflado por una soga que de su cuerpo aun pendía, con la cual le habían sujetado toda la noche a la cola de un caballo; su cuerpo estaba atravesado en cien sitios diferentes con heridas de arma blanca, que le asestaron no para matarle, sino pala hacerle sufrir e infundirle miedo. Todo lo había soportado, hasta la pérdida del uso de la palabra y de las sensaciones, resuelto, a lo que me dijo, a morir mejor de mil muertes (y en verdad que en lo tocante a sufrimiento había soportado una bien cabal), antes que ninguna promesa se le escapara; este hombre era, sin embargo, uno de los más ricos labradores de la comarca. ¿A cuántos no se vio dejarse pacientemente quemar y asar por sustentar ajenas opiniones, ignoradas y desconocidas? Cien y cien mujeres conocí (pues dicen que las cabezas de Gascuña gozan de alguna prerrogativa en este respecto), a quienes hubieseis más bien hecho morder hierro candente que abandonar una idea concebida en un momento de cólera; la violencia y los golpes las exasperan, y quien forjó el cuento de la que por ninguna corrección ni amenazas ni palos cesaba de llamar piojoso a su marido, la cual, precipitada en el agua, alzaba todavía las manos (ahogándose ya) por cima de su cabeza para hacer el signo de aplastar piojos, imaginó un cuento del que se ve todos los días señal y expresa imagen en la testarudez de las mujeres. Testarudez hermana de la constancia, a lo menos en vigor y firmeza.

No hay que juzgar de lo posible y de lo imposible según lo creíble y lo increíble para nuestros sentidos, como en otra parte dije; y es defecto grave, en el cual, sin embargo, casi todos los hombres incurren (y esto no va con Bodin), el oponerse a creer del prójimo lo que ellos no querrían, o no serían capaces de llevar a cabo. Piensa cada cual que la soberana forma de la humana naturaleza reside dentro de él mismo, y que según ella precisa reglamentar a todos los otros: las maneras que con las propias no se relacionan son simuladas o falsas. ¡Bestial estupidez si las hay! ¿Proponen a un hombre alguna calidad de las acciones o facultades de otro? lo primero que de su juicio consulta es su propio ejemplo, y conforme a él debe andar el orden del mundo. ¡Borricada perjudicial e insoportable! Por lo que a mi toca, considero a algunos hombres muy por cima de mi medida, principalmente entre los antiguos; y aun cuando reconozca claramente mi impotencia para seguirlos ni a mil pasos, mi vista no deja de contemplarlos ni de juzgar los resortes que así los elevan, de los cuales advierto en mí la semilla en cierto modo: hago lo propio con la extrema bajeza de los espíritus, que no me espanta, y en la cual tampoco dejo de creer. Penetre bien la fortaleza que para remontarse emplean, admiro su grandeza y sus ímpetus, que encuentro hermosísimos, abrazándolos. Si mis ánimos no llegan a tan encumbradas cimas, mis fuerzas se aplican a ellas gustosísimas.

El otro ejemplo que Bodin alega entre las cosas increíbles y enteramente fabulosas, dichas por Plutarco, es lo de «que Agesilao fuera multado por los eforos por haber sabido ganar el corazón y la voluntad de sus conciudadanos». No me explico la marca de falsía que en ello encuentra, mas lo que si diré es que Plutarco en este punto habla de cosas que debían serle mucho mejor conocidas que a nosotros; y no era en Grecia cosa nueva el ver a algunos castigados y desterrados por el delito de agradar de sobra a sus paisanos, como lo prueban el ostracismo y el petalismo.

Hay aún otra acusación en el mismo pasaje que me sienta mal por Plutarco: donde Bodin escribe que aquel acomodó, de buena fe, los romanos con los romanos y los griegos entre sí, pero no los griegos con los romanos; pruébanlo, dice, Demóstenes y Cicerón, Catón y Aristides, Sila y Lisandro, Marcelo y Pelópidas, Pompeyo y Agesilao, considerando que favoreció a los griegos procurándoles compañeros tan desemejantes. Este cargo va contra lo que Plutarco tiene de más excelente y laudable, pues en sus comparaciones (que constituyen la parte más admirable de sus obras, en la cual, a mi ver, tanto a sí mismo se plugo), la fidelidad y sinceridad de sus juicios igualan su profundidad y su peso: Plutarco es un filósofo que nos enseña la virtud. Veamos si nos es dable libertarle de ese reproche de prevaricación y falsía. Lo que se me antoja haber motivado tal juicio, es el brillo resplandeciente y grande de los nombres romanos que nuestra cabeza alberga; no admitimos que Demóstenes pueda igualar la gloria de un cónsul, procónsul y pretor de esa gran república; mas quien considere la verdad de la cosa y los hombres por sí mismos (a lo cual Plutarco enderezó sus miras), y quien logre equilibrar las costumbres de unos y otros, la naturaleza y la capacidad de su fortuna, creerá conmigo, al revés de Bodin, que Cicerón y Catón el antiguo son deudores a sus compañeros. Para sustentar el designio de nuestro escritor hubiera yo más bien elegido el ejemplo de Catón el joven puesto al lado del Foción, pues en esta pareja podía encontrarse más verosímil disparidad en provecho del romano. En cuanto a Marcelo, Sila y Pompeyo, bien se me alcanza que sus expediciones militares son de mayor relieve, más gloriosas y más pomposas que las de los griegos que Plutarco colocó frente a ellos; pero las acciones más hermosas y virtuosas, así en la guerra como en la paz, no son siempre las más sonadas. Con frecuencia veo muchos nombres de capitanes ahogados bajo el esplendor de otros cuyos merecimientos son más chicos: así lo acreditan Labiano, Ventidio, Telesino y algunos más. Tratándose de censurar a Plutarco por este lado, si tuviera que quejarme por los griegos, ¿no podría decir que mucho menos es Camilo comparable a Temístocles, los Gracos a Agis y Cleomenes y Numa a Licurgo? Pero es locura el pretender juzgar de las cosas que tan distintos aspectos muestran.

Cuando Plutarco los compara, no por ello los iguala: ¿quién podría advertir sus diferencias con competencia y conciencia mayores? ¿Quiero parangonar, por ejemplo, las victorias, los hechos de armas, el poderío de los ejércitos conducidos por Pompeyo, y sus triunfos, con los de Agesilao? «Yo no creo, dice, que el mismo Jenofonte, si hubiera vivido, a pesar de haberle dejado escribir cual cuanto quiso en ventaja de Agesilao, osara establecer una comparación.» ¿Coloca a Lisandro frente a Sila? «No hay comparación posible, escribe, ni en número de victorias, ni en arriesgadas batallas, pues Lisandro ganó tan sólo dos combates navales.» No es esto aminorar a los romanos. Por haberlos simplemente presentado ante los griegos, ninguna injuria pudo haberlos inferido, cualquiera que sea la disparidad que pueda haber entre unos y otros. Plutarco no los contrapesa por entero; en conjunto, en él no se descubre ninguna preferencia; compara las partes y circunstancias unas tras otras y las juzga separadamente. Por donde, si acusarle quisiera de favoritismo, sería preciso analizar algún juicio particular, o decir en general que incurrió en tal falta no comparando tal griego con tal romano, en atención a que había otros más apropiados para aparejarlos y cuyas vidas mejor se relacionaban.

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