Capítulo XXXVII

De la semejanza entre padres e hijos

En este hacinamiento de tantas piezas diversas sólo pongo mano cuando un vagar demasiado ocioso me empuja, y nunca en otro lugar que no sea mi propia casa; por eso fue formándose en ocasiones distintas y con largos intervalos, por haberme ausentado de mi vivienda a veces durante meses enteros. Tampoco enmiendo mis primeras fantasías con las segundas; si alguna vez me ocurre cambiar alguna palabra, lo hago para modificar, no para suprimir. Quiero representar el camino de mis humores para que cada parcela sea vista en el instante de su nacimiento, y me sería muy grato hoy haber comenzado más temprano la labor para así reconocer la marcha de mis mutaciones. Un criado que me servía a escribirlas bajo mi dictado creyó procurarse rico botín sustrayéndome algunas que escogió a su gusto, pero me consuela que no hallará más ganancia que pérdida yo he experimentado. Desde que comencé he envejecido siete u ocho primaveras, lo cual no aconteció sin que yo ganara alguna adquisición nueva: la liberalidad de los años hízome experimentar el cólico; que el comercio de ellos y su conversación dilatada nunca transcurren sin algún fruto semejante. Hubiera querido que entre los varios presentes que procuran a los que durante largo tiempo los frecuentan, eligieran alguno para mi más aceptable, pues ni adrede hubiesen acertado a ofrecerme otro que desde mi infancia mayor horror me infundiera; era de todos los accidentes de la vejez precisamente el que más yo temía. Muchas veces pensé conmigo mismo que iba metiéndome demasiado adentro, y que de recorrer un tan dilatado camino no dejaría de hablar a mi paso algún desagradable obstáculo; sentía que la hora de partir era llegada y que precisaba cortar en lo vivo y en lo no dañado, siguiendo a regla de los cirujanos cuando tienen que amputar algún miembro; y que a aquel que no devuelve a tiempo la vida naturaleza acostumbra a hacerle pagar usuras bien caras. Pero tan lejos me hallaba entonces de encontrarme presto a entregarla, que después de diez y ocho meses, o poco menos, que me veo en esta ingrata situación, aprendí ya a acomodarme a ella; me encuentro bien hallado con este vivir colicoso y doy con que consolarme y esperar. ¡Tan acoquinados están los hombres con su ser miserable que no hay condición, por ruda que sea, que no acepten para conservarse! Oíd a Mecenas:

Debilem facito manu,

debilem pede, coxa;

lubricos quate dentes:

vita dum superest, bene est[1040]:

y Tamerlán encubría con visos de torpe humanidad la increíble que ejerciera contra los leprosos haciendo matar a cuantos venían a su conocimiento para de este modo, decía, «libertarlos de la existencia penosa que vivían»: pues todos ellos hubieran mejor preferido ser tres veces leprosos que dejar de ser; y Antistenos el estoico, hallándose enfermo de gravedad, exclamaba: «¿Quién me librará de estos males?» Diógenes, que lo había ido a ver, le dijo presentándole un cuchillo: «Éste, si tú quieres, y en un instante. -No digo de la vida, replicó aquél, sino de los dolores.» Los sufrimientos de que simplemente el alma padece me afligen mucho menos que a la mayor parte de los hombres, ya por reflexión, pues el mundo juzga horribles algunas cosas, o evitables a expensas de la vida, que para mí son casi indiferentes, merced a una complexión estúpida e insensible para con los accidentes que me acometen en derechura, la cual considero como uno de los mejores componentes de mi natural; mas los quebrantos verdaderamente esenciales y corporales los experimento con harta viveza. Por eso, como antaño los preveía con vista débil, delicada y blanda, a causa de haber gozado la prolongada salud y el reposo que Dios me prestara durante la mejor parte de mis años, mi mente los había concebido tan insoportables, que, a la verdad, más miedo albergaba con la idea que mal experimenté con la realidad; por donde creo cada día con mayor firmeza que la mayor parte de las facultades de nuestra alma, conforme nosotros las ejercitamos, trastornan más que contribuyen al reposo de la vida.

Yo me encuentro en lucha con la peor de las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más mortal y la más irremediable; me ha hecho ya experimentar cinco o deis dilatadísimos y penosos accesos, mas sin embargo, yo no vanaglorio o entiendo que aun en ese estado encuentra todavía modo de sustraerse quien tiene el espíritu aligerado del temor de la muerte y descargado de las amenazas, conclusiones y consecuencias con que la medicina nos llena la cabeza; ni siquiera al efecto mismo del dolor circunda tina agriura tan áspera y prepotente para que un hombre tranquilo se encolerice y desespere. Este provecho he sacado del cólico que no había logrado con mis solas fuerzas alcanzar: que me concilia de todo en todo con la muerte y me arrima a ella, pues cuanto más aquél me oprima o importune, tanto menos el sucumbir me será temible. Había ya ganado el no amar la vida sino por la vida misma; aquel dolor servirá aún para desatar esta inteligencia; ¡y quiera Dios que al fin (si la rudeza del acabar viene a sobrepujar mis fuerzas) el mal no me lance a la opuesta extremidad, no menos viciosa, de amar y desear el morir!

Summum nec metuas diem, nec optes[1041]:

son dos pasiones igualmente merecedoras de temor; mas el remedio de la una se alcanza con mayor presteza que el de la otra.

Por lo demás siempre consideré como cosa de ceremonia el precepto que tan rigorosa y exactamente ordena el mantener buen semblante junto con un ademán desdeñoso ante el sufrimiento de los males ¿Por qué la filosofía, cuya misión mira solamente a lo vivo y a los efectos, se detiene en estas apariencias externas? Que abandone ese cuidado a los farsantes y a los maestros de retórica, quienes con tantos aspavientos encarecen nuestros gestos; que conceda valientemente al dolor la flojedad vocal, siempre y cuando que ésta no sea ni cordial ni del pecho emane, y preste de buen grado esas quejas al género de suspiros, sollozos, palpitaciones y palideces que la naturaleza puso por cima de nuestro poder: mientras el ánimo se mantenga libre de horror y las palabras surjan sin desesperación, que la filosofía se dé por satisfecha; ¿qué importa que retorzamos nuestros brazos mientras no hagamos lo propio con nuestros pensamientos? Debe enderezarnos para nosotros, no para los demás; para ser, no para parecer; que la filosofía se detenga a gobernar nuestro entendimiento, que es la misión que se impuso; que en medio de los esfuerzos del cólico mantenga el alma capaz de reconocerse, de seguir su camino acostumbrado, combatiendo el dolor y haciéndole frente, no prosternándose vergonzosamente a sus pies; conmovida y ardorosa por el combate, no abatida y derribada; capaz de comercio, susceptible de conversar y de otra ocupación cualquiera, hasta llegar a cierto límite. En accidentes tan extremos es crueldad el requerir de nosotros una compostura tan ordenada; si con ello experimentamos mejoría, poco importa que adoptemos mal semblante; si el cuerpo se alivia con los lamentos, que los exhale; si la agitación le place, que se eche a rodar de un lado a otro como mejor cuadre a su albedrío; si le parece que el mal se evapora en algún modo (algunos médicos dicen que esto ayuda a parir a las mujeres preñadas) expulsando la voz afuera, con violencia grande, o si así entretiene su tormento, que grite hasta desgañitarse. No ordenemos a esa voz que camine, dejémosla marchar. Epicuro, no solamente perdona a sus discípulos el gritar ante los tormentos, sino que se lo aconseja: Pugiles etiam, quum feriunt, in jactandis caestibus ingemiscunt, quia profundenda voce omne corpus intenditur, venitque plaga vehementior[1042]. Sobrado trabajo nos procura el mal sin que vayamos a sobrecargarnos con estas reglas superfluas.

Todo lo cual va dicho para excusar a los que ordinariamente vemos armar estrépito ante los asaltos y sacudidas de esta enfermedad, pues por lo que a mí toca hasta la hora actual la he pasado con algún mejor continente, y me conformo con gemir, sin bramar; y no porque me violente a fin de mantener esta decencia exterior, pues no doy importancia alguna a semejante ventaja (en este punto otorgo al mal rienda suelta), sino porque mis dolores o no son tan excesivos o muestro ante sus acometidas firmeza, mayor que el común de las gentes. Yo me quejo y me despecho cuando las agrias punzadas me oprimen pero no llego a la desesperación como aquél,

Ejulatu, questu, gemitu, fremitibus

resonando, multum flebiles voces refert[1043]:

me sondeo en lo más duro del dolor, y siempre me he reconocido capaz de decir, pensar y responder tan sanamente como en cualquiera otra hora, mas no con igual firmeza, merced al mal, perturbador y desquiciador. Cuando más me aterra y los que me rodean no economizan ninguna suerte de cuidados, ensayo yo muchas veces mil fuerzas hablándoles de las cosas más lejanas de mi estado. Todo me es factible a cambio de un repentino esfuerzo, mas la duración es brevísima. ¡Qué no dispusiera yo de la facultad de aquel soñador de Cicerón, que soñando gozar una muchacha se encontró con que se había aligerado de su piedra en medio de las sábanas! Los míos me descargan extrañamente. En los intervalos de este dolor excesivo, cuando mi uretra languidece sin mortificame, encamínome de pronto a mi estado ordinario con tanta mayor facilidad cuanto que mi alma no estaba ganada anteriormente por otra alarma distinta de la sensible y corporal, de lo cual soy deudor al cuidado que siempre tuve de prepararme por reflexión a semejantes accidentes:

Laborum

nulla mihi nova nunc facies inopinave surgit:

omnia praecepi, atque animo mecum ante peregi[1044]:

Por eso estoy habituado con bastante resistencia para un aprendiz a los cambios repentinos y rudos, habiendo ido a dar de pronto de una dichosísima y muy dulce condición de vida a la más lamentable y penosa que pueda imaginarse; pues a más de ser la mía una enfermedad por sí misma muy de temer, hizo en mí sus comienzos con mucha mayor aspereza y dificultad de lo que tiene por costumbre: los accesos se apoderan de mí con frecuencia tanta, que casi nunca me siento en cabal salud. De todas suertes hasta el presente me mantengo en tal situación que si a ella puedo llevar la constancia, reconózcome en mejor condición de vida que mil otros desprovistos de fiebre ni enfermedad diferentes de las que se procuran a sí mismos por defecto de raciocinio.

Existe cierta manera de humildad sutil que emana de presunción, como la que hace que reconozcamos nuestra ignorancia en muchas cosas y seamos tan corteses que declaremos la existencia en las obras de la naturaleza de algunas cualidades y condiciones que nos son imperceptibles, y de las cuales nuestra insuficiencia no alcanza a decir los medios y las causas. Con esta honrada declaración de conciencia esperamos ganar la ventaja de que se nos crea igualmente en aquello que decimos comprender. Inútil es que vayamos escogiendo milagros y casos singulares extraños; paréceme que entre las cosas que ordinariamente vemos hay singularidades incomprensibles que superan la dificultad de los milagros. ¿Qué cosa más estupenda que esa gota de semilla, de la cual somos producto, incluya en ella las impresiones no ya sólo de la forma corporal, sino de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres? Esa gota de agua, ¿dónde acomoda un número tan infinito de formas, y cómo incluye las semejanzas por virtud de mi progreso tan temerario y desordenado que el biznieto responderá a su bisabuelo, y el sobrino al tío? En la familia de Lépido, en Roma, hubo tres individuos que nacieron (no los unos a continuación de los otros, sino por intervalos) con el ojo del mismo lado cubierto con un cartílago. En Tebas había una familia cuyos miembros llevaban estampado desde el vientre de la madre la forma de un hierro de lanza, y quien no lo tenía era considerado como ilegítimo. Aristóteles dice que en cierta nación en que las mujeres eran comunes, los hijos asignábanse por la semejanza a sus padres respectivos.

Puede creerse que yo debo al mío mi mal de piedra, pues murió afligidísimo por una muy gruesa que tenía en la vejiga, y sólo advirtió su mal a los sesenta y siete tiros de su edad; antes de este tiempo nunca sintió amenaza o resentimiento en los riñones, ni en los costados, ni en ningún otro lugar, y había vivido hasta entonces con salud próspera, muy poco sujeto a enfermedad. Siete años duró después del reconocimiento del mal, arrastrando un muy doloroso fin de vida. Yo nací veinticinco años, o más temprano, antes de su enfermedad, cuando se deslizaba su existencia en su mejor estado, y fui el tercero de sus hijos en el orden de nacimiento. ¿Dónde se incubó por espacio de tanto tiempo la propensión a este mal? Y cuando mi padre estaba tan lejos de él, esa ligerísima sustancia con que me edificó, ¿cómo fue capaz de producir una impresión tan grande? ¿y cómo permaneció luego tan encubierta que únicamente cuarenta y cinco años después he comenzado a resentirme, y yo sólo hasta el presente entre tantos hermanos y hermanas nacidos todos de la misma madre? A quien me aclare este problema, creeré cuantos milagros quiera, siempre y cuando que (como suele hacerse) no me muestre en pago de mi curiosidad una doctrina mucho más difícil y abstrusa que no es la cosa misma.

Que los médicos excusen algún tanto mi libertad si digo que merced a esa misma infusión e insinuación fatales he asentado en mi alma el menosprecio y el odio hacia sus doctrinas. Esa antipatía que yo profeso al arte de sanar es en mí hereditaria. Mi padre vivió setenta y cuatro años; mi abuelo sesenta y nueve, y mi bisabuelo cerca de ochenta, sin que llegaran a gustar ninguna suerte de suerte de medicina; y entre todos ellos, cuanto no pertenecía al uso ordinario de la vida era considerado como droga. La medicina se fundamenta en los ejemplos y en la experiencia; así también se engendran mis opiniones. ¿No es el que ofrecen mis abuelos un caso peregrino, prueba de experiencia y de los más ventajosos? Ignoro si los médicos acertarían a señalarme consignado en sus registros otro parecido de personas nacidas, educadas y muertas en el mismo hogar, bajo el mismo techo, que hayan pasado por la tierra bajo un régimen de vida hijo del propio dictamen. Necesario es que confiesen en este punto que si no la razón, al menos la fortuna recae en provecho mío, y téngase en cuenta que entre los médicos acaso vale tanto fortuna como la razón. Que en los momentos presentes no me tomen como argumento de sus miras, y que no me amenacen, aterrado como me encuentro, que esto sería cosa de superchería. De suerte que, a decir la verdad, yo he ganado bastante sobre los médicos con los ejemplos de mi casa, aun cuando en lo dicho se detengan. Las cosas humanas no muestran tanta constancia: doscientos años ha (ocho solamente faltan para que se cumplan) que aquel largo vivir nos dura pues el primero nació en mil cuatrocientos dos; así que, razón es ya que la experiencia comience a escaparnos. Que no me echen encara nuestros Galenos los males que a la hora presente me tienen agarrado por el pescuezo, pues haber vivido libre de ellos cuarenta y siete años, ¿no es ya suficiente? Aunque éstos sean el fin de mi carrera, considérola ya como de las más dilatadas.

Mis antepasados tenían tirria a la medicina a causa de una inclinación oculta y natural; hasta la sola vista de las drogas horrorizaba a mi padre. El señor de Gaviac, mi tío paternal, hombre de iglesia, enfermo desde su nacimiento, y que sin embargo hizo durar su débil vida hasta los sesenta y siete años, como cayera enfermo de una fuerte y vehemente fiebre crónica, ordenaron los médicos que se le advirtiera que de no ayudarse con eficacia (socorro llaman a lo que casi siempre es impedimento), moriría infaliblemente. Asustado como estaba con tal terrible sentencia, respondió: «Pues entonces me doy por muerto.» Mas Dios trocó muy luego en vano semejante pronóstico. El último de sus hermanos (eran cuatro), el señor de Bussaguet, que era el más joven, sometiose sólo a este arte, acaso por el comercio, así lo creo yo al menos, que sostenía con las otras artes, pues era consejero en la Cámara del Parlamento, y le fue tan mal que, siendo en apariencia de complexión más resistente murió, sin embargo, mucho antes que los otros hermanos, a excepción de uno de ellos, el señor de Saint-Michel.

Posible es que yo haya recibido de ellos esta aversión natural a la medicina, pero si no tuviera en mi favor otras consideraciones, hubiese intentado vencer aquélla, por cuanto todas las convicciones que nacen en nosotros son viciosas y constituyen una especie de enfermedad que es preciso combatir. Pudo, como digo, ocurrir que yo me inclinara a semejante propensión, pero lo seguro es que la apoyé y fortifiqué con el raciocinio, el cual arraigó en mí la opinión que profeso, pues, yo odio también la consideración que rechaza la medicina por el amargor de su gusto. No sería éste mi sentir encontrando la salud merecedora de ser rescatada aun a costa de todos los cauterios e incisiones más penosos que se practiquen. Y siguiendo a Epicuro, me parece que deben evitarse los goces si traen luego como consecuencia dolores más grandes, y buscarse los quebrantos que acarrean goces mayores.

Cosa preciosa es la salud, y la sola, en verdad, merecedora de que se empleen en su inquirimiento no ya el tiempo solamente, los sudores, los dolores y los bienes, sino hasta la misma vida, tanto más cuanto que sin ella la existencia nos es carga penosa y horrenda. Sin ella los goces, la prudencia, la ciencia y la virtud se empañan y desvanecen, y a los más firmes y rígidos discursos que la filosofía quiera imprimirnos en prueba de lo contrario, no tenemos sino oponer la imagen de Platón, herido de enfermedad aguda o por el mal apoplético, y admitida ya presuposición semejante, desafiarle a que llamara en su socorro las espléndidas facultades de su alma. Todo camino que nos conduzca a la salud no puede en mi sentir considerarse como áspero ni costoso. Mas yo albergo otras razones que me hacen desconfiar extrañamente de esta mercancía. Y no digo que no pueda haber algún arte, ni que no existan entre tantas producciones de la naturaleza, algunas cosas propias a la conservación de nuestra salud; esto es evidente. Yo bien sé que hay simples que humedecen y otros que secan; por experiencia conozco que los rábanos ocasionan flatos, y que las hojas de sen libertan el vientre; familiares me son estos remedios como igualmente que el carnero me sirve de alimento y que el vino me caldea; y decía Solón que el comer era como las otras drogas, una medicina contra la enfermedad del hambre. No desapruebo el uso que del mundo sacamos, ni pongo en duda la fecundidad y el poder de la naturaleza y la aplicación de ésta a nuestras necesidades; bien advierto que los sollos y las golondrinas se encuentran con ella bien hallados. Yo desconfío de las invenciones de nuestro espíritu, de nuestra ciencia y de nuestro arte, en favor del cual abandonamos aquella sabia maestra y sus preceptos, y por el cual gobernados no acertamos a mantenernos en la moderación ni en el justo límite. Como llamamos justicia a la modelación de las primeras leyes que caen bajo nuestra mano, a su aplicación y práctica ineptísisima y frecuentemente escandalosísima; y como aquellos que de ella se burlan y la acusan no entienden sin embargo injuriar virtud tan noble, sino exclusivamente condenar el abuso y profanación de tan sagrado título, así en la medicina venero yo su glorioso epípeto, su proposición y sus promesas de utilidad indudable al género humano; mas lo que entre nosotros designa, ni lo honro ni lo estimo.

En primer lugar, la experiencia me la hace temer, pues allí donde mis conocimientos alcanzan no veo ninguna clase de gentes que más enferme ni que más tarde cure que la que vive bajo la jurisdicción de la medicina; la salud de aquéllas se adultera y corrompe con la sujeción del régimen.

Los médicos no se contentan con gobernar la enfermedad, sino que además truecan la salud en mal para asegurar en toda ocasión el ejercicio de su autoridad; y efectivamente, de una salud constante y plena ¿no sacan como consecuencia una enfermedad futura? Yo he estado enfermo con sobrada frecuencia, y sin socorro extraño hallé mis males (y los experimenté de todas suertes) tan dulces de soportar y tan cortos cual ninguna otra persona, no habiendo recurrido a la amargura de sus prescripciones. Mi sanidad es libre y cabal sin más regla ni disciplina que mi costumbre y ni deleite; cualquier lugar me es adecuado para fijarme, pues no me precisan comodidades distintas en la enfermedad a las que he menester estando bueno. Carecer de facultativo no me intranquiliza ni tampoco de boticario y otros auxilios cuya privación aflige a la mayor parte de las gentes más que el mal mismo. ¡Cómo! ¿Acaso ellos nos muestran con su vida bienandante y duradera que podamos abrigar en su ciencia alguna racional seguridad?

No hay nación que no haya vivido muchos siglos sin medicina, entre ellas las primeras, es decir, las mejores y las más dichosas; y en todo el mundo la décima parte no se sirve de ella ni aun actualmente. Infinitos pueblos la desconocen, en los cuales se vive más sana y dilatadamente que entre nosotros. En nuestro país el vulgo prescinde de ella felizmente; entre los romanos transcurrieron seiscientos años antes de recibirla, y luego de haberla puesto a prueba lanzáronla de su ciudad por mediación de Catón el censor, el cual mostró con cuantísima facilidad se subsistía sin ella, habiendo vivido ochenta y cinco años y hecho durar a su mujer hasta la vejez más extrema, no precisamente sin medicina, sino sin médico, pues todo lo saludable a nuestra vida puede llamarse medicina. Catón mantenía, así lo dice Plutarco, a su familia en salud cabal sustentándola con liebre; como los árcades, dice Plinio, curaban todas las enfermedades con leche de vaca: y los libios, según Herodoto, gozaban popularmente de singular salud gracias a la costumbre que adoptaran: cuando los muchachos habían cumplido cuatro años los cauterizaban y quemaban las venas de la cabeza y de las sienes, por donde para toda la vida cortaban el camino a toda fluxión y constipado; los aldeanos de ese pueblo, en todos los accidentes que les sobrevenían, no empleaban sino el vino más fuerte que tenían, mezclado con azafrán y especias, y siempre con fortuna prospera.

Y a decir la verdad, entre toda esa diversidad y confusión de ordenanzas, ¿qué otro efecto se persigue sino vaciar el vientre? Lo cual pueden ejecutar mil simples domésticos; y no sé yo si la operación es tan útil como dicen, y si nuestra naturaleza no tiene necesidad de guardar sus excrementos hasta cierta medida, como el vino ha menester de las heces para su conservación; frecuentemente vemos a personas sanas acometidas por los vómitos o por los flujos de vientre; por algún accidente extraño se procuran una limpia general sin necesidad alguna precedente ni utilidad consiguiente, y a veces hasta con empeoramiento y menoscabo.

Antaño aprendí en el gran Platón que de las tres suertes de movimientos que nos son inherentes, el último y el peor de todos es el de la purgación; y que ningún hombre, como no sea loco de remate, debe echar mano de ella si no se reconoce empujado por la necesidad más extrema. Con ella se va revolviendo y despertando el mal por oposiciones contrarias; precisa que sea la manera de vivir lo que dulcemente ponga en vías de languidecimiento y reconduzca a su fin; los violentos arponazos entre la droga que se aplica y el mal que se combate redundan siempre en nuestro daño, puesto que la querella se dilucida dentro de nosotros y la medicina es un socorro de poco fiar, por naturaleza enemigo de nuestra salud, y que en nuestra economía no encuentra acceso sino merced al trastorno. Dejemos marchar las cosas sin violentarlas; el orden que auxilia a las pulgas y a los topos, ayuda también a los hombres que tienen paciencia semejante en el dejarse gobernar a la de los topos y las pulgas; inútil es que gritemos; así no hacemos más que enronquecernos sin avanzar un paso, puesto que nos las habemos con un orden indomable y soberbio. Nuestro temor y nuestra desesperación le contrarían, retardando nuestro alivio en vez de convidarlo; al mal debe su curso como a la salud; dejarse corromper en provecho del uno y perjudicando los derechos de la otra, el orden no lo consentirá sin lanzarse derecho al desorden. ¡Sigámosle por lo más santo! Vayamos con él de la mano: él conduce a los que lo acompañan, y a los que le abandonan los arrastra y trueca en hidrófobos y a su medicina con ellos. Purgad mejor vuestro cerebro; así ganaréis más que purgando vuestro vientre.

Preguntado un lacedemonio por la causa de su larga y saludable vida respondió que obedecía a «la ignorancia de la medicina»; y Adriano el emperador, ya moribundo, gritaba sin cesar «que la tiranía de los médicos le había matado». Un luchador detestable se hizo médico, y Diógenes le dijo: «Ánimo, amigo, hiciste bien, ahora echarás por tierra a los que antaño te derribaron.» Pero los galenos, según Nicocles, tienen la buena estrella «de que el sol alumbra sus bienandanzas y la tierra oculta sus delitos». Y a más de esto hallan a la mano una ventajosísima manera de que en su provecho recaigan los acontecimientos todos, pues aquello que, merced el acaso, a la naturaleza o a cualquiera otra causa extraña (y todas consideradas son infinitas), ocasiona en nosotros efecto saludable y bueno, lo achacan a privilegio de la medicina y a ella se lo atribuyen. Todos los resultados felices que llegan al paciente permaneciendo bajo su régimen, de la medicina los alcanza. Las ocasiones en que yo me vi curado y en que mil otros se vieron sanados sin recurrir a los médicos ni a sus socorros las usurpan éstos en su provecho; y en cuanto a los desdichados accidentes, ¿rechazan la responsabilidad por completo echando la culpa al paciente con el arrimo de razones tan vanas como éstas, que jamás dejan de encontrar en buen número: «Sacó los brazos de la cama; oyó el ruido de un coche,

Rhedarum transitus areto

vicorum in flexu[1045];

entreabrieron la ventana, se acostó del lado izquierdo, o sin duda pasó por su cabeza alguna penosa idea.» (En, suma, una palabra, una soñación, una ojeada les bastan como excusa para descargo de sus culpas.) O si les viene en ganas, se sirven del empeoramiento para salir ilesos por otro procedimiento que jamás les falla, y es el convencernos, cuando la enfermedad se encuentra aguzada por los remedios que aplican, de la seguridad de que nuestra estado sería aun más desastroso sin sus remedios: aquel a quien lanzaron del escalofrío a las tercianas hubiera, según ellos, padecido la fiebre crónica. En verdad obran cuerdamente al requerir del enfermo una creencia que les sea enteramente favorable; preciso es que sea de esa índole, y bien elástica además, para aplicarla a las especies tan difíciles de tragar. Platón decía, con razón sobrada, que sólo a los médicos pertenecía el mentir con libertad completa, puesto que nuestra salud depende de la vanidad y falsedad de sus promesas. Esopo, autor de excelencia rarísima, de quien pocas gentes descubren todas las gracias, nos representa ingeniosamente la autoridad tiránica que los médicos usurpan sobre esas pobres almas débiles y abatidas por el temor y el mal, pues refiere que un enfermo, interrogado por el que le asistía acerca del efecto que experimentaba con los medicamentos que le suministrara, contestó: «He sudado mucho. -Eso es bueno», repuso el médico. Otra vez preguntole cómo lo había ido después: «He sentido un frío intenso, respondió el paciente, y he rehilado mucho. -Eso es bueno», añadió el médico. Y como uno de sus domésticos se inquiriera de su situación; «En verdad, amigo, respondió, a fuerza de bienestar me voy muriendo.»

En Egipto había una ley equitativa según la cual el facultativo tomaba al paciente a su cargo durante los tres días primeros del mal a riesgo y fortuna del segundo, mas pasado ese tiempo la cosa corría a cargo del médico; y en verdad que el proceder era justo, pues ¿qué razón hay para que Esculapio, patrón de nuestros hombres, fuera castigado por haber convertido a Hipólito de la muerte a la vida:

Nam Pater omnipotens, aliquem indignatus ab umbris

mortalem infernis ad lumina surgere vitae,

ipse repertorem medicinae talis, et artis,

fulmine Phaebigenam Stygias detrusit ad undas[1046];

y sus sucesores sean absueltos enviando a tantas almas de la vida a la muerte? Un médico alababa a Nicocles el arte que ejercía como cosa de autoridad preeminente: «En verdad opino como tú, repuso Nicocles, puesto que con impunidad completa puede matar a tantas gentes.»

Por lo demás, si yo hubiera pertenecido a esa camada habría convertido mi disciplina en más sagrada y misteriosa; si bien empezaron a maravilla, no siguieron luego el mismo camino. Excelente comenzar era el hacer a los dioses y a los demonios autores de su ciencia, y el haber adoptado un lenguaje aparte y una escritura aparte, a pesar de que la filosofía declara locura el adoctrinar a un hombre para su provecho por manera ininteligible. Ut si quis medicus imperet, ut sumat

Terrigenam, herbigradam, domiportam, sanguine cassam.[1047]

Buen precepto de la ciencia de curar es el que acompaña a todas las artes fantásticas, vanas y sobrenaturales; reza ésta la necesidad de que la fe del paciente aguarde con esperanza dichosa y seguridad cabal el efecto de la operación. Esta regla la llevan a una extremidad tal, que para ellos el médico más ignorante y grosero es más adecuado para quien confía en él que el más experimentado y diestro. La elección misma de sus drogas es en algún modo misteriosa y como divina; ya prescriben la pata izquierda de una tortuga, la orina del lagarto, el excremento del elefante o el hígado de un topo; ya la sangre extraída del ala derecha de un pichón blanco; y a los que propendemos al cólico (a tal punto abusan en menosprecio de nuestra miseria) nos preceptúan las cagarrutas de ratón pulverizadas y otras ridiculeces, que mas parecen cosas de magia y encantamiento que de ciencia sólida. Dejo a un lado el número impar de sus píldoras; el señalamiento de ciertos días y fiestas del año; la distinción de horas para recoger las hierbas de sus ingredientes, y ese gesto de urañería y prudencia que revisten en porte y continente, el cual ya Plinio ridiculiza. Pero, como dije, no continuaron este hermoso comenzar al no convertir en más religiosas y secretas sus asambleas y consultaciones: ningún profano debía tener en ellas acceso, como no lo alcanza en las reservadas ceremonias de Esculapio; porque acontece con tamaña falta que la irresolución médica, la debilidad de sus argumentos, adivinaciones y fundamentos, la rudeza de sus discusiones impregnadas de odio, envidia y egoísmo, viniendo de todo el mundo a ser descubiertas, es preciso ser ciego de remate para no reconocerse en peligro entre sus manos. ¿Quién vio nunca a un médico servirse de la receta de su compañero sin añadir o quitar alguna cosa? Con esto denuncian de sobre su arte, haciéndonos ver que atienden más a la propia reputación, y por consiguiente a su provecho, que al interés de sus pacientes. Aquel de sus doctores fue más prudente que en lo antiguo les prescribiera que tan sólo uno se las hubiese con un enfermo; pues en este caso, de no hacer nada de provecho, la acusación al arte de la medicina no podrá ser muy grande por la culpa de un hombre solo; por el contrario, la gloria será mayor si la bienandanza corona la obra; mientras que siendo muchos desacreditan constantemente la profesión, con tanta más razón cuanto que mayor es la frecuencia con que practican el mal que con que ejecutan el bien. Debieran resignarse con el perpetuo desacuerdo que se descubre en las opiniones de los principales maestros y autores antiguos que trataron de esta ciencia, el cual sólo es conocido de los hombres versados en los libros, guardándose de hacer patente al vulgo las controversias y veleidades de juicio que perpetuamente encienden y alimentan entre ellos.

¿Queremos mostrar un ejemplo del remoto debate de la medicina? Herófilo coloca en los humores la causa generadora de las enfermedades, Herasistrato en la sangre de las arterias, Asclepiades en los átomos invisibles que penetran en nuestros poros, Alamón en la exuberancia o defecto de fuerzas corporales, Diocles en el desequilibrio de los elementos del cuerpo y en la calidad del aire no respiramos, Estrato en la abundancia, crudeza y corrupción del alimento que nos sustenta, e Hipócrates supone que los espíritus son la causa de los males. Hay uno de sus colegas, a quien los médicos conocen mejor que yo, que clama a propósito de tamaña disparidad: «La ciencia más importante que existe para nuestro provecho, o sea aquella cuya misión es nuestra conservación y salud, es por desdicha la más incierta, la más turbia y a la que agitan cambios más grandes.» No corremos grave riesgo al engañarnos en punto a la altura del sol, o en echar una fracción de más o de menos en las medidas astronómicas; pero aquí donde todo nuestro ser se pone en juego no es prudente que nos abandonemos a merced de la agitación de tantos vientos contrarios.

Antes de la guerra peloponesiaca no hubo grandes nuevas de esta ciencia. Hipócrates la acreditó, y, cuantos principios éste había sentado, vino Crisipo y los derribó; luego, Erasistrato, nieto de Aristóteles, desmenuzó cuanto Crisipo había escrito; después de ellos sobrevinieron los empíricos, quienes siguieron un camino enteramente opuesto al seguido por los antiguos en el cultivo de este arte; y citando el crédito de estos últimos empezó a envejecer, Herófilo puso de moda otra suerte de medicina que Asclepiades vino a combatir y a aniquilar a su vez. En su época alcanzaron autoridad las opiniones de Temison, y después las de Musa, y todavía posteriormente las de Victio Valens, médico famoso por el trato íntimo que mantuvo con Mesalina. El cetro de la medicina fue a parar en tiempo de Nerón a manos de Tesalo, el cual abolió y condenó cuanto había hasta él estado vigente; la doctrina de éste fue abatida por Crinas de Marsella, quien nos trajo como novedades el apañar todas las operaciones médicas conforme a las efemérides y movimientos de los astros; comer, beber y dormir a la hora que pluguiera a la luna y a Mercurio. Su autoridad fue muy poco tiempo después suplantada por Carino, médico de la misma ciudad de Marsella, quien combatió no sólo la antigua medicina sino también el uso público de los baños calientes, de tantos siglos antes acostumbrado. Este galeno hacía bañar a los hombres en agua fría hasta en invierno, zambullía a los enfermos en la corriente de los arroyos. Hasta la época de Plinio ningún romano se había dignado ejercer la medicina; practicábanla los griegos y los extranjeros, como entre nosotros la ejercen los latinajistas; pues, como dice un médico competentísimo, no aceptamos de buen grado el remedio que entendemos, como tampoco la droga que cogemos con nuestras manos. Si los países que nos procuran el guayacán, la zarzaparrilla y el árbol de la quina tienen sus médicos correspondientes, merced al crédito que entre éstos goza lo extraño, lo singular y lo caro, ¿cuánto no encomiarán nuestras coles y nuestro perejil? En efecto, ¿quién osara menospreciar las cosas tan lejos buscadas, al través de los azares de una peregrinación tan dilatada y peligrosa? Después de estas antiguas mutaciones de la medicina, hubo infinitas otras hasta nuestros días, y ordinariamente transformaciones completas y universales, como son las acontecidas en nuestro tiempo con Paracelso, Fioravanti y Argenterio: pues no solamente cambian un principio, sino que, según me informan, vuelven del revés todo el contexto y ensambladura de la medicina, acusando de ignorancia y engaño a los que la profesaron hasta ellos. Con lo cual puede formarse idea de la suerte que corre el desdichado paciente.

Si a lo menos estuviéramos seguros de que al engañarse no perdemos si no salimos gananciosos, obtendríamos con ello una compensación muy razonable exponiéndonos a alcanzar el bien sin abocarnos a las pérdidas. Esopo relata el cuento siguiente de un individuo que compró un esclavo: como supusiera que el color le había sobrevenido por accidente y perversos tratamientos de su primer amo, hízole medicinar con muchos baños y brebajes, con exquisito esmero, y aconteció que el esclavo no cambió en modo alguno su color obscuro, perdiendo por completo la salud de que antes disfrutara. ¿Cuántas veces no nos ocurre ver a los médicos imputarse los unos a los otros la muerte de sus pacientes? Me acuerdo ahora de una enfermedad epidémica que reinó en los pueblos de mi vecindad hace algunos años, mortal y peligrosísima; una vez la avalancha pasada (había arrastrado tras sí infinito número de vidas), uno de los médicos más renombrados de la localidad publicó un libro tocante a la materia, en el cual se consignaba que para combatir el mal se había empleado la sangría, y que esto había sido una de las causas principales del daño sobrevenido. Con fundamento mayor los autores sostienen que no hay medicina que no tenga alguna parte dañosa; y si aun aquellas mismas que nos benefician nos perjudican en algún modo, ¿qué no harán las que se nos aplican de todo en todo fuera de propósito? Por mi parte, y ya que no otra cosa, considero que para aquellos que detestan el sabor de las drogas debe constituir un esfuerzo peligroso y perjudicial el tragarlas a una hora tan incómoda y con tanta repugnancia; y creo que esto expone inminentemente al enfermo en los momentos en que tanto ha menester de reposo; de considerar además las ocasiones en que ordinariamente fundan las causas de nuestras dolencias, se ve que aquéllas son tan ligeras y delicadas, que de ello puede argumentarse que un error baladí en la suministración de sus potingues puede acarrearnos un mal incalculable.

Ahora bien; si el error del médico es dañoso, nos irá rematadamente mal, pues es muy difícil que no caiga en él de nuevo frecuentemente. Tiene éste necesidad de desmontar demasiadas piezas, consideraciones y circunstancias para marcar justamente sus designios; le precisa conocer la complexión del enfermo, su temperatura, sus humores e inclinaciones, sus actos, sus pensamientos mismos y fantasías; es necesario, además, que sepa darse cuenta de las circunstancias externas, de la naturaleza del lugar, condición del aire y del tiempo, posición de los planetas y su influencia; que conozca, en la enfermedad que tiene entre manos, las causas, signos, afecciones y días críticos; de la droga: el peso, la fuerza, el país de donde procede, la figura, el tiempo y la manera de suministrarla. Menester es que todos estos puntos sepa proporcionarlos y referirlos unos a otros, para de este modo engendrar una cabal simetría, la cual no alcanza, por escasa que sea la falta; si entre tantos resortes uno solo se desvía, basta y sobra para perdernos. Dios sabe de cuánta dificultad sea la penetración de casi todas estas partes, pues, por ejemplo, ¿cómo echará de ver la señal propia de la enfermedad, cada una de éstas siendo capaz de un número tan grande de signos? ¿Cuántos debates y dudas no sostienen y albergan los médicos en punto a la interpretación de la orina? Si así no fuera, ¿cuál sería el origen de ese continuo altercado que vemos entre ellos sobre el conocimiento del mal? ¿Cómo excusaríamos ese error en que caen con tanta frecuencia, de confundir la marta con el zorro? En los males que yo he sufrido, por pequeña que haya sido su aplicación, nunca encontré tres que estuvieran de acuerdo, y señalo más particularmente los ejemplos que me incumben. Últimamente en París, un caballero sufrió la operación de la talla aconsejado por los médicos, al cual no se encontró piedra ninguna ni en la vejiga ni en la mano: en París también un obispo, a quien yo tenía por grande amigo, fue solicitado por la mayor parte de los médicos, a quienes pidió consejo para que se prestase a la misma operación; yo también, por impulso ajeno, ayudé a ello con mis persuasiones, y cuando murió y le abrieron encontrose que su mal residía en los riñones. Menos disculpables son al engañarse en esta enfermedad, por cuanto que es palpable hasta cierto punto. Por donde la cirugía me parece de certeza mucho mayor, en atención a que maneja y ve lo que ejecuta; hay en ella menos que conjeturar y menos que adivinar: en la medicina, los médicos carecían de speculum matricis que les descubra nuestro cerebro, nuestro pulmón y nuestro hígado.

Las promesas mismas de la medicina son increíbles, pues habiendo de proveer a accidentes diversos y contrarios, que frecuentemente nos acosan juntos y que guardan una relación casi necesaria, como el calor del hígado y la frialdad del estómago, los médicos tratan de persuadirnos de que con sus menjurjes uno calentará el estómago, mientras el otro refrescará el hígado; uno tiene a su cargo ir derecho a los riñones, o a la vejiga, sin extenderse por otra parte, y conservando su fuerza y su virtud en este largo camino lleno de sinuosidades hasta el lugar a cuyo servicio se destina, por su propiedad oculta; el otro secará el cerebro, éste humedecerá el pulmón. De todo ese montón elaborados una mixtura y un brebaje, ¿no es una especie de ensueño el confiar que estas virtudes vayan dividiéndose y seleccionándose en medio de semejante confusión y mezcla, para proveer a cargas tan diversa? Yo temería infinitamente que perdieran o cambiaran sus direcciones, y que alborotaran el barrio. ¿Y por qué no imaginar en medio de tal confusión de elementos que las propiedades de estos no se corrompan, confundan y alteren los unos a los otros? ¿Y qué decir si la ejecución de esta ordenanza depende de otro encargado, a cuya fe y merced abandonamos una vez más nuestra vida?

Así como tenemos coleteros y calzoneros para vestirnos, y somos tanto mejor servidos cuanto que cada cual se ocupa solamente de su oficio, y su ciencia es más restringida y limitada que la del sastre, el cual todas las prendas abraza; y como en materia de alimentos los grandes para comodidad mayor tienen despensas, y en unas ponen las verduras y los asados en otras, de los cuales un cocinero que se ocupara de todo no podría delicadamente salir del paso, así los egipcios en punto al arte de curar tuvieron razón al desechar el general oficio de médico y al cortar esta profesión: a cada enfermedad, a cada parte del cuerpo asignaron en su obrero correspondiente, pues así cada una de ellas se veía más propia y menos confusamente tratada por no considerarse sino ella sola especialmente. Los nuestros no echan de ver que quien provee a todo no provee a nada, que la total organización de este mundo les es indigesta. Por temor de detener el curso de una disentería, a causa de la fiebre que hubiera sobrevenido, no mataron a un amigo que valía más que todos juntos, tantos como son. Amontonan sus adivinaciones en oposición con los males presentes, y por no curar el cerebro a expensas del estómago perjudican el estómago y empeoran el cerebro con sus drogas tumultuorias y contradictorias.

En cuanto a la variedad y debilidad de las razones de este arte, las de ningún otro son más palmarias; veamos, si no, una muestra. Las cosas aperitivas son útiles a un hombre sujeto al cólico porque abren los conductos y los dilatan, y encaminan la materia viscosa de que se forman la grava y la piedra conduciendo hacia bajo lo que comienza a amasarse y a endurecerse en los riñones: las cosas aperitivas son nocivas a un hombre sujeto al cólico porque abriendo los conductos y dilatándolos encaminan hacia los riñones las materias propias a formar la piedra, las cuales juntándose fácilmente por serles habitual esta propensión, es difícil que no amontonen mucho de lo que se haya acarreado; mayormente, si por casualidad se encuentra algún cuerpo algo más grueso de lo necesario para atravesar todos los estrechos que quedan por franquear para salir al exterior, este cuerpo puesto en movimiento por las substancias aperitivas y lanzado en conductos estrechos, si llega a taparlos encaminará al enfermo a una muerte dolorosísima. Es conveniente hacer aguas con frecuencia, puesto que la experiencia nos muestra que dejándolas estancar procurámoslas el tiempo preciso para que se descarguen de la parte sólida disuelta y demás sedimentos que servirán de materiales para formar la piedra en la vejiga: es bueno no hacer aguas con frecuencia, porque los pesados sedimentos que éstas arrastran consigo no los llevarán si no hay violencia en la operación, como la experiencia nos enseña: así un torrente que rueda con impetuosidad barre con mayor limpieza el lugar por donde pasa que no el curso de un arroyuelo blando y tardo. Análogamente, es bueno tener comercio frecuente con mujeres, porque así abren los conductos, dando suelta a la grava y a la arena; es también nocivo, porque irrita los riñones, los cansa y debilita. Es bueno bañarse en agua caliente, porque así se aflojan y reblandecen los lugares en que se estancan la arena y la piedra; malo también es, porque esta aplicación del calor externo cuece los riñones, endureciendo y fortificando la materia, que para ello interiormente está dispuesta. A los que están en balnearios es saludable comer poco por la noche a fin de que el brebaje de las aguas que tienen que tomar al siguiente día por la mañana haga mejor su operación encontrando el estómago vacío y no imposibilitado; por el contrario, es mejor comer poco a medio día a fin de no trastornar los efectos del agua, que no llegaron todavía a ser perfectos, no cargando el estómago tan de repente con otra labor que efectuar, y dejando así la tarea de digerir para la noche, que la práctica mejor que no el día, en que el cuerpo y el espíritu están en perpetuo movimiento y acción. He aquí cómo van burlándose y divirtiéndose a nuestras expensas en todos sus discursos, y no acertarían a presentarme una proposición la cual yo no rebatiera con otra contraria de fuerza parecida. Que no lo alboroten, pues, en medio de barahúnda semejante contra los que mansamente se dejan guiar por el propio instinto y consejo de la naturaleza, echándose en brazos de la común fortuna.

Con ocasión de mis viajes he visitado casi todos los balnearios famosos de la cristiandad, y hace algunos años comencé de ellos a servirme, pues en general considero el remojarse como saludable, y creo que corremos incomodidades no ligeras en nuestra salud por haber perdido esta costumbre, que fue generalmente observada en los tiempos pasados en casi todas las naciones, y lo es todavía en muchas de lavarse el cuerpo todos los días; no puedo yo imaginar que no valgamos mucho menos teniendo así nuestros miembros como los crustáceos y nuestros poros cubiertos de grasa. Por lo que toca a tomar aguas, la casualidad hizo que esto no fuera en modo alguno enemigo de mi gusto; en segundo lugar es cosa sencilla y natural, que a lo menos no perjudica si no ocasiona buenos resultados, de lo cual es prueba la multitud de pueblos de todas suertes y complexiones que en los baños se congregan; aunque yo no haya advertido con el agua ningún efecto extraordinario y milagroso, informándome con mayor atención de la que comúnmente se pone en estas cosas, he reconocido como mal fundados y falsos todos los rumores de tales operaciones como se esparcen por estos lugares y a que se da crédito (así el mundo va engañándose fácilmente con lo que desea); apenas si he visto ninguna persona a quien las aguas hayan empeorado, y sin malicia no puede negarse que despiertan el apetito, facilitan la digestión y nos prestan algún nuevo contentamiento, si a ellas no se va con las fuerzas demasiado abatidas, lo cual yo a nadie aconsejo; las aguas son impotentes para enderezar una pesada ruina; pueden sí servir de apoyo a una inclinación ligera o remediar la amenaza de algún trastorno. Quien no lleva suficientes ánimos para poder gozar el placer de las compañías que allí se encuentran y de los paseos y ejercicios a que nos convida la hermosura de los lugares en que comúnmente están situadas, pierde sin duda la mejor parte y la más segura del efecto de las mismas. Por esta causa yo procuré hasta hoy detenerme y servirme de aquellas en que la amenidad del lugar es mayor, la comodidad de alojamiento, la diversidad de víveres y la excelencia de compañía, como son en Francia los baños de Bañeras, en la frontera de Alemania y de Lorena los de Plombiers, en Suiza los de Baden, en Toscana los de Luca, especialmente los llamados della Villa, que son los que yo he visitado con mayor frecuencia en diversas épocas.

Cada nación profesa opiniones particulares en punto a su uso y tiene modos y formas de servirse de ellos completamente diversos; a lo que yo entiendo, los efectos son casi idénticos: el beber no es en manera alguna recibido en Alemania; allí se bañan para curar todas las enfermedades y permanecen en el agua como las ranas, de sol a sol; en Italia, cuando beben nueve días se remojan treinta por lo menos, y comúnmente toman el agua mezclada con otras drogas para que ayuden mejor a la operación. En unos sitios se nos ordena, el paseo para dirigirla, en otros el permanecer en el lecho donde la tomamos hasta desalojarla, teniendo bien abrigados el vientre y los pies. Como los alemanes tienen por costumbre peculiar, el aplicarse ventosas en el baño, así los italianos usan las doccie, que son ciertas goteras de agua caliente conducida por caños, y se riegan una hora por la mañana y otro tanto a medio, día, por espacio de un mes, el pecho, la cabeza o la parte del cuerpo que de ello ha menester. En cada localidad hay multitud de particularidades en la manera de servirse del mejor decir, casi ninguna semejanza existe de unos a otros lugares. He aquí con o esta parte de la medicina, la única con que haya yo transigido, aun cuando sea la menos artificial, incluyo también una parte no pequeña de la incertidumbre y confusión que por doquiera se ven en el arte de curar.

Los poetas expresan cuanto les pasa por las mientes con gracia y énfasis mayores que los demás mortales; ejemplo este epigrama:

Alcon hesterno signum Jovis attigit: ille,

quamvis marmoreus, vim patitur medici.

Ecce bodic, jussus transferri ex aede vetusta,

effertur, quamvis sit deus atque lapis[1048]:

y este otro:

Lotus nobiscum est, hilaris coenavit, et idem

invertus mane est mortuus Andragoras.

Tam subitae mortis causam,Faustine, requiris?

in somnis rnedicum viderat Hermecratem[1049]:

a propósito de los cuales quiero ingerir aquí dos cuentos.

El barón de Caupene de Chalosse y yo tenemos en común el derecho de patronato sobre un beneficio de extensión dilatada, al pie de nuestras montañas, que se llama Lahontan. Ocurrió con los habitantes de este rincón lo que se refiere de los del valle de Angrougne: llevaban una vida aparte; sus maneras, vestidos y costumbres les eran peculiares; vivían regidos y gobernados por ciertas leyes y reglamentos particulares, recibidos de padres a hijos, a los cuales se sometían sin más sujeción que la reverencia emanada del uso. Este pequeño Estado vivió una existencia tan dichosa, desde tiempos remotísimos que ningún juez vecino había tenido jamás necesidad de inmiscuirse en sus negocios; ningún abogado se empleó en iluminarlos con sus consejos, ni extranjero fue llamado para nunca extinguir sus querellas, y tampoco se vio vecino que para subsistir tuviera que pedir limosna: todos huían la alianza y comercio con el resto del mundo, a fin de no adulterar la pureza de su gobierno, hasta que un día aconteció, como refieren por el testimonio de sus padres, que uno de ellos sintiéndose con el alma espoleada por una noble ambición, ideó, para que su nombre alcanzara reputación y crédito, hacer de uno de sus hijos el señor Juan o el señor Pedro; y como le enviara para que se instruyese y aprendiera a escribir a una ciudad vecina, convirtiole al fin en un cumplido notario de aldea. Este joven, llegado a su mayoría de edad, comenzó a menospreciar los antiguos usos y costumbres de su pueblo y a ingerir en la cabeza de sus vecinos la pompa reinante en las regiones de por acá; al primero de sus compadres a quien descornaran una cara, aconsejole pedir razón del desmán a los jueces reales de alrededor, y de ése a otro, hasta que acabó por bastardearlo todo. Como consecuencia de tanta corrupción cuentan que al punto sobrevino otra de peores consecuencias, ocasionada por un médico a quien se le ocurrió la idea de casarse con una joven del lugar y avecindarse en él. Este físico comenzó por enseñarles primeramente el nombre de las diversas fiebres, el de los reumas y el de las apostemas; la situación del corazón, la del hígado y la de los intestinos, que era una ciencia hasta entonces para ellos desconocida hasta en lo más remoto; y en lugar de los ajos, con lo cual estaban enseñados a expulsar toda suerte de males, por extremos y rudos que fueran, acostumbroles, para una tos o un constipado, a tomar mixturas extrañas, empezando con esto a hacer tráfico no sólo de la salud de sus vecinos, sino también de su vida misma. Juran éstos que sólo desde entonces advierten que el sereno les ataca a la cabeza; que el beber acalorados es nocivo; que los vientos de otoño son más perjudiciales que los de primavera; que después del empleo de la medicina se encuentran molestados por una legión de males desacostumbrados, y que advierten un general decaimiento de su antiguo vigor, al par que sus vidas se redujeron a la mitad en punto a duración. Tal es el primero de mis cuentos.

He aquí el otro. Antes de mi sujeción al mal de piedra, como llegara a mi conocimiento por intermedio de muchas personas que la sangre del cabrón era un remedio infalible y como celestial que se nos enviara en estos últimos siglos para la tutela y conservación de la vida humana, y como oyera hablar en este sentido a personas de mucho seso considerando aquélla como una droga admirable de milagrosos resultados, yo que siempre tuve fija en ni mente la exposición de todos los accidentes a que cualquier hombre puede estar abocado, tuve gusto en plena salud de procurarme este milagro, y ordené que en mi casa nutrieran un macho cabrio conforme a un régimen particular, pues es preciso recoger el animal en los meses más calurosos del estío y no darle de comer sino hierbas apetitosas y de beber sólo vino blanco. Por casualidad me dirigí a mi casa el día en que el animal debía ser matado, y me vinieron a decir que, el cocinero encontró en la panza de aquél dos o tres bolas gruesas que se entrechocaban unas con otras entre el condumio; hice por curiosidad que trajeran todo el bandullo en mi presencia y mandé que abrieran la piel del animal, gruesa y ancha, del interior de la cual salieron tres abultados cuerpos, ligeros como esponjas, de tal suerte que parecían huecos, duros, sin embargo, en la superficie, de contextura resistente y abigarrados de varios colores poco intensos; uno de ellos, perfecto en redondez, tenía, el tamaño de una bola pequeña; los otros dos, un poco más chicos, eran de redondez imperfecta, pero semejaban ir camino de ella. Informándome de personas acostumbradas a destripar estos animales tuve noticia de que se trataba de un caso inusitado y singular, y es muy verosímil que esas piedras fueran hermanas de las que en nosotros se forman. Caso de que así sea en efecto, considérese la vanidad de la esperanza de los sujetos al mal de piedra al pretender alcanzar la curación con la sangre de esos animales no menos sujetos a concluir de un modo parecido, pues sostener que la sangre no participa del contagio y que no se adultera su virtud acostumbrada es de todo punto inverosímil; más bien debemos creer que no se engendra nada en un cuerpo sino por la conspiración y comunicación de todas las partes del mismo: obra la masa toda entera aun cuando una parte contribuya más que otra según la diversidad de las operaciones, por donde habría verosimilitud grande de que en todas las partes de ese cabrón existiese alguna cualidad petrificante. No tanto por temor de lo venidero ni por mi propia persona tenía yo interés en esta experiencia, sino porque ordinariamente ocurre en mi casa y en muchas otras que las mujeres amontonan tales menudas drogas para socorrer al pueblo, empleando remedios que ellas no adoptan para sí; sin embargo, suelen a veces obtener buenos resultados.

Por lo demás yo honro a los médicos, no conforme al sentir común, o sea por la necesidad (pues a este pasaje se opone otro del profeta que reprende al rey Asa por haberse puesto en manos de un médico), sino por el amor que les profeso en atención a que entre ellos conocí muchos dignos varones merecedores de ser amados. Ellos no me inspiran mala voluntad, sino su arte; y no los censuro grandemente porque conviertan en provecho nuestra torpeza, pues casi todo el mundo hace lo propio; muchas profesiones menores y otras más dignas que la de ellos no tienen otro fundamento ni apoyo que los públicos abusos. Cuando estoy enfermo los llamo a mi compañía; si los encuentro cerca de mí les hablo de mis males, y como los demás los pago. Autorízolos para que me ordenen abrigarme continuamente, si así lo deseo, mejor que de otra suerte; pueden también escoger entre los puerros y las lechugas para preparar el caldo que haya de tomar, u ordenarme el vino blanco o el clarete; y así por el estilo entre todas las demás cosas que son indiferentes a mi apetito y hábitos. Bien se me alcanza que concesiones tales nada significan para ellos, puesto que la agriura y la extrañeza son los accidentes que constituyen la esencia de la medicina. ¿Por qué Licurgo ordenaba el vino a los esparciatas enfermos? Porque detestaban su uso cuando estaban sanos. Hacía lo propio que un gentilhombre, vecino mío, el cual se sirve del vino para remedio de sus liebres como de droga muy salutífera, porque por naturaleza odia mortalmente sentirla en su paladar. ¿Cuantísimos médicos no vemos de humor idéntico al mío, que menosprecian la medicina para su servicio y adoptan una forma libre de vida, contraria en todo a la que recomiendan a los demás? ¿Y qué significa esto si no es un escandaloso abuso de nuestra simplicidad? Pues no profesan a su vida y salud menos afección que los demás mortales, y acomodarían los efectos a su doctrina si ellos mismos no conocieran la falsedad de ésta.

El temor de la muerte y del dolor, la impaciencia con que éste se soporta y la sed indiscreta de curación son las cosas que así nos ciegan; en suma, la cobardía es lo que convierte nuestra creencia en tan blanda y maleable. La mayor parte de los enfermos, sin embargo, no creen tanto como sufren y se ponen a la merced del médico, pues yo los oigo lamentarse y hablar como nosotros, y a la postre sin poder contenerse, exclaman: «¿Qué haré yo pues?» Como si la impaciencia fuera de suyo un remedio mejor que la paciencia. ¿Hay alguno entre los que se entregan a esa miserable esclavitud que no se rinda igualmente ante toda suerte de imposturas y no se ponga a la merced de quienquiera que tenga el descaro de prometerle segura curación? Los babilonios llevaban sus enfermos a la plaza pública; el médico era el pueblo: todos los pasajeros, por humanidad y civilidad se informaban del estado de aquéllos, y según la experiencia de cada uno dábanlos algún aviso saludable. Apenas si nosotros hacemos cosa distinta, no hay mujerzuela de quien no empleemos la charla y ordenanzas, y, a mi ver, si yo hubiera de aceptar algunas, de mejor grado acogería esta medicina que ninguna otra, puesto que al menos con ella no hay ningún mal que temer. Lo que Homero y Platón decían de los egipcios, o sea que entre ellos todos eran médicos, debe decirse igualmente de todos los pueblos: no hay persona que no se alabe de poseer el secreto de alguna receta y que no la experimente en su vecino, si éste quiere creerla. Hallándome días pasados en una reunión donde no sé quién llevó la nueva de una suerte de píldoras elaboradas con la friolera de ciento y tantos ingredientes, panacea maravillosa, la cosa dio lugar ir una fiesta y consolación singulares, pues en verdad, ¿qué parapeto bastaría a sostener el esfuerzo de una tan nutrida batería? Después oí de los mismos que la ensayaron que ni las más insignificante piedrecilla se dignó moverse de su lugar.

No puedo desprenderme de este papel sin escribir todavía una palabra de lo que los médicos nos dan como seguridad en la certeza de sus tropas, que es la experiencia del mayor número; yo creo que más de las dos terceras partes de las virtudes medicinales radican en la quinta esencia o propiedad oculta de los simples, de la cual no podemos alcanzar instrucción distinta a la que el uso nos procura, pues quinta esencia no es, otra cosa que una cualidad, de la cual mediante nuestra razón no podemos hallar la causa. En semejantes pruebas, cuando se me dice haber sido adquiridas por inspiración de algún espíritu acójolas con contentamiento (pues, en cuanto a los milagros se refiere, ni a tocarlos siquiera me determino jamás); e igualmente las que se sacan de las cosas que por consideraciones de otro orden caen frecuentemente en nuestro uso, como si en la lana con que nos guardamos del frío se encontró por casualidad alguna oculta propiedad desecativa que curara los sabañones de los pies, o si en el rábano picante que comemos se halló algún efecto aperitivo. Cirenta Galeno que aconteció a un leproso recibir la salud mediante el vino que bebía, porque el acaso hizo que una culebra se deslizara en la vasija. En este ejemplo encontramos el medio de un procedimiento adecuado a aquella experiencia, como también en aquellos otros a que los médicos dicen haber sido encaminados por la observación de algunos animales; mas casi todas las otras a que el acaso los condujo, y en que confiesan no haber tenido otro guía que el azar, encuentro inaceptable semejante procedimiento. Yo imagino al hombre mirando en su derredor el número infinito de las cosas creadas: animales, plantas y metales, y no se por dónde hacerle comenzar su ensayo; y en caso de que su inclinación primera le lance desde luego sobre el cuerno de ciervo1050, para lo cual necesario es presuponer una facilidad en el creer llena de blandura, encuéntrase aún imposibilitado en su segunda operación; tantas enfermedades acometen al hombre, y tantos circunstancias precisan para la acertada aplicación de los remedios que, antes de que el médico sea llegado al punto de la certitud en su experiencia, el juicio humano pierde los estribos: antes de que haya descubierto entre la infinidad de cosas lo que es un cuerno, y entre la variedad de enfermedades, complexiones, naciones, edades, mutaciones celestes, partes de nuestro organismo, a todo esto no siendo guiado por argumentaciones ni conjeturas, por ejemplo, ni por inspiración divina, sino exclusivamente por fortuito movimiento, cuando precisaría que fuese una operación perfectamente medida, ordenada y metódica. Además, aun cuando la curación en estas circunstancias fuese realizada, ¿cómo puede asegurarse el médico de que la causa no fue debida a que el mal era ya llegado a su período de saneamiento, o también a un efecto del acaso, o al efecto de alguna otra cosa que el enfermo hubiera comido o bebido, o tocado el día de su medicación, o al fruto de los rezos de su abuela? A mayor abundamiento, aun suponiendo que esa prueba haya sido perfectamente demostrada, ¿cuántas veces se ve repetida? Y esa larga hilera de casualidades y casos ¿es bastante para dejar sentada una regla general? y aun cuando por la regla se concluya ¿quién es el que la fundamenta? Entre tantos y tantos millones, sólo tres hombres hay que se ocupen de registrar sus experiencias: ¿acaso la suerte habrá hecho que se encuentre precisamente uno de ellos? ¿Pero y si otro y cien otros hicieron experiencias opuestas? Acaso nos fuera dable ver alguna luz si nos fuesen conocidos todos los juicios y razonamientos de los hombres; pero eso de que tres testigos y tres doctores regenten el género humano, es locura singular; precisaría para ello que el universo mundo los hubiera elegido, y que fueran declarados nuestros síndicos por poder expreso.

A LA SEÑORA DE DURAS[1051]

«Señora: en vuestra última visita me encontrasteis en este lugar de mis devaneos. Porque puede suceder que estas bagatelas caigan algún día en esas manos, quiero que ellas, testimonien que su autor se siente muy honrado del favor que las dispensaréis. Hallaréis en ellas el mismo porte que habéis visto en la conversación del nombre que las trazó. Aun cuando me hubiera sido dable adoptar alguna otra manera distinta de la mía habitual y alguna otra forma más elevada y mejor, yo no la hubiese acogido, pues a ningún otro fin van encaminados mis escritos sino a que vuestra memoria pueda al natural representarse mi imagen. Esas mismas condiciones y facultades que practicasteis y acogisteis, señora, con mucho mayor honor y cortesía del que merecen, quiero acomodarlas, mas sin alteraciones ni cambios, en un cuerpo sólido que pueda durar algunos años, o algunos días, después de mi muerte, donde, podáis encontrarlas cuando os plazca refrescar vuestra memoria, sin que os molestéis buscando recuerdos, pues no valen éstos la pena de tal trabajo; mi deseo es que prolonguéis en mí el favor de vuestra amistad por las cualidades que la originaron.

»Yo no busco en manera alguna que se me ame ni se me estime mejor, cuando muerto que en vida. El humor de Tiberio es ridículo, y común, sin embargo, porque cuidaba más de extender su nombradía en lo venidero de lo que procuraba hacerse estimable y grato a los hombres de su tiempo. Si fuera yo de aquellos a quienes el mundo puede, andando los años, deber alabanza, perdonaríale la mitad con tal que me la pagara por anticipado; que aquélla se apresurase y amontonase en torno mío, más espesa que dilatada, más plena que perdurable, y que con mi conocimiento se disipara de raíz cuando su dulce son mis oídos ya no adviertan. Torpe cosa sería el ir, a la edad en que yo me encuentro, presto ya a abandonar el comercio de los hombres, mostrándome a ellos para buscar una recomendación nueva. Yo no hago mérito alguno de los beneficios que no haya podido emplear al servicio de mi vida. Como quiera que yo sea, quiero serlo en otra parte y no en el papel; mi arte y mi industria fueron empleados en hacerme valer a mí mismo; mis estudios, a enseñarme a obrar, no a escribir. Mis esfuerzos todos fueron encaminados a formar mi vida, éste es mi oficio y ésta es mi obra; yo soy menos hacedor de libros que de ninguna otra labor. He deseado capacidad para provecho de mis comodidades presentes y esenciales, no para hacer almacenaje y reserva para mis herederos. A quien el valer adorna que lo muestre en sus costumbres, en su conversación habitual, en sus relaciones amorosas o en sus querellas, en el juego, en el lecho, en la mesa, en el manejo de sus negocios o en la manera de gobernarse. Esos a quienes yo veo componer buenos libros bajo malos gregüescos, debieran haberse provisto de gregüescos antes de seguir mi dictamen: preguntad a un esparciata si prefiere mejor ser buen retórico que buen soldado, no a mí que me inclinaría más a ser cocinero diestro, si no tuviera quien como tal me sirviese. ¡Bien sabe Dios, Señora, que yo detestaría semejante recomendación, de ser hombre hábil por escrito, y hombre baladí o tonto en otros respectos! Prefiero ser ambas cosas aquí y acullá a haber tan mal elegido el empleo de mi valer. Así que, podéis considerar lo distante que me encuentro de buscar un honor nuevo por medio de estas simplezas, si os digo que me daré por contento con no perder el escaso que haber pueda alcanzado, pues aparte de lo que esta pintura muerta y muda arrebate de mi ser natural, no tiene que ver nada con mi mejor estado, sino con el ya muy decaído de mi primer vigor y lozanía, inclinado ya a lo ajado y rancio: estoy en lo hondo del navío, donde huelen la profundidad y las heces.

»Por lo demás, señora, no hubiera yo osado remover tan sin escrúpulos los misterios de la medicina, en vista del crédito que vos y tantos otros la otorgan, si a ello no me hubiesen empujado los autores mismos que de ella escriben. Creo que entre éstos no hay más que dos latinos: si los leyerais algún día, vierais que hablan con mayor rudeza de la que yo empleo; yo no hago más que pincharla, y ellos la degüellan. Plinio se burla, entre otras cosas, de que al verse los médicos en la extremidad última de sus remedios, recurren a la hermosa derrota de enviar a sus enfermos, a quienes inútilmente agitaron y atormentaron con sus drogas y regímenes, a los unos al cumplimiento de algún milagro y a las aguas calientes a los otros. (No os encolericéis, señora, pues no habla de las de por acá, que pertenecen a los dominios de vuestra casa y son todas gramontesas.) Todavía tienen una tercera suerte de deshacerse de nosotros para alejarnos de su contacto y aligerarse de las censuras que pudiéramos lanzarles por la escasa enmienda que procuraron a nuestros males (que tanto tiempo estuvieron bajo su jurisdicción), cuando ya no les queda artificio ninguno con que conseguir nuestro entretenimiento, y es el enviarnos a buscar la salubridad del aire en alguna otra región. Entiendo que lo dicho es ya bastante, y voy con vuestro consentimiento a seguir el hilo de mi discurso, del cual me había separado para hablar con vosotros.»

Me parece que fue Pericles quien preguntado cómo iba de salud: «Ya podéis verlo», contestó, mostrando los amuletos que llevaba sujetos al cuello y al brazo. Quería con tal respuesta significar que su situación era muy grave, puesto que al extremo era llegado de recurrir a cosas tan inútiles y de haberse dejado equipar de utensilios semejantes. No digo yo que no pudiera algún día ser impelido a la determinación ridícula de poner mi vida y mi salud a la merced y gobierno de los médicos; podré caer en esta flaqueza, no puedo asegurarme de mi firmeza venidera, mas también entonces, si alguien se inquiere de mi estado, podré como Pericles contestar: «Podéis juzgar por esto», mostrando mi mano cargada de seis dragmas de opiata. Signo evidentísimo será mi aspecto de enfermedad violenta; tendré mi juicio soberanamente trastornado: si la intranquilidad y el horror ganan la dicha sobre mi individuo, de ello podrá concluirse la fiebre en que mi alma yacerá sumida.

Me tomé el trabajo de pleitear esta causa, que entiendo bastante mal, para apoyar algún tanto y, fortalecer la propensión natural contra las drogas y la práctica de nuestra medicina, que en mí deriva de mis antepasados, a fin de que mi antipatía no fuera solamente ocasionada por una inclinación estúpida y temeraria; para que tuviese algún viso de razonamiento. Así que los que me ven tan firme frente a las exhortaciones y amenazas que se me lanzan cuando las enfermedades me postran no crean que se trata de simple testarudez; que ninguno sea tampoco tan estrafalario que imagine ser el aguijón de gloria lo que me haya impulsado a hilvanar este discurso: ¡torpe sería el deseo de querer alcanzar honra de una acción que me es común con mi muletero y mi mozo de mulas! Declaro que no tengo el corazón tan inflamado ni hinchado de viento para que un placer sólido y carnudo como es la salud fuera yo a trocarlo por un placer imaginario, espiritual y aéreo; la gloria, hasta la misma que cupo a los cuatro hijos de Aymon se compra sobrado cara para un hombre si va a costarle tres fuertes accesos de cólico. ¡La salud, por Dios, primero y antes que todo! Los que aman nuestra medicina pueden tener en apoyo de su idea sus consideraciones excelentes, grandes y sólidas; yo no odio las fantasías contrarias a las mías: tan lejos estoy de molestarme por la discordancia de mis juicios con los ajenos, ni de incompatibilizar con la sociedad humana por ser de otro sentir y partido distinto del mío, que muy por el contrario (y es a la vez la más común tendencia que la naturaleza haya seguido: la variedad, más en los espíritus que en los cuerpos, porque aquéllos son de substancia más flexible y capaz de formas), hallo mucho más raro ver convenir nuestros humores y designios. Jamás en el mundo existieron dos opiniones iguales como tampoco dos cabellos, ni dos granos iguales. La cualidad más universal de aquéllas es la diversidad.

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