Capítulo XXXVI

De los hombres más relevantes

Si se me pidiera que escogiese entre todos los hombres que vinieron a mi conocimiento, paréceme que me quedaría con tres excelentes, que están por cima de todos los demás.

Uno es Homero, y no es que Aristóteles y Varrón no fueran quizás tan sabios como él, ni que en su arte, Virgilio no pueda serle comparable: dejo estos extremos al inicio de aquellos que los conocen a ambos. Yo que no conozco más que a uno puedo decir solamente que a mi entender ni las musas mismas sobrepujaron al romano:

Tale facit carmen docta testudine, quale

Cynthius impositis temperat articulis.[1032]

En esta apreciación, sin embargo, no hay que olvidar que a Homero principalmente debe Virgilio gran parte de su mérito; que es su maestro y su guía, y que un solo pasaje de la Iliada proveyó de cuerpo y argumento a la grande y divina Eneida. Yo no fundamento en esto mi opinión, sino que tengo presentes muchas circunstancias que para mí hacen a Homero admirable; considérolo casi por cima de la humana condición, y verdad me extraña a veces que quien creó y dio crédito en el mundo merced a su exclusiva autoridad a tantas deidades no haya también ganado divino rango. Siendo ciego o indigente; habiendo vivido antes de que las ciencias florecieran y merecieran asenso, conociolas tanto, que cuantos después gobernaron pueblos o mandaron ejércitos escribieron, idearon cultos o filosofaron en cualquier secta, o trataron de las artes, sacaron provecho de él como de un maestro perfectísimo en todas las cosas, y de sus libros como de un semillero donde se guarda toda suerte de saber:

Qui, quid sit pulchrum quid turpe, quid utile, quid non,

plenius ac melius Chrysippo et Crantore dicit[1033]:

y como dice Ovidio,

A quo, ceu fonte perenni,

vatum Pieriis ora rigantur aquis[1034];

y Lucrecio,

Adde Heliconiadum comites, quorum unus Homerus

sceptra potitus[1035];

y Manilio,

Cujusque ex ore profuso

omnis posteritas lacites in carmina duxit.

Amnemque in tenues ausa est deducere rivos,

unius foecunda bonis.[1036]

Contra lo que conforme al orden natural acontece, produjo la obra más excelente que pueda imaginarse, pues cuando las cosas nacen son imperfectas, luego van puliéndose y fortificándose a medida de su crecimiento. Homero llevó a cabal sazón la infancia de la poesía y de las otras artes dejándolas cumplidas y perfectas. Por eso puede llamársele el primero y el último poeta, conforme al testimonio que de él nos dejó la antigüedad, o sea «que no habiendo tenido nadie a quien poder seguir, tampoco encontró ninguno que imitarle pudiera después». Sus palabras, según Aritóteles, son las únicas que tengan movimiento y vida, las únicas sustanciales. Como Alejandro el Grande encontrara entre los despojos de Darío una suntuosa arquilla, ordenó que se la reservaran para guardar su Homero, diciendo que era el mejor y el más fiel de sus consejeros que le guiara en las cosas militares. Por la misma razón decía Cleomenes, hijo de Anaxandridas, «que era el poeta favorito de los lacedemonios, como ejemplar maestro en la disciplina guerrera». A juicio de Plutarco merece Homero esta singular y particularísima alabanza: ¡Es el único autor del mundo que no haya jamás causado ni hastiado a los hombres, mostrándose al lector siempre distinto, y constantemente floreciente en nuevos encantos.» Aquel calavera de Alcibíades pidió en una ocasión a un individuo que ejercía las letras un ejemplar de Homero, y sacudiole un sopapo porque no lo tenía. La cosa le produjo impresión igual como si alguien hubiera encontrado hoy a un clérigo sin breviario. Jenófanes quejábase un día a Hierón, tirano de Siracusa, de que estaba tan pobre que ni siquiera podía sustentar a dos criados, a lo cual, aquél repuso: «Homero, que era mucho más pobre que tú, alimenta más de diez mil, muerto y todo como está.» Elogio grande hacía Panecio de Platón cuando le nombraba «el Homero de los filósofo». Aparte de todo esto, ¿qué gloria puede, equipararse, a la suya? Nada hay tan vivo en los labios de los hombres como su nombre y sus obras; nada tan conocido y tan recibido como Troya, Helena y sus guerras, que acaso jamás hayan existido: designamos todavía a nuestros a nuestros hijos con los nombres que él forjó hace tres mil años; ¿quién no conoce a Héctor y a Aquiles? No ya sólo algunos pueblos particulares, sino la mayor parte de las naciones buscan su origen en las invenciones del poeta. Mahomet, segundo de este nombre, emperador de los turcos, escribió a nuestro pontífice Pio II, diciéndole: «Me sorprende que los italianos se levanten en armas contra mí, en atención a que somos de un origen común; los dos pueblos descendemos de los troyanos, y yo, como ellos, tengo empeño en vengar la sangre de Héctor contra los griegos, a los cuales los italianos están favoreciendo contra mí.» ¿No constituye esto una noble comedia que los reyes, los emperadores y las repúblicas vienen tantos siglos ha representando, y a la cual este inmenso universo sirve de teatro? Siete ciudades griegas entraron en debate sobre el lugar de su nacimiento: ¡hasta tal punto su obscuro origen procurole honor!

Smirna, Rhodas, Colophon, Salamis, Quios, Argos, Athenaes.

Otro de mis hombres relevantes es Alejandro Magno, pues considerando la edad en que comenzó sus expediciones guerreras; los pocos medios con que contó para realizar un designio tan glorioso; la autoridad que supo ganar en su infancia entre los más grandes y experimentados capitanes de todo el mundo, de los cuales iba seguido; el extraordinario favor con que la fortuna abrazó y favoreció tantas y tantas expediciones arriesgadas y casi temerarias:

Impellens quidquid sibi summa petenti

obstaret, gaudensque viam fecisse ruina[1037];

aquella grandeza de haber, a la edad de treinta y tres años, paseado sus armas victoriosas por toda la tierra habitable, y en media vida haber desarrollado todo el esfuerzo de que la humana naturaleza sea capaz, de tal suerte que no es dable imaginar la legítima duración de su existencia con la continuación de su existencia con la continuación de su crecimiento en fortaleza y fortuna hasta un razonable término de años, sin imaginar algo por cima del hombre; que dio origen entre sus soldados a tantas dinastías reales, dejando después de su muerte el mundo dividido entre cuatro sucesores, simples capitanes de su ejército, cuyos descendientes gobernaron después, tan dilatados años, manteniéndose en posesión de reinos tan amplios; tantas eximias virtudes como se guardaban en su alma: justicia, templanza, liberalidad, cumplimiento de las palabras, amor a los suyos y humanidad para con los vencidos, pues en sus costumbres no se encuentra ningún punto débil, como no sea en alguna de sus acciones, particulares, raras y extraordinarias; mas preciso es considerar la imposibilidad de concluir tan imponente movimiento conforme a los preceptos comunes de la justicia. Tales hombres deben ser juzgados en conjunto, con arreglo al fin principal de sus miras. Entre aquellas que pudieran engendrar algún cargo figuran la ruina de Tebas y de Persópolis, la muerte de Menandro, la del médico de Efestión o tantos prisioneros persas y soldados indios con quien acabó de súbito, contraviniendo a la palabra dada, y el asesinato de los coscianos, de quienes aniquiló hasta los niños de corta edad. Todos éstos son arranques difíciles de justificar; y por lo que toca a la muerte de Clito, la culpa fue enmendada con demasía. Esta, como todas sus demás acciones, testimonian lo bondadoso de su complexión, por sí misma inclinada a lo justo excelentemente y hecha a la bondad; por lo cual se dijo de él con sumo acierto «que de la naturaleza recibió sus virtudes y los vicios de las circunstancias de su vida». Cuanto a lo de ser un poco amigo de alabarse y algo impaciente en punto a oír hablar mal de su persona, como por lo que toca a los pesebres de sus caballos, arneses y frenos que esparció en las Indias, todas estas cosas, a mi ver, son atribuibles a su edad y a la extraña bienandanza de su fortuna. Quien consideró al propio tiempo tantas virtudes militares: diligencia, previsión, paciencia, disciplina, sutileza, magnanimidad, resolución y acierto, en todo lo cual, aun cuando la autoridad de Aníbal no nos lo hubiera enseñado, fue el primero entre todos los hombres; la singular belleza y raras condiciones de su persona hasta rayar en lo milagroso; aquel porte y aquel ademán venerables bajo un semblante tan joven, sonrosado y resplandeciente:

Qualis, ubi Oceani perfusus Lucifer unda,

quem Venus ante alios astrorum diligit ignes,

extulit os sacrum caelo, tenebrasque resolvit[1038];

la excelencia de su saber y capacidad; la duración y grandeza de su gloria, pura, nítida y exenta de mancha y envidia, y el que todavía largo tiempo después de su muerte se tuviese por religioso artículo el creer que sus medallas fueran presagio de felicidad para los que las llevaban; el hecho de que tantos reyes y príncipes hayan escrito sus gestas con profusión mayor de la que los historiadores trazaran los de todos los reyes y de todos los príncipes; y hasta la circunstancia misma de que aún hoy los mahometanos, que menosprecian todos los demás libros, reciban y honren sólo el de su vida por especial privilegio, confesará que tuve razón de preferirlo al mismo César, el cual únicamente le es comparable. No puede sin embargo negarse que haya más labor propia en las expediciones de éste y mayor influjo de la buena estrella en las de Alejandro. En muchas cosas son los dos héroes idénticos, y acaso César le aventaja en algunas: fueron dos rayos, dos raudales capaces de desolar el mundo por motivos diversos:

Et velut immissi diversis partibus ignes

aremtem in silvam, et virgulta sonantia lauro;

aut ubi decursu rapido de montibus altis.

Dant sonitum spumosi amnes et in aequora corrunt

quisque suum populatus iter.[1039]

Aun cuando la ambición del romano fuese más moderada, la acompaña tanta desdicha, puesto que acabó con la entera ruina de su país y el universal empeoramiento del mundo, que, todo bien pesado y medido, no puedo menos de inclinarme del lado de Alejandro.

El tercero, y a mi ver el más excelente, es Epaminondas. No es como otros tan glorioso (tampoco la gloria es ingrediente indispensable para la esencia de la cosa), mas en cuanto a resolución y valentía (y no de aquellas que la ambición aguza, sino las que la prudencia, y la razón pueden implantar en un alma bien gobernada), era dueño de todas cuantas pueden concebirse. Dio tantas pruebas de esas sus virtudes peculiares, cual el propio Alejandro y como César, pues aun cuando sus expediciones guerreras no sean tan frecuentes ni tan ruidosas, consideradas detenidamente en todas sus circunstancias, no dejan de ser tan importantes y vigorosas como las de aquellos, al par que suponen igual suma de arrojo y capacidad militar. Concediéronle los griegos, el honor de nombrarle, sin contradicción, el primero de entre todos ellos; y ser el primero en Grecia viene a ser lo mismo que ser el primero del mundo. Por lo que toca a su entendimiento y sabiduría, este parecer antiguo llegó a nosotros: «que jamás ningún hombre supo tanto ni habló tan poco como él», pues pertenecía a la escuela de Pitágoras; y en lo que habló, nadie le llevó ventaja: era orador excelente, incomparable en la persuasión de sus oyentes. En punto a costumbres y conciencia, sobrepujó con mucho a cuantos al manejo de los negocios se hayan consagrado esta parte, de preferencia a las otras, debe ser examinada, como que designa realmente quiénes somos; con ella contrapeso yo todas las demás reunidas, y en ella ningún otro filósofo lo aventaja, ni siquiera el propio Sócrates. El candor en Epaminondas es una cualidad propia, dominadora, constante, uniforme e incorruptible. El de Alejandro, comparado con él, se nos muestra subalterno, incierto, adulterado, blando y fortuito.

Juzgó la antigüedad que al examinar por lo menudo todas las acciones de los otros grandes capitanes, en cada uno de ellos se encuentra alguna especial cualidad que lo ilustra: en éste solamente se reconoce una virtud y una capacidad, a las cuales nada falta, mostrándose de un modo permanente; nada deja que apetecer en todos los deberes de la vida humana, ya se trate de ocupación pública y privada, pacífica o guerrera; lo mismo en el vivir que en el morir grande y gloriosamente: no conozco ninguna categoría, ni ninguna fortuna humanas que yo considere con tanto honor y contemple con tan amorosa mirada.

Cierto que su obstinación por permanecer en la pobreza la encuentro en algún modo escrupulosa, tal y como sus mejores amigos nos la pintan. Esta sola acción, que a pesar de todo es altísima y muy digna de ser admirada, se me antojó agrilla para deseármela conforme él la practicaba.

Tan sólo Escipión Emiliano, por su fin altivo y magnífico y por su conocimiento de las ciencias, tan profundo y universal, podría colocarse en contraposición en el otro platillo de la balanza. ¡Cuán enorme contrariedad me ocasionaron los siglos apartando precisamente de nuestros ojos, de las primeras, la más noble pareja de vidas que Plutarco encierre, las de esos dos personajes que, conforme al común consentimiento del mundo, fueron el primero de los griegos uno, y el otro el primero de los romanos! ¡Qué asunto el de sus existencias! ¡qué artífice el biógrafo que las describiera!

Para un hombre que no sea santo, sino lo que nosotros llamamos varón cumplido, de costumbres urbanas y corrientes, y de una moderada elevación, la más rica vida, digna de ser vivida que yo conozca entre los vivos, como generalmente se dice, adornada de mejores y más apetecibles prendas, es a mi ver la de Alcibíades, todo bien considerado.

Mas como Epaminondas dio siempre muestras de una bondad excesiva, quiero apuntar aquí algunas de sus opiniones. El más dulce contentamiento que en toda su vida experimentara, según él mismo testimonia, dice que fue el placer que procuró a su padre y a su madre con su victoria de Leuctres; relegábase de buen grado, prefiriendo el placer de ellos al propio contentamiento, tan justo y tan pleno en una tan gloriosa acción: no creía «que fuera lícito, ni siquiera para recobrar la libertad de su país, el dar la muerte a un hombre sin conocimiento de causa»; por eso desplegó tan poco ardor en la expedición de Pelópidas, su compañero de armas en la liberación de Tebas. Decía también «que en una batalla había que huir el encuentro de un amigo que militara en el partido contrario, sin sacrificar su vida». Y como su humanidad para con sus mismos enemigos le hiciera sospechoso a los ojos de los beocios, porque luego de haber forzado milagrosamente a los lacedemonios a abrirle el paso que pretendían obstruir a la entrada de Morea, cerca de Corinto, se conformó solamente con vencerlos sin perseguirlos tenazmente, fue honrosísimamente desposeído del cargo de capitán general por semejante causa. Avergonzados sus conciudadanos, tuvieron por necesidad que reponerle pronto en su grado, reconociendo cuánto dependían de él la gloria y la salvación de todos: la victoria le seguía como su sombra por los sitios todos donde guiaba, y, cuando murió, acabó también con él la prosperidad de su país, como con él había nacido.

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