Capítulo VII

De la incomodidad de la grandeza

Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de ella maldiciéndola, si maldecir de alguna cosa es encontrarla defectos, los cuales en todas se reconocen por hermosas y codiciables que sean. En general, la grandeza tiene esta evidente ventaja, que cuando lo place se rebaja, y que sobre poco más o menos tiene a la mano una u otra condición, pues no se da un batacazo de la altura, más frecuentes son los que descender pueden sin caer. Paréceme que la damos valor sobrado, como también a la resolución de aquellos a quienes vimos o de quienes oímos que la desdeñaron: su esencia no es tan evidentemente ventajosa que no se la pueda rechazar sin realizar un milagro. Para mí, el esfuerzo es bien difícil ante el sufrimiento de los males, mas en el contentamiento de una mediocre medida de fortuna, y en el huir la grandeza, encuentro molestia escasa: ésta es una virtud, a mi ver, a la cual yo, que soy un ganso, llegaría sin gran violencia. ¿Qué pensar, por lo mismo, de los que hacen valer la gloria que acompaña al rechazar la gloria, en lo cual puede haber más ambición que un el deseo mismo de disfrutar goces y grandezas? Jamás la ambición se encamina mejor, dada su índole, que cuando va por caminos extraviados e inusitados.

Yo aguzo mi ánimo hacia la paciencia y lo debilito hacia el deseo: que desear tengo como cualquiera otro y consiento a mis deseos igual libertad e indiscreción; mas, sin embargo, no me sucedió jamás apetecer imperio ni realeza, ni la eminencia de las elevadas fortunas imperativas: no me encamino por este lado, porque me quiero de sobra. Cuando en crecer pongo mi pensamiento, es bajamente, con un crecimiento lleno de sujeción y cobardía, adecuado a mi naturaleza en resolución, prudencia, salud, belleza y aun riqueza. Mas aquel crédito y aquella tan poderosa autoridad oprimen mi fantasía, y muy al contrario de César gustaría mejor ser el segundo o el tercero en Perigueux que el primero en París: y al menos en puridad de verdad quisiera ser más bien el tercero en París que el primero en dignidad. No quiero yo debatir con un hujier custodiador de puertas, como un miserable desconocido, ni hendir siendo adorado las multitudes por donde paso. Así por las circunstancias como por inclinación estoy habituado a las regiones medias; en el gobierno de mi vida y en el de mis empresas he demostrado más bien huir que desear la trasposición del grado de fortuna en que Dios colocó mi nacimiento; toda constitución natural es semejantemente equitativa y fácil. Mi alma es de tal suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma con que se alcanzó.

Mas si mi ánimo no es varonil, en cambio me ordena publicar resueltamente sus debilidades. Quien me diera a cotejar la vida de L. Torio Balbo, hombre cortés, hermoso, sabio, sano, entendido y abundante en toda suerte de comodidades y placeres, viviendo una existencia sosegada y toda suya, con el alma bien templada contra la muerte, la superstición, los dolores y las demás miserias de la humana necesidad, acabando, en fin, en los campos de batalla con las armas en la mano defendiendo a su país, de una parte, y, de otra, la vida de Marco Régulo, tan grande y elevada como todos saben, y su fin admirable; la una sin dignidades ni nombradía, la otra ejemplar y gloriosa a maravilla, respondería como Cicerón, si supiera decir también como él. Mas si me precisara compararlas con la mía diría también que la primera se acomoda tanto a mis inclinaciones y deseos como la segunda se aleja de ellos; que a ésta no puedo llegar sino por veneración, y de buen grado tocaría la otra por costumbre.

Volvamos a la grandeza temporal, de donde partimos. Me repugna el mando activo y pasivo. Otanez, uno de los siete pretendientes a la corona de Persia, tomó una determinación que yo de buena gana hubiera adoptado, y que consistía en abandonar a sus colegas sus derechos de poder llegar al trono por elección o suerte, siempre y cuando que él y los suyos vivieran en ese imperio fuera de toda sujeción y vasallaje, salvo los que las antiguas leyes ordenaban, y disfrutaran de toda la libertad que contra ellas no fuera. No gustaba de gobernar y tampoco de ser gobernado.

El más rudo y difícil de todos los oficios, a mi ver, es el de monarca cuando se desempeña dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra excuso sus defectos en consideración al tremendo peso de su cargo, cuya conspiración me trastorna. Es difícil guardar tacto ni medida, en un poder tan desmesurado; así que, hasta en aquellos mismos cuya naturaleza es menos excelente, reconocemos una inclinación singular hacia la virtud por estar colocados en un sitial donde ningún bien se hace sin que no sea registrado y tenido en cuenta; donde el beneficio más insignificante recae sobre tantas gentes, y donde la capacidad como la de los predicadores va al pueblo principalmente enderezada, juez poco puntual, fácil de engañar y de contentar. Pocas cosas hay sobre las cuales nos sea dable emitir juicio sincero, porque también son contadas aquellas en que en algún modo no tengamos particular interés. La superioridad y la inferioridad, el mandar y el obedecer, vense obligados al envidiar y al cuestionar permanentes; precisa, que se saqueen perpetuamente. No creo en el uno ni en el otro de los derechos de su compañera: dejemos obrar a la razón, que es inflexible o impasible, cuando de ella podamos disponer a nuestro arbitrio. No hace todavía un mes hojeaba yo dos libros escoceses que se contradecían en este punto: el autor popular hace del rey un hombre de peor condición que un carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por cima de Dios en poder y soberanía.

Ahora bien, las molestias de la grandeza que aquí me propuse notar, a causa de una ocasión que de ello me advirtió recientemente, es ésta: quizás no haya nada más grato en el comercio de los hombres que las experiencias que realizamos unos en competencia con otros, impulsados por el celo de nuestro honor o de nuestro valor, ya sea en los ejercicios corporales ya en los espirituales, en los cuales la grandeza soberana no toma parte alguna. En verdad me ha parecido a veces que a fuerza de respeto tratamos a los príncipes desdeñosa e injuriosamente, pues aquello de que yo en mi infancia más me exasperaba era que los que se ejercitaban conmigo evitaban el emplearse con sus fuerzas todas por reconocerme indigno contrincante. Esto es precisamente lo que se ve acontecerles a diario, puesto que cada cual se reconoce por bajo para luchar contra ellos: si se echa de ver que alguna afección a la victoria les mueve por escasa que sea, nadie hay que no se esfuerce en facilitársela, y que mejor no prefiera traicionar su propia gloria que ofender la del monarca: no se echa mano de esfuerzo mayor que el necesario para servir al honor de los mismos. ¿Qué parte les cabe en la lucha en la cual todos están por ellos? Parécese contemplar aquellos paladines de las pasadas épocas que se presentaban en las luchas y combates con armas encantadas. Brissón se dejó ganar por Alejandro en las carreras: éste le regañó por ello, bien que mejor hubiera hecho castigándole a latigazos. Por estas consideraciones decía Carneades «que los hijos de los príncipes no aprenden nada a derechas, como no sea el manejo de los caballos; tanto más cuanto que en cualesquiera otros ejercicios todos se doblegan ante ellos y los dejan ganar; mas un caballo, que no es cortesano ni adulador, arroja por tierra al hijo de un rey lo mismo que al de un mozo de cordel».

Homero se vio obligado a consentir que Venus fuera herida en el combate de Troya (una tan dulce diosa y tan delicada), para procurarla así vigor y arrojo, cualidades que en manera alguna, recaen en aquellos que están exentos de peligro. Se hace que los dioses se encolericen, teman, huyan, se muestren celosos, se duelan y se apasionen para honrarlos con las virtudes que se edifican entre nosotros con esas imperfecciones. Quien no tiene participación en el acaso ni en la dificultad, se halla incapacitado para pretender, interés ninguno en el honor y satisfacción que acompañan a las aciones azarosas. Es lastimoso el poder tanto que acontezca que todas las cosas cedan ante vuestros deseos: vuestra fortuna lanza demasiado lejos de vosotros la sociedad y la compañía; os coloca demasiado aislados. Este bienestar y facilidad holgada de hacerlo todo inclinarse bajo el propio peso es enemigo de toda suerte de hacer; es resbalar y no marchar: es dormir y no vivir. Concebid al hombre acompañado de la omnipotencia, y le abismaréis: es necesario que por caridad os da el obstáculo y la resistencia. Su ser y su bien tienen a indigencia como base.

Las buenas cualidades de los príncipes son muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino se por comparación, y se las coloca por fuera, tienen ese conocimiento de la verdadera alabanza, viéndose sacudidas por una aprobación uniforme y continuada. ¿Se las han con el más torpe de entre sus súbditos? pues carecen de medios para alcanzar ventaja sobre él; diciendo: «Porque es mi rey», le parece haber dicho bastante para dar a entender que prestó la mano en el dejarse vencer. Esta cualidad ahoga y consume todas las demás que son verdaderas y esenciales, las cuales la realeza sumerge, y no los deja para hacerse valer sino las acciones que la tocan directamente y que la sirven, es decir, los ejercicios de su cargo: tanto es ser rey que sólo por ello lo es. Ese resplandor extraño que le rodea le oculta, y de nuestra vista le aparta; nuestro mirar se quiebra y disipa estando lleno y detenido por esa intensa luz. El senado romano otorgó a Tiberio el premio de elocuencia, que rechazó, considerando que un juicio tan poco libre, aun cuando hubiera sido justo, siempre llevaba el sello de la parcialidad.

De la propia suerte que se les conceden todas las ventajas punto a honor, también se confortan y autorizan los vicios y defectos que poseen, no sólo con la aprobación sino también con la imitación. Cada uno de los que formaban el séquito de Alejandro llevaba como él la cabeza inclinada a un lado; los cortesanos de Dionisio tropezaban unos contra otros en su presencia, empujaban y derribaban cuanto había a sus pies, para aparentar que eran tan cortos de vista como él. Las hernias sirvieron a veces de favor y de recomendación: he visto en candelero la sordera, y porque el amo odiaba a su mujer, Plutarco vio a los cortesanos repudiar las suyas, a quienes amaban. Mas aún: la lujuria se vio acreditada y toda otra disolución, como también la deslealtad, la blasfemia, la crueldad, la herejía e igualmente la superstición, la irreligión, la desidia y otros vicios peores, si es posible que los haya, por donde se incurría en pecado mayor que el de los aduladores de Mitridates, los cuales porque su dueño pretendía honrarse llamándose buen médico, le presentaban sus miembros para que los cortara y cauterizara, pues esos otros se dejaban cauterizar el alma, que es parte más delicada y noble.

Y para acabar por donde comencé: Adriano el emperador, cuestionando con el filósofo Favorino sobre el sentido de un vocablo, resultó fácilmente victorioso; como sus amigos se le quejaran: «Tenéis gracia, dijo el filósofo, ¿cómo queréis que no sea más sabio que yo, puesto que manda treinta legiones?» Augusto compuso versos contra Asinio Polio. «Yo me callo, dijo éste, porque no es muy prudente escribir en competencia con quien puede proscribir»; y tenía razón, pues Dionisio, por no poder igualar a Filoxeno en la poesía ni a Platón en el razonar, condenó al uno a las canteras y mandó vender al otro como esclavo a la isla de Egina.

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