Capítulo VIII

Del arte de platicar

Es una costumbre de nuestra justicia el condenar a los unos para advertencia de los otros. Condenarlos simplemente porque incurrieron en delito, sería torpeza, como sienta Platón, pues contra lo hecho no hay humano poder posible que lo deshaga. A fin de que no se incurra en falta análoga, o de que el mal ejemplo se huya, la justicia se ejerce: no se corrige al que se ahorca, sino a los demás por el ahorcado. Igual es el ejemplo que yo sigo: mis errores son naturales e incorregibles, y como los hombres de bien aleccionan al mundo excitando su ejemplo, quizás pueda yo servir de provecho haciendo que mi conducta se evite:

Nonne vides, Albi ut male vivat filius?, utque

barrus inops? magnum documentum, ne patriam rem

perdere quis velit[1232];

publicando y acusando mis imperfecciones alguien aprenderá a temerlas. Las prendas que más estimo en mi individuo alcanzan mayor honor recriminándome que recomendándome; por eso recaigo en ellas y me detengo más frecuentemente. Y todo considerado, nunca se habla de sí mismo sin pérdida: las propias condenaciones son siempre acrecentadas, y las alabanzas descreídas. Puede haber algún hombre de mi complexión: mi naturaleza es tal que mejor me instruyo por oposición que por semejanza, y por huida que por continuación. A este género de disciplina se refería el viejo Catón cuando decía «que los cuerdos tienen más que aprender de los locos, que no los locos de los cuerdos»; y aquel antiguo tañedor de lira que según Pausanias refiere, tenía por costumbre obligar a sus discípulos a oír a un mal tocador, que vivía frente a su casa, para que aprendieran a odiar sus desafinaciones y falsas medias: el horror de la crueldad me lanza más adentro de la clemencia que ningún patrón de esta virtud; no endereza tanto mi continente a caballo un buen jinete, como un procurador o un veneciano, caballeros. Un lenguaje torcido corrige mejor el mío que no el derecho. A diario el torpe continente de un tercero me advierte y aconseja mejor que aquel que place; lo que contraría toca y despierta más bien que lo que gusta. Este tiempo en que vivimos es adecuado para enmendarnos a reculones, por disconveniencia mejor que por conveniencia; mejor por diferencia que por acuerdo. Estando poco adoctrinado por los buenos ejemplos, me sirvo de los malos, de los cuales la lección es frecuente y ordinaria. Esforceme por convertirme en tan agradable, como cosas de desagrado vi; en tan firme, como blandos eran los que me rodeaban; en tan dulce, como rudos eran los que trataba; en tan bueno, como malos contemplaba: mas con ello me proponía una tarea invencible.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo, consintiría más bien en perder la vista que el oído o el habla. Los atenienses, y aun los romanos, tenían en gran honor este ejercicio en sus academias. En nuestra época los italianos conservan algunos vestigios, y con visible provecho, como puede verse comparando nuestros entendimientos con los suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil, que apenas vigoriza: la conversación enseña y ejercita a un tiempo mismo. Si yo converso con un alma fuerte, con un probado luchador, este me oprime los ijares, me excita a derecha a izquierda; sus ideas hacen surgir las mías: el celo, la gloria, el calor vehemente de la disputa, me empujan y realzan por cima de mí mismo; la conformidad es cualidad completamente monótona en la conversación. Mas de la propia suerte que nuestro espíritu se fortifica con la comunicación de los que son vigorosos y ordenados, es imposible el calcular cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y frecuentación que practicamos con los espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio que tanto como éste se propague: por experiencia sobrada sé lo que vale la vara. Gusto yo de argumentar y discurrir, pero con pocos hombres y para mi particular usanza, pues mostrarme en espectáculo a los grandes, y mostrar en competencia el ingenio y la charla, reconozco ser oficio que sienta mal a un hombre de honor.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla soportar, el despecharse y consumirse ante ella, como a mí me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede en importunidad a aquélla. Este vicio quiero ahora acusarlo en mí. Yo entro en conversación y en discusión con libertad y facilidad grandes, tanto más cuanto que mi manera de ser encuentra en mí el terreno mal apropiado para penetrar y ahondar desde luego los principios: ninguna proposición me pasma, ni ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. No hay fantasía, por extravagante y frívola que sea, que deje de parecerme natural, emanando del humano espíritu. Los pirronianos, que privamos a nuestro espíritu del derecho de emitir decretos, consideramos blandamente la diversidad de opiniones, y si a ellas no prestamos nuestro juicio procurámoslas el oído fácilmente. Allí donde uno de los platillos de la balanza está completamente vacío dejo yo oscilar el otro hasta con las soñaciones de una vieja visionaria; y me parece excusable si acepto más bien el número impar, y antepongo el jueves al viernes; si prefiero la docena o el número catorce al trece en la mesa; y de mejor gana una liebre costeando que atravesando un camino, cuando viajo, y el dar de preferencia el pie derecho que el izquierdo cuando me calzo. Todas estas quimeras que gozan de crédito en torno nuestro merecen al menos ser oídas. De mí arrastran sólo la inanidad, pero al fin algo arrastran. Las opiniones vulgares y casuales son cosa distinta de la nada en la naturaleza, y quien así no las considera cae acaso en el vicio de la testarudez por evitar el de la superstición.

Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran; me despiertan sólo y ejercitan. Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a ella de buen grado, principalmente cuando viene, del conversar y no del regentar. En las oposiciones a nuestras miras no consideramos si aquéllas son justas, sino que a tuertas o a derechas buscarnos la manera de refutarlas: en lugar de tender los brazos afilamos las uñas. Yo soportaría el ser duramente contradicho por mis amigos el oír, por, ejemplo: «Eres un tonto; estas soñando.» Gusto, entre los, hombres bien educados, de que cada cual se exprese valientemente, de que las palabras vayan donde va el pensamiento: nos precisa fortificar el oído y endurecerlo contra esa blandura del ceremonioso son de las palabras. Me placen la sociedad y familiaridad viriles y robustas, una amistad que se alaba del vigor y rudeza de su comercio, como el amor de las mordeduras y sangrientos arañazos. No es ya suficientemente vigorosa y generosa cuando la querella está ausente, cuando dominan la civilidad y la exquisitez, cuando se teme el choque, y sus maneras no son espontáneas: Neque enim disputari, sine reprehensione potes.[1233] Cuando se me contraría, mi atención despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la verdad debiera ser común a uno y otro contrincante. ¿Qué contestará el objetado? La pasión de la cólera obscureció ya su juicio: el desorden apoderose de él antes que la razón. Sería conveniente que se hicieran apuestas sobre el triunfo en nuestras disputas; que hubiera una marca material de nuestras pérdidas, a fin de que las recordáramos, y de que por ejemplo mi criado pudiera decirme: «El año pasado os costó cien escudos en veinte ocasiones distintas el haber sido ignorante y porfiado.» Yo festejo y acaricio la verdad cualquiera que sea la mano en que la divise. Y en tanto que con arrogante tono conmigo no se procede, o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y me acomodo a los que no acusan, más bien por motivos de cortesía que de enmienda, gustando de gratificar y alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de ceder, aun a mis propias expensas.

Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con disimulo en presencia los unos de los otros. Experimento yo placer tan intenso al ser juzgado y conocido, que llegar a parecerme como indiferente la manera cómo lo sea. Mi fantasía se contradice a sí misma con frecuencia tanta, que me es igual que cualquiera otro la corrija, principalmente porque no doy a su reprensión sino la autoridad que quiero: pero me incomodo con quien se mantiene tan poco transigente, como alguno que conozco, que lamenta su advertencia cuando no es creído, y toma a injuria el no ser obedecido. Lo de que Sócrates acogiera siempre sonriendo las contradicciones que se presentaban a sus razonamientos puede decirse que de su propia fuerza dependía, pues habiendo de caer la ventaja de su lado aceptábalas como materia de nueva victoria. Mas nosotros vemos, por el contrario, que nada hay que trueque en suspicaz nuestro sentimiento como la idea de preeminencia y el desdén del adversario. La razón nos dice que más bien al débil corresponde el aceptar de buen gana las oposiciones que le enderezan y mejoran. De mejor grado busco yo la frecuentación de los que me amonestan que la de los que me temen. Es un placer insípido y perjudicial el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y hacen lugar. Antístenes ordenó a sus hijos «que no agradecieran nunca las alabanzas de ningún hombre». Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi adversario, que de la victoria ganada sobre él por su flojedad. En fin, yo recibo y apruebo toda suerte de toques cuando vienen derechos, por débiles que sean, pero no puedo soportar los que se suministran a expensas de la buena crianza. Poco me importa la materia sobre que se discute, y todas las opiniones las admito: la idea victoriosa también me es casi indiferente. Durante todo un día cuestionaré yo sosegadamente si la dirección del debate se mantiene ordenada. No es tanto la sutileza ni la fuerza lo que solicito como el orden; el orden que se ve todos los días en los altercados de los gañanes y de los mancebos de comercio, jamás entre nosotros. Si se apartan del camino derecho, es en falta de modales, achaque en que nosotros no incurrimos, mas el tumulto y la impaciencia no les desvían de su tema, el cual sigue su curso. Si se previenen unos a otros, si no se esperan, se entienden al menos. Para mí se contesta siempre bien si se responde a lo que digo; mas cuando la disputa se trastorna y alborota, abandono la cosa y me sujeto sólo a la forma con indiscreción y con despecho, lanzándome en una manera de debatir testaruda, maliciosa e imperiosa, de la cual luego me avergüenzo. Es imposible tratar de buena fe con un tonto; no es solamente mi discernimiento lo que se corrompe en la mano de un dueño tan impetuoso, también mi conciencia le acompaña.

Nuestros altercados debieran prohibirse y castigarse como cualesquiera otros crímenes verbales: ¿qué vicio no despiertan y no amontonan, constantemente regidos y gobernados por la cólera? Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego contra los hombres. No aprendemos a disputar sino para contradecir, y cada cual contradiciéndose y viéndose contradicho, acontece que el fruto del cuestionar no es otro que la pérdida y aniquilamiento de la verdad. Así Platón en su República prohíbe este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos. ¿A qué viene colocaros en camino de buscar lo que es con quien no adopta paso ni continente adecuados para ello? No se infiere daño alguno a la materia que se discute cuando se la abandona para ver el medio como ha de tratarse, y no digo de una manera escolástica y con ayuda del arte, sino con los medios naturales que procura un entendimiento sano. ¿Cuál será el fin a que se llegue, yendo el uno hacia el oriente y hacia el occidente el otro? Pierden así la mira principal y la ponen de lado con el barullo de los incidentes: al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que buscan; el uno está bajo, el otro alto y el otro de lado. Quién choca con una palabra o con un símil; quién no se hace ya cargo de las razones que se le oponen, tan impelido se ve por la carrera que tomó, y piensa en continuarla, no en seguiros a vosotros; otros, reconociéndose flojos de ijares, lo temen todo, todo lo rechazan, mezclan desde los comienzos y confúndenlo todo, o bien en lo más recio del debate se incomodan y se callan por ignorancia despechada, afectando un menosprecio orgulloso, o torpemente una modesta huida de contención: siempre que su actitud produzca efecto, nada le importa lo demás; otros cuentan sus palabras y las pesan como razones; hay quien no se sirve sino de la resistencia ventajosa de su voz y pulmones, otro concluye contra los principios que sentara; quién os ensordece con digresiones e inútiles prolegómenos; quién se arma de puras injurias, buscando una querella de alemán para librarse de la conversación y sociedad de un espíritu que asedia el suyo. Este último nada ve en la razón, pero os pone cerco, ayudado por la cerrazón dialéctica de sus cláusulas y con el apoyo de las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no desconfía de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos? Nihil sanantibus litteris?[1234] ¿Quién alcanzó entendimiento con la lógica? ¿Dónde van a parar tantas hermosas promesas? Nec ad melius vivendum, nec ad commodius disserendum?[1235] ¿Acaso se ve mayor baturrillo en la charla de las sardineras que en las públicas disputas de los hombres que las ciencias profesan? Mejor preferiría que mi hijo aprendiera a hablar en las tabernas que en las escuelas de charlatanería. Procuraos un pedagogo y conversad con él; ¿cuánto no os hace sentir su excelencia artificial, y cuánto no encanta a las mujeres y a los ignorantes, como nosotros somos, por virtud de la admiración y firmeza de sus razones, y de la hermosura y el orden de las mismas? ¿Hasta qué punto no nos persuade y domina como le viene en ganas? Un hombre que de tantas ventajas disfruta con las ideas y en el modo de manejarlas, ¿por qué mezcla con su esgrima las injurias, la indiscreción y la rabia? Que se despoje de su caperuza, de sus vestiduras y de su latín; que no atormente nuestros oídos con Aristóteles puro y crudo, y lo tomaréis por uno de entre nosotros, o peor aún. Juzgo yo de esta complicación y entrelazamiento del lenguaje que para asediarnos emplean, como de los jugadores de pasa-pasa. Su flexibilidad fuerza y combate nuestros sentidos, pero no conmueve en lo más mínimo nuestras opiniones: aparte del escamoteo, nada ejecutan que no sea común y vil: por ser más sabihondos no son menos ineptos. Venero y honro el saber tanto como los que lo poseen, el cual, empleado en su recto y verdadero uso, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en los individuos de que hablo (y los hay en número infinito de categorías), que establecen su fundamental suficiencia y saber, que recurren a su memoria, en lugar de apelar a su entendimiento, sub aliena umbra latentes[1236], y que de nada son capaces sin los libros, lo detesto (si así me atrevo a decirlo) más que la torpeza escueta. En mi país y en mi tiempo la doctrina mejora bastante las faltriqueras, en manera alguna las almas: si aquélla las encuentra embotadas, las empeora y las ahoga como masa cruda o indigesta; si agudas, el saber fácilmente las purifica, clarifica y sutiliza hasta la vaporización. Cosa es la doctrina de cualidad sobre poco más o menos indiferente; utilísimo accesorio para un alma bien nacida; perniciosa y dañosa para las demás, o más bien objeto de uso preciosísimo, que no se deja poseer a vil precio: en unas manos es un cetro, y en otras un muñeco.

Mas prosigamos. ¿Qué victoria mayor pretendéis alcanzar sobre vuestro adversario que la de mostrarle la imposibilidad de combatiros? Cuando ganáis la ventaja de vuestra proposición, es la verdad la que sale ventajosa; cuando os procuráis la supremacía que otorgan el orden y la dirección acertados de los argumentos, sois vosotros los que salís gananciosos. Entiendo yo que en Platón y en Jenofonte, Sócrates discute más bien en beneficio de los litigantes que en favor de la disputa, y con el fin de instruir a Eutidemo y a Protágoras en el conocimiento de su impertinencia mutua, más bien que en el de la impertinencia de su arte: apodérase de la primera materia como quien alberga un fin más útil que el de esclarecerla; los espíritus es lo que se propone manejar y ejercitar. La agitación y el perseguimiento pertenecen a nuestra peculiar cosecha: en modo alguno somos excusables de guiarlos mal o impertinentemente; el tocar a la meta es cosa distinta, pues vinimos al mundo para investigar diligentemente la verdad: a una mayor potencia que la nuestra pertenece ésta. No está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos sino más bien elevada en altitud infinita, en el conocimiento divino. El mundo no es más que la escuela del inquirir; no se trata de meterse dentro, sino de hacer las carreras más lucidas. Lo mismo puede hacer el tonto quien dice verdad que quien dice mentira, pues se trata de la manera, no de la materia del decir. La tendencia mía es considerar igualmente la forma que la sustancia, lo mismo al abogado que a la causa, como Alcibíades ordenaba que se hiciera; y todos los días me distraigo en leer diversos autores sin percatarme de su ciencia, buscando en ellos exclusivamente su manera, no el asunto de que tratan, de la propia suerte que persigo la comunicación de algún espíritu famoso, no con el fin de que me adoctrine, sin para conocerlo, y una vez conocido imitarle si vale la pena. Al alcance de todos está el decir verdad, mas el enunciarla ordenada, prudente y suficientemente pocos pueden hacerlo; así que no me contraría el error cuando deriva de ignorancia; lo que me subleva es la necedad. Rompí varios comercios que me eran provechosos a causa de la impertinencia de cuestionar con quienes los mantenía. Ni siquiera me molestan una vez al año las culpas de quienes están bajo mi férula, mas en punto a la torpeza y testarudez de sus alegaciones, excusas y defensas asnales y brutales, andamos todos los días tirándonos los trastos a la cabeza: ni penetran lo que se dice, ni el por qué, y responden por idéntico tenor; ocasionan motivos bastantes para desesperar a un santo. Mi cabeza no choca rudamente sino con el encuentro de otra; mejor transijo con los vicios de mis gentes que con sus temeridades, importunidades y torpezas: que hagan menos, siempre y cuando que de hacer sean capaces; vivís con la esperanza de alentar su voluntad, pero de un cepo no hay nada que esperar ni que disfrutar que la pena valga.

Ahora bien, ¿qué decir si yo tomo las cosas diferentemente de lo que son en realidad? Muy bien puede suceder, por eso acuso mi impaciencia, considerándola igualmente viciosa en quien tiene razón como en quien no la tiene, pues nunca deja de constituir un agrior tiránico el no poder resistir un pensar diverso, al propio. Además, en verdad sea dicho, hay simpleza más grande ni más constante tampoco ni más estrambótica que la de conmoverse e irritarse por las insulseces del mundo, pues nos formaliza principalmente contra nosotros. Y a aquel filósofo del tiempo pasado[1237] nunca mientras se consideró estuvo falto de motivos de lágrimas. Misón, uno de los siete sabios, cuyos humores eran timonianos y democricianos, interrogado sobre la causa de sus risas cuando se hallaba solo, respondió: «Río por lo mismo, por deshacerme en carcajadas sin tener ninguna compañía.» ¿Cuántas tonterías no digo yo y respondo a diario, según mi dictamen y naturalmente, por consiguiente, mucho más frecuentes al entender de los demás? ¿Qué no harán los otros si yo me muerdo los labios? En conclusión, precisa vivir entre los vivos y dejar el agua que corra bajo el puente sin nuestro cuidado, o por lo menos con tranquilidad cabal de nuestra parte. Y si no, ¿por qué sin inmutarnos tropezamos con alguien cuyo cuerpo es torcido y contrahecho y no podemos soportar la presencia de un espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta dureza viciosa deriva más bien de la apreciación que del defecto. Tengamos constantemente en los labios aquellas palabras de Platón: «Lo que ve juzgo malsano ¿no será por encontrarme yo en ese estado? Yo mismo, ¿no incurro también en culpa? Mi advertimiento, ¿no puede volverse contra mí?» Sentencias sabias y divinas que azotan al más universal y común error de los hombres. No ya sólo las censuras que nos propinamos los unos a los otros, sino nuestras razones también, nuestros argumentos y materias de controversia pueden ordinariamente volverse contra nosotros: elaboramos hierro con nuestras armas, de lo cual la antigüedad me dejó hartos graves ejemplos. Ingeniosamente se expresó, y de manera adecuada, aquel que dijo:

Stercus cuique suum bene olet.[1238]

Nada tras ellos ven nuestros ojos: cien veces al día nos burlamos de nosotros al burlarnos de nuestro vecino; y detestamos en nuestro prójimo los defectos que residen en nosotros más palmariamente. Y de ellos nos pasmamos con inadvertencia y cinismo maravillosos. Ayer, sin ir más lejos, tuve ocasión de ver a un hombre sensato, persona grata, que se burlaba tan ingeniosa como justamente de las torpes maneras de otro, quien a todo el mundo rompe la cabeza con metódico registro de sus genealogías y uniones, más de la mitad imaginarias (aquéllos se lanzan de mejor grado en estas disquisiciones cuyos títulos son más dudosos y menos seguros), sin embargo, él, de haber parado mientes en sí mismo, hubiérase reconocido no menos intemperante y fastidioso en el sembrar y hacer valer la prerrogativa de la estirpe de su esposa. ¡Importuna presunción, de la cual la mujer se ve armada por las manos de su marido mismo! Si supiera éste latín, precisaríale decir con el poeta:

Agesis!, haec non insanit satis sua sponte; instiga.[1239]

No se me alcanza que nadie acuse no hallándose limpio de toda mancha, pues nadie censuraría, ni siquiera estando como un crisol, en la misma suerte de mancha; mas entiendo yo que nuestro juicio, al arremeter contra otro del cual se trata por el momento, deja de librarnos de una severa jurisdicción interna. Oficio propio de la caridad es que quien no puede arrancar un vicio de sí mismo procure, no obstante, apartarlo en otro donde la semilla sea menos maligna y rebelde. Tampoco me parece adecuada respuesta a quien no advierte mi culpa decirle que en él reside igualmente. Nada tiene que ver eso, pues siempre el advertimiento es verdadero y útil. Si tuviéramos buen olfato, nuestra basura debiera apestarnos más, por lo mismo que es nuestra; y Sócrates es de parecer que aquel que se reconociera culpable, y a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia e injuria, debería comenzar por sí mismo a presentarse a la condenación de la justicia o implorar para purgarse el socorro de la mano del verdugo en segundo lugar a su hijo, y al extraño últimamente si este precepto es de un tono elevado en demasía, al menos quien culpable se reconozca debe presentarse el primero al castigo de su propia conciencia.

Los sentidos son nuestros peculiares y primeros jueces, los cuales no advierten las cosas sino por los accidentes externos, y no es maravilla si en todos los componentes que constituyen nuestra sociedad se ve una tan perpetua y general promiscuidad de ceremonias y superficiales apariencias, de tal suerte que la parte mejor y más efectiva de las policías consiste en eso. Constantemente nos las hemos con el hombre, cuya condición es ni maravillosamente corporal. Que los que quisieron edificar para nuestro uso en pasados años un ejercicio de religión tan contemplativo e inmaterial no se pasmen porque se encuentre alguien que crea que se escapó y deshizo entre los dedos, si es que ya no se mantuvo entre nosotros como marca, título e instrumento de división y de partido más que por ella misma. De la propia suerte acontece en la conversación: la gravedad, el vestido y la fortuna de quien habla, frecuentemente procuran crédito a palabras vanas y estúpidas; no es de presumir que una persona en cuyos pareceres son tan compartidos, tan temida, deje de albergar en sus adentros alguna capacidad distinta de la ordinaria; ni que un hombre a quien se encomiendan tantos cargos y comisiones, tan desdeñoso y ceñudo, no sea más hábil que aquel otro que le saluda de tan lejos y cuyos servicios nadie quiere. No ya sólo las palabras, también los gestos de estas gentes se toman en consideración, se pesan y se miden: cada cual se esfuerza en darles alguna hermosa y sólida interpretación. Cuando al hablar llano descienden y no se les muestra otra cosa que aprobación y reverencia, os aturden con la autoridad de su experiencia: oyeron, vieron, hicieron, os consumen con sus ejemplos. De buena gana les diría que el provecho de la experiencia de un cirujano no reside en la historia de sus operaciones, recordando que curó a cuatro apestados y tres gotosos, si no sabe de ellas sacar partido para formar su juicio, y si no acierta a hacernos sentir que su vista es más certera en el ejercicio de su arte; como en un concierto instrumental no se oye un laúd, un clavicordio y una flauta, sino una armonía general, reunión y fruto de todos los aparatos músicos. Si los viajes y los cargos los enmendaron, háganlo ver con las producciones de su entendimiento. No basta contar las experiencias, precisa además pesarlas y acomodarlas; hay que haberla digerido y alambicado para sacar de ellas las razones y conclusiones que encierran. Jamás hubo tantos historiadores; siempre es bueno y útil oírlos, pues nos proveen a manos llenas de hermosas y laudables instrucciones sacadas del almacén de su memoria, que es a la verdad un instrumento necesario para el socorro de la vida; pero no se trata de esto ahora, se trata de saber si esos recitadores y recogedores son dignos de alabanza por sí mismos.

Yo detesto toda suerte de tiranía, lo mismo la verbal que la efectiva; me sublevo fácilmente contra esas vanas circunstancias que engañan nuestro juicio por la mediación de los sentidos, y, manteniéndome ojo avizor en lo tocante a grandezas extraordinarias, encontré que éstas se componen en su mayor parte de hombres como todos los demás:

Rarus enim ferme sensus communis in illa

fortuna.[1240]

Acaso se los considera y advierte más chicos de lo que realmente son, por cuanto ellos emprenden más y se ponen más en evidencia: no responden a la carga que sobre sus hombros echaron. Es necesario que haya resistencia y poder mayores en el llevar que en el echarse a cuestas; quien no llenó por completo su fuerza os deja adivinar si le queda todavía resistencia pasado ese límite, y si fue probado hasta el último término. Quien sucumbe ante la carga descubre su medida a la debilidad de sus hombros; por eso se ven tantas torpes almas entre los hombres de estudios más que entre los otros hombres; de aquéllos se hubieran alcanzado varones excelentes, como padres de familia, buenos comerciantes, cumplidos artesanos: su vigor natural no medía mayor número de codos. La ciencia es cosa que pesa grandemente: ellos se doblegan bajo su peso. Para ostentar y distribuir esta materia rica y poderosa, para emplearla y ayudarse, su espíritu carece de vigor y pericia; sólo dispone de poderío sobre una naturaleza robusta. Ahora bien, las de esta índole son bien raras, las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad de la filosofía al traerla entre manos; semeja esta inútil y viciosa cuando está mal guardada. Así los hombres se estropean y a sí mismos se enloquecen:

Humani qualis simulator simius oris,

quem puer arridens pretioso stamine serum

velavit, nudasque nates ac terga reliquit,

ludibrium mensis.[1241]

Análogamente, aquellos que nos rigen y gobiernan, los que tienen el mundo en su mano, no les basta poseer un entendimiento ordinario, ni poder lo que nosotros podemos: están muy por bajo de nuestro nivel cuando no se encuentran muy por cima: de la propia suerte que más prometen, deben también cumplir más.

Por eso les sirve el silencio, no ya sólo como continente de respeto y gravedad, sino también como instrumento de provecho y buen gobierno, pues Megabizo, como visitara a Apeles en su obrador, permaneció largo tiempo sin decir palabra, y luego comenzó a discurrir sobre lo que veía cuyos discursos le valieron esta dura reprimenda: «Mientras te callaste, parecías algo de grande a causa de las cadenas que te adornan y de tu pomposo continente; pero ahora que se te ha oído hablar te menosprecian hasta mis criados.» Esos adornos magníficos, la resplandeciente profesión que desempeñaba, no le consentían permanecer ignorante como el vulgo y lo empujaron a hablar impertinentemente de lo que no entendía: debió mantener muda esa externa y presuntuosa capacidad. ¡A cuantas almas torpes, en mi tiempo, presto servicios relevantísimos el adoptar mi semblante estirado y taciturno, sirviéndolas como título de prudencia y capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente más por fortuna que por mérito; y muchas veces se incurre en grave error al culpar de ello a los monarcas: por el contrario, maravilla que la fortuna los acompañe casi siempre desplegando para ello tan poco acierto:

Principis est virtus maxima. nosse suos[1242]:

pues naturaleza no los favoreció con mirada tan vasta que pudieran extenderla a tantos pueblos como rigen para discernir la principalidad de ellos, y penetrar luego nuestros pechos, donde se albergan nuestra voluntad y el valor más precioso. Preciso es, por consiguiente, que nos escojan por conjeturas y a tientas, movidos por la familia a que pertenecemos, por nuestras riquezas, por doctrinas y por la voz del pueblo, que son argumentos debilísimos. Quien pudiera encontrar medio de que justamente se nos conociera y de elegir los hombres por razones fundamentales, establecería de golpe y porrazo una perfecta forma de gobierno.

«Dígase lo que se quiera, acertó a resolver este importante negocio.» Algo es algo, sin duda, pero eso no es bastante, pues esta sentencia es justamente recibida. «Que no ha que juzgar de los dictámenes en presencia de los acontecimientos que resultan.» Castigaban los cartagineses los torcidos pareceres de sus capitanes aun cuando fueran enmendados por un dichoso desenlace; y el pueblo romano, rechazó muchas veces el triunfo a victorias provechosas y grandes, porque la dirección del jefe no anduvo de par con su buena estrella. Ordinariamente se advierte en las mundanales acciones que la fortuna para mostrarnos su poderío sobre todas las cosas y como se gozó en echar por tierra nuestra presunción, no habiendo podido trocar a los necios en avisados, los convierte en dichosos, en oposición con todo sano principio, favoreciendo las ejecuciones, cuya trama es puramente suya. Por donde vemos a diario que los más sencillos de entre nosotros consiguen dar cima a empresas magnas privadas y públicas; y como el persa Siramnes respondió a los que se admiraban de que sus negocios anduvieran tan perversamente, en vista de que sus propósitos estaban impregnados de prudencia: «Que él tan sólo era dueño de sus iniciativas, mientras que del éxito de sus negocios lo era la fortuna»; las gentes de que hablo pueden responder por idéntico tenor, aunque por razones contrarias. La mayor parte de las cosas de este mundo se hacen por sí mismas;

Fata viam inveniunt[1243];

el desenlace a las veces denuncia una conducta estúpida: nuestra intermisión apenas sobrepuja la rutina, y comúnmente obedece más a la consideración del uso y al ejemplo que a la razón. Maravillado por la grandeza de una hazaña, supe antaño por los mismos que la realizaron los motivos del acierto. En ellos no encontré sino ideas vulgares; y las más ordinarias y usuales son también acaso las más seguras y las más cómodas en la práctica, si no son las que al exterior aparecen. ¿Qué decir, si las más ínfimas razones son las mejor asentadas, y si las más bajas y las más flojas y las más asendereadas son las que mejor se adaptan a la solución de los negocios? Para conservar su autoridad a los consejos de los reyes hay que evitar que los profanos en ellos participen y que no vean más allá de la primera barrera: debe reverenciarse, merced al ajeno crédito y en conjunto, quien seguir pretende alimentando su reputación. La consultación mía, personal, bosqueja algún tanto la materia, considerándola ligeramente por sus primeros aspectos: el fuerte y principal fin de la tarea acostumbra a resignarlo al cielo:

Permitte divis cetera.[1244]

La dicha y la desdicha son, a mi entender, dos potencias soberanas. Es imprudente considerar que la humana previsión pueda desempeñar el papel de la fortuna, y vana es la empresa de quien presume abarcar las causas y consecuencias, y conducir por la mano el desarrollo de su obra: vana sobre todo en las deliberaciones de la guerra. Jamás hubo mayor circunspección y prudencia militar de las que se ven a veces entre nosotros; ¿será la causa que se tenía extraviarse en el camino, reservándose para la catástrofe de ese juego? Más diré: nuestra prudencia misma y nuestra consultación siguen casi siempre la dirección de lo imprevisto: mi voluntad y mi discurso se remueven ya de un lado ya de otro, y hay muchos de estos movimientos que se gobiernan sin mi concurso; mi razón experimenta impulsiones y agitaciones diarias y casuales:

Vertuntur species animorum, et pectora motus

nunc alios, alios, dum nubila ventus agebat

concipiunt.[1245]

Considérese quiénes son los más pudientes en las ciudades, y quiénes los que mejor cumplen con su misión; se verá ordinariamente que son los menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual que los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice Tucídides) la gente ordinaria que la sutil. Los efectos del buen sino achacámolos a prudencia;

Ut quisque fortuna utitur,

ita praecellet; atque exinde sapere illum omnes dicimus[1246]:

por donde hablo cuerdamente al decir que en todas las cosas los acontecimientos son testimonios flacos de nuestro valer y capacidad.

Decía, pues, que no basta ver a un hombre en un lugar relevante: aun cuando tres días antes le hayamos conocido como sujeto de poca monta, por nuestras apreciaciones se desliza luego una imagen de grandeza y consumada habilidad; y nos persuadimos de que al medrar en posición y en crédito, por hombre de mérito se le tiene. Juzgamos de él no conforme a su valer, sino a la manera como consideramos las fichas, según la prerrogativa de su rango. Mas que la fortuna cambie, que caiga y vaya a mezclarse con las masas, y entonces todos se inquieren, pasmados, de la causa que le había izado a semejante altura «¿Es el mismo? se dice. ¿No era antes más aventajado? ¿Los príncipes se conforman con tan poco? ¡A la verdad, estábamos en buenas manos!» Cosas son éstas que yo he visto en mi tiempo con frecuencia: hasta los personajes notables de las comedias nos impresionan en algún modo, y nos engañan. Aquello que yo mismo adoro en los monarcas es la multitud de sus adoradores: toda inclinación y sumisión les es debida, salvo la del entendimiento; mi razón no está hecha a doblegarse, son mis rodillas las que se humillan. Solicitado el parecer de Melancio sobre la tragedia de Dionisio: «No la he visto, contestó, tan alborotado es su lenguaje.» De la propia suerte, casi todos los que juzgan las conversaciones de los grandes debieran decir: «Yo no he oído lo que dijo, tan impregnado estaba de gravedad, de grandeza y majestad.» Antístenes persuadió a los atenienses para que ordenaran que sus borricos fueran empleados, lo mismo que sus caballos, en el trabajo de la tierra, a lo cual se le repuso que esos animales no habían nacido para tal servicio: «Es lo mismo, replicó el filósofo; la cosa no ha menester sino de vuestra ordenanza, pues los hombres más incapaces a quienes encomendáis la dirección de vuestras guerras no dejan de trocarse al punto en dignísimos porque en ello los empleáis»; a lo cual mira la costumbre de tantos pueblos que canonizan al de entre ellos elegido, y no se contentan con honrarle, sino que además le adoran los de Méjico, luego de terminadas las ceremonias de la proclamación, no se atreven ya a mirar a la cara de su soberano, cual si le hubieran deificado por su realeza; entre los juramentos que le hacen proferir, a fin de que mantenga la religión, leyes y libertades, y de que sea valiente, justo y bondadoso, jura también que hará al sol seguir su curso con su claridad acostumbrada, que las nubes se descargarán en tiempo oportuno, que los ríos seguirán su curso y que la tierra producirá todas las cosas necesarias a su pueblo.

Yo soy por naturaleza opuesto a esta común manera de ser; y más desconfío de la capacidad cuando la veo acompañada de grandeza, de fortuna y recomendación popular: precisanos considerar de cuánta ventaja sea el hablar a su hora, el escoger el verdadero punto de vista, el interrumpir la conversación o cambiarla con autoridad magistral, el defenderse contra la oposición ajena con un movimiento de cabeza, con una sonrisa, con el silencio, ante un concurso que se estremece de puro respeto y reverencia. Un hombre de monstruosa fortuna que interponía su parecer en una conversación ligera llevada al desgaire en su mesa, comenzaba de este modo sus reparos: «Quien en contrario se exprese no puede ser más que un embustero o un ignorante...» Seguid tan puntiaguda filosofía con un puñal en la mano.

He aquí otra advertencia de que alcanzo yo gran provecho: en las disputas y conversaciones todas las palabras que nos parecen buenas no deben incontinenti ser aceptadas. La mayor parte de los hombres son ricos en capacidad extraña; puede muy bien acontecer a tal individuo proferir un rasgo feliz, una buena respuesta o una recta sentencia, y llevarlas adelante desconociendo su fuerza. Que no se es poseedor de todo lo que prestado se recibe podré quizás comprobarlo con mis propios recursos. No hay que ceder al punto por verdad o belleza que la proposición en cierre; hay que combatirla de intento o echarse atrás, so pretexto de no entenderla, para tantear por todas partes de qué suerte habita en el que la emite; y aun así y todo, puede ocurrir que nos aferremos, ayudando al adversario más allá de sus alcances, y que le demos luz. Antaño empleé yo la réplica movido por la necesidad y aprieto del combate, que fueron más allá de mi intención y de mi esperanza: suministrábalas en número y acogíaselas en ponderación. De la propia suerte que cuando yo debato contra un hombre vigoroso me complazco en anticipar sus conclusiones y le allano la tarea de interpretarse, procurando prevenir su imaginación, naciente e imperfecta aún (el orden y la pertinencia de su entendimiento me advierten y amenazan de lejos), con aquellos otros, inconscientes, hago todo lo contrario: nada hay que entender sino lo que materialmente nos dicen, ni nada hay que presuponer. Si juzgan en términos generales, diciendo: «Esto es bueno; aquello no lo es», porque los encuentran a la mano, ved si es la casualidad la que los encontró en vez de ellos: que circunscriban y restrinjan un poco su sentencia explicando el por qué y el cómo. Esos juicios universales, que tan ordinariamente se emplean, nada dicen; son propios de gustos que saludan a todo un pueblo en masa y al barullo los que de él tienen conocimiento verdadero le saludan y advierten en número y especificando; mas esto es una empresa arriesgada: por donde yo he visto, con mayor frecuencia que a diario, acontecer que los espíritus débilmente constituidos, queriendo alardear de ingeniosos en el juicio que les sugiere la lectura de alguna obra, procurando señalar la belleza culminante de la misma, detienen su admiración con tan desdichado tino, que en lugar de enseñarnos la excelencia del autor nos muestran su propia ignorancia. Esta exclamación es de efecto seguro: «Eso es hermoso», habiendo oído una página entera de Virgilio. Por ahí se salvan los diestros; mas la empresa de seguirle por lo menudo y en detalle, con juicio expreso y escogido; el querer señalar por dónde un buen autor sobresale, pesando las palabras, las frases, las invenciones y sus diversos méritos, uno después de otro, ¡qué si quieres! Videndum est, non modo quid quisque loquatur, sed etiam quid quisque, sentiat, atque etiam qua de causa quisque sentiat.[1247] Diariamente oigo proferir a los tontos palabras que no lo son; dicen una cosa buena: sepamos hasta dónde la penetran: veamos por qué lado la agarraron. Nosotros los ayudamos a emplear esa bella expresión y esa razón hermosa, que no poseen sino que simplemente almacenan: acaso las produjeron por casualidad y a tientas: nosotros se las acreditarnos y avaloramos; les prestamos nuestra mano, ¿y para qué? Nada os lo agradecen, y con vuestra ayuda se truecan en más ineptos: no los secundéis; dejadlos que caminen solos; manejarán el principio que soltaron cual gentes que tienen miedo de escaldarse; no se atreven a cambiarlo de lugar, ni a presentarlo bajo distinto aspecto ni a profundizarlo: removedlo por poco que sea, y les escapa; lo abandonarán fuerte y hermoso como es: son armas hermosas, pero torpemente empuñadas. ¡Cuántas veces he visto de ello la experiencia! En conclusión, si llegáis a iluminarlos y a confirmarlos, incontinenti atrapan y hurtan la ventaja de vuestra interpretación: «Eso es lo que yo quise decir: he ahí cabalmente cuál era mi concepción; si yo no la expresé así, fue por culpa de mi lengua.» Soplad, y veréis lo que queda. Es necesario echar mano hasta de la malicia misma para corregir esa torpe altivez. El principio de Hegesías, según el cual «no hay que odiar ni acusar, sino instruir», es razonable en otros respectos aquí es injusto e inhumano el socorrer y enderezar a quien nada puede hacer con semejantes beneficios y a quien con ellos vale menos. Yo me complazco en dejarlos encenagarse y atascarse más todavía de lo que ya lo están y tan adentro, si es posible, que al fin lleguen a reconocerse.

La torpeza y el trastornamiento de los sentidos no son cosas que se curan con simples advertencias; podemos en verdad decir de esta enmienda lo que Ciro respondió a quien le impulsaba para que alentase a su ejército en el comienzo de una, batalla, o sea: «que los hombres no se truecan en valerosos y belicosos instantáneamente, por los efectos de una buena arenga; como tampoco convierte a nadie en músico el oír una buena canción». Es necesario el aprendizaje previo alimentado por educación dilatada y constante. Este cuidado lo debemos a los nuestros, y lo mismo la asiduidad en la corrección o instrucción, mas ir a sermonear al primer transeúnte, o regentar la ignorancia o ineptitud del primero con quien topamos es costumbre que detesto. Rara vez procedo yo de esa suerte, ni siquiera en las conversaciones en que tomo parte; prefiero abandonarlo todo por completo a venir a dar en esas instrucciones atrasadas y magistrales; mi humor tampoco se acomoda a hablar ni a escribir para uso de los principiantes. En las cosas que se dicen en común o entre extraños, por falsas y absurdas que yo las juzgue, jamás me pongo de por medio como enderezador, ni de palabra ni con ningún signo.

Por lo demás, nada me despecha tanto en la torpeza como el verla complacerse más de lo que ninguna razón es capaz de hacerlo sensatamente. Es desdicha que la prudencia os impida satisfaceros y contentaros de vosotros mismos, y que os rechace siempre malcontento y temeroso, donde mismo la testarudez y temeridad hinchen a sus propios huéspedes de seguridad y regocijo. Corresponde a los más estultos el mirar a los demás hombres por cima del hombro retornando siempre del combate hinchados de gloria y satisfacción; y casi siempre la temeridad de lenguaje y la alegría del semblante los hace salir gananciosos para con la asistencia, que es comúnmente débil e incapaz de bien juzgar y discernir las ventajas verdaderas. La obstinación y el ardor de la opinión son las más seguras muestras de estupidez: ¿hay nada tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno?

¿Por qué no mezclar en nuestras conversaciones y comunicaciones los rasgos puntiagudos y entrecortados que la alegría y la privanza introducen entre amigos, chanceando, y chanceándose grata y vivamente los unos de los otros? Ejercicio al cual mi alegría nativa me hace bastante apto; y si no es tan tendido y serio como el otro de que acabo de hablar, no es menos agudo ni ingenioso, ni tampoco menos provechoso, como Licurgo opinaba. Por lo que a mí toca, yo llevo a los coloquios mayor libertad que gracia, y me auxilia más bien el acaso que la invención; en el soportar soy cumplido, pues resisto el desquite, no solamente rudo, sino también indiscreto, sin molestarme para nada; y a la carga que se me viene encima, si no tengo con qué reponer en el acto bruscamente, tampoco voy entreteniéndome, en reponer de un modo pesado y enfadoso, rayano en la testarudez; la dejo asar, y agachando alegremente las orejas remito el hallar a mano mi razón para una hora más propicia: no es buen comerciante quien siempre sale ganancioso. La mayor parte de los hombres cambian de semblante y de voz en el punto y hora en que la fuerza les falta; y a causa de la cólera importuna, en lugar de vengarse, acusan su debilidad al par que su impaciencia. En estos desahogos pellizcamos a veces las secretas cuerdas de nuestras imperfecciones, las cuales aun permaneciendo en calma no podemos tocar sin consecuencias, y así entreadvertimos útilmente al prójimo de nuestras imperfecciones.

Hay otros juegos de manos, rudos e indiscretos, a la francesa, que yo odio mortalmente; mi epidermis es sensible y delicada. Durante el transcurso de mis días vi enterrar a causa de ellos a dos príncipes de nuestra sangre real, Es de pésimo gusto pelearse cuando se loquea.

Por lo demás, cuando yo quiero juzgar de alguien pregúntole cuánto de sí mismo se contenta: hasta dónde su hablar o su espíritu le placen. Quiero evitar esas hermosas excusas que dicen: «Lo hice distrayéndome:

Ablatum mediis opus est incubidus istud.[1248]

No me costó una hora siquiera; después no volví a poner en ello mano.» Así que, yo digo: dejemos todas esas fórmulas; otorgadme una que os represente por entero por la cual os plazca ser medidos, y luego ¿cuál es lo mejor que reconocéis en vuestra obra? ¿Es esta parte o la otra? ¿La gracia, el asunto, la invención, el juicio o la ciencia? Pues ordinariamente advierto que tanto se yerra al juzgar de la propia labor como al aquilatar la ajena, no sólo por la pasión que en el juicio va mezclada, sino también por carencia de capacidad, conocimiento y costumbre de discernir: la obra por su propia virtud y fortuna puede secundar al obrero y llevarle más allá de su invención y conocimientos. En cuanto a mí, no juzgo del valor de otra tarea con menos precisión que de la mía, y coloco los Ensayos, ya bajos ya altos, por manera dudosa o inconstante. Hay algunos libros útiles en razón de las cosas de que tratan, de los cuales el autor no alcanza recomendación ninguna; y hay buenos libros, como igualmente buenas obras, de que el obrero tiene que avergonzarse. Si yo discurriera sobre la naturaleza de nuestros banquetes y de nuestros vestidos (y escribiese malamente); si publicase los edictos de mi tiempo y las cartas de los príncipes que llegan a manos del público; si hiciera compendio de un buen libro (y toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe) el cual se hubiere perdido, o alguna cosa semejante, la posteridad alcanzaría singular provecho de tales composiciones; pero yo ¿qué otro honor sino el de mi buena fortuna? Buena parte de los libros famosos son de esta condición.

Cuando leí a Felipe de Comines hace algunos años (autor excelente en verdad), advertí esta frase, considerándola como riada vulgar: «Que precisa guardarse de prestar a su dueño un tan grande servio el cual le imposibilite de encontrar la debida recompensa», debí encomiar la invención, no a quien la escribió, pues la encontré en Tácito poco ha: Beneficia eo usque laeta sunt, dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere, pro gratia odium redditur[1249]: y en Séneca: Nam qui putat esse turpe non reddere, non vult esse cui feddat[1250]: y Cicerón con consistencia menor: Qui se non putat satisfacere esse nullo modo polest.[1251] El asunto, supuesta su naturaleza, puede hacer a un hombre erudito y de feliz memoria; mas para juzgar en las partes que mejor le pertenecen, que son al par las más dignas (la fuerza y la belleza de su alma), necesario es saber lo que es suyo y lo que no lo es, y en esto último cuánto se le debe en lo tocante a la elección, disposición, ornamento y lenguaje que proveyó. ¡Qué decir si tomó prestada la materia y estropeó la forma, como acontece con frecuencia! Nosotros que mantuvimos escaso comercio con los libros encontrámonos con este impedimento: cuando vemos alguna invención hermosa en un nuevo poeta, o algún argumento poderoso en un predicador, no nos atrevemos, sin embargo, a alabarlos por ello antes de que hayamos sido instruidos por algún erudito de si ambas cosas les fueron propias o extrañas; hasta saberlo, yo me mantengo siempre en guardia.

He recorrido de cabo a rabo las historia de Tácito, cosa que me acontece rara vez. Hace veinte años que apenas retengo libro en mis manos una hora seguida. No conozco autor que sepa mezclar a un «registro público» de las cosas tantas consideraciones de costumbres e inclinaciones particulares, y entiendo lo contrario de lo que él imaginaba, o sea que, habiendo de seguir especialmente las vidas de los emperadores de su tiempo, tan extremas y diversas en toda suerte de formas, tantas notables acciones como principalmente la crueldad de aquéllos ocasionaba en sus súbditos, tenía a su disposición un asunto más fuerte y atrayente que considerar y narrar, que si fueran batallas o revueltas lo que historiase: de tal suerte que a veces lo encuentro asaz conciso, corriendo por cima de hermosas muertes cual si temiera cansarnos con su multiplicación constante y dilatada. Esta manera de historiar es con mucho la más útil: las agitaciones públicas dependen más del acaso, las privadas de nosotros. Hay en Tácito más discernimiento que deducción histórica, y más preceptos que narraciones; mejor que un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender. Tan lleno está de sentencias que por todas partes se encuentra henchido de ellas: es un semillero de discursos morales y políticos para ornamento y provisión de aquellos que ocupan algún rango en el manejo del mundo. Aboga siempre con razones sólidas y vigorosas, de manera sutil y puntiaguda, según el estilo afectado de su siglo. Gustaban tanto los autores inflarse por aquel tiempo, que donde hallaban las cosas desprovistas de sutileza, se la procuraban por medio de las palabras. Su manera de escribir se asemeja no poco a la de Séneca: Tácito me parece más sustancioso; Séneca más agudo. Sus escritos son más apropiados para un pueblo revuelto y enfermo, como el nuestro al presente: frecuentemente diríase que nos pinta y que nos pellizca.

Los que dudan de su buena fe acusan de sobra su malquerencia. Sus opiniones son sanas y se coloca del lado del buen partido en los negocios romanos. Un poco me contraría, sin embargo, el que haya juzgado a Pompeyo con severidad mayor de la que envuelve el parecer de las gentes honradas que le trataron y con él vivieron: el que le estimara en todo semejante a Mario y Sila, aparte del carácter, que consideraba menos abierto. Sus intenciones no le eximieron de la ambición que lo animaba en el gobierno de los negocios, ni tampoco de la venganza; y hasta sus mismos amigos temieron que la victoria le hubiera arrastrado más allá de los límites de la razón, pero no hasta una medida tan desenfrenada: nada hay en su vida que nos haya amenazado de una tan expresa crueldad y tiranía. No hay que contrapesar la sospecha con la evidencia, de suerte que yo no participo de esa creencia. Que las narraciones de Tácito sean ingenuas y rectas podrá quizás ponerse en tela de juicio, pues no se aplican siempre con exactitud a las conclusiones de los suyos, los cuales sigue conforme a la pendiente que tomara, a veces más allá de la materia que nos muestra, la cual no presenta bajo un solo aspecto. No tiene necesidad de excusa por haber aprobado la religión de su época, según las leyes que le mandaban, e ignorado la verdadera: esto es su desdicha, mas no su defecto.

He considerado principalmente su juicio, y en todo él no estoy muy al cabo; como tampoco comprendo estas palabras de la carta que Tiberio, viejo y enfermo, enviaba a los senadores: «¿Qué os escribiré yo, señores, o cómo os escribiré, o qué no os escribiré en este tiempo? Los dioses y las diosas me pierden peor que si yo me sintiera todos los días perecer, sin embargo yo no lo sé»; no advierto por qué las aplica con certeza tanta a un pujante remordimiento que atormentaba la conciencia del emperador, al menos cuando tenía su libro en la mano no lo eché de ver.

También me pareció algo cobarde que necesitando decir que había ejercido cierto honroso cargo en Roma, vaya excusándose de que no es por varia ostentación como lo dice; este rasgo se me figura de baja estofa para un alma de su temple, pues el no atreverse a hablar en redondo de sí mismo acusa alguna falta de ánimo: un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de sus propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo cual de un tercero. Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí mismo solamente: me extravío cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto. No me estimo por manera tan indiscreta, ni estoy tan atado y mezclado a mí mismo que no pueda distinguirme y considerarme a un lado como a un vecino o como a un árbol: lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde vale, que haciendo más de lo que se ve. Mayor amor debemos a Dios que a nosotros mismos y lo conocemos menos, a pesar de lo cual hablamos de él a nuestro sabor.

Si los escritos de Tácito nos muestran algún tanto su condición, debemos creer que era un grave personaje, animoso y lleno de rectitud; no de una virtud supersticiosa, sino filosófica y generosa. Podrá encontrárselo arriesgado en sus testimonios, como cuando asegura que llevan de un soldado un haz de leña, sus manos se pusieron rígidas de frío y quedaron pegadas y muertas, separándose de sus brazos. Acostumbro en tales asertos a inclinarme bajo la autoridad de tan respetables testimonios.

Lo que cuenta de que Vespasiano por merced del Dios Serapis curó en Alejandría a una mujer ciega untándola los ojos con su saliva, y no recuerdo que otro milagro, hácelo por ejemplo y deber de todos los buenos historiadores, quienes registran los acontecimientos de importancia: entre los sucedidos públicos figuran también los rumores y opiniones populares. Es su papel relatar las creencias comunes, no el enderezarlas: esta parte toca a los teólogos y a los filósofos, directores de las conciencias. Por eso prudentísimamente éste su compañero, grande como él, dijo: Equidem plura transcribo, quam credo; nam nec affirmare sustineo, de quibus dubito, nec subducere, quae accepi[1252], y este otro: Haec neque affimare, neque refellere operae pretium est... famae rerum standum est.[1253] Escribiendo en un siglo en que la creencia en los prodigios comenzaba a declinar, dice, sin embargo, que no quiere dejar de insertarla en sus anales, ni menospreciar una cosa recibida por tantas gentes de bien y con reverencia tan grande vista de la antigüedad: muy bien dicho. Que los historiadores nos suministren la historia, más según la reciben que como la consideran. Yo que soy soberano de la materia que trato y que a nadie debo dar cuentas, no me creo por ello en todos los respectos: arriesgo a veces caprichos de mi espíritu, de los cuales desconfío, y ciertas finezas verbales que me hacen sacudir las orejas; pero las dejo correr al acaso. Yo veo que algunos se dignifican con tales cosas: no me incumbe sólo el juzgarlos. Preséntome en pie tendido; de frente y de espaldas, a derecha o izquierda, y en todas mis actitudes naturales. Los espíritus, hasta aquellos mismos que son iguales en consistencia, no lo son siempre en aplicación y gusto.

Esto es cuanto la memoria me sugiere en conjunto y de un modo bastante incierto; todos los juicios generales son descosidos e imperfectos.

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