- II - [1508]

A Monseñor de Montaigne

En cuanto a sus últimas palabras, si hay alguien que de ellas pueda dar cumplida cuenta, ninguno mejor que yo; así porque durante el transcurso de su enfermedad me hablaba tan de buen grado como al que más, como por la singular y fraternal amistad que nos tributábamos, tenía yo evidentísimo conocimiento de los designios, juicios y voluntades que durante su vida entera alimentara; tanto sin duda como un hombre puede estar penetrado de los pensamientos de otro hombre; y porque sabía que éstos eran en él elevados, virtuosos, llenos de resolución ciertísima y, para decirlo todo, admirables. Preveía yo bien que si el mal le dejaba medios de poder expresarse, nada se le escaparía en semejante trance que grande no fuera, y dechado de buen ejemplo; por eso en escucharle puse todo el cuidado que pude. Verdad es, señor, que como mi memoria es muy corta y entonces se hallaba alterada por el trastorno que mi espíritu sufría a causa de una pérdida tan dura y e importancia tanta, es imposible que no haya olvidado muchas cosas, las cuales quisiera que fuesen conocidas; mas aquellas que se me acuerdan os las trasladaré cuanto más verídicamente me sea dable; pues para representarlo así, con altivez detenido en su vigorosa faena; para mostraros aquel ánimo invencible en un cuerpo acabado y consumido por los esfuerzos furiosos de la muerte y del dolor, confieso que sería menester un estilo mejor que el mío: si durante su vida aún cuando hablara de cosas graves e importantes expresábase de tal suerte que era difícil con tal maestría escribirlas, hubiérase dicho que a la hora de su muerte su espíritu y su lengua se esforzaban en competencia como para procurarle sus más relevantes servicios pues sin duda nunca le vi tan pleno, así de elocuencia cual de hermosas fantasías, como en todo el curso de su enfermedad. Por lo demás, mi señor, si juzgáis que consigné sus expresiones más volanderas y ordinarias, de propio intento lo hice, pues habiendo sido dichas en aquellas horas y en lo más recio de una tan empeñada lucha, singularmente testimonian un alma llena de reposo, de sosiego y de seguridad.

Como regresara yo de la audiencia el lunes 9 de agosto de 1563 le envié a buscar para comer en mi casa. Me envió a decir que me daba gracias; que se encontraba algo mal, y que le procuraría placer si quería pasar una hora en su compañía antes de que él tomara el camino del Medoc. Fui en su busca, apenas comí: se había acostado vestido, y mostraba ya no sé qué cambio en su semblante. Me dijo que tenía un flujo de vientre ocasionado por unos retortijones que le habían cogido la víspera jugando sin abrigo, con solo el coleto bajo una túnica de seda, con el señor de Escarts, y que el frío le había hecho sentir con frecuencia accidentes semejantes. Pareciome bien que realizara el propósito que de alejarse tenía formado, pero que sólo llegara aquella noche hasta Germignan, a dos leguas de la ciudad. Esto le dije a causa del lugar donde estaba alojado, muy vecino de viviendas infestadas, de las cuales se mostraba aprensivo, habiendo regresado hacia poco del Perigord y de Angenuis, donde estaba todo apestado; además, para remediar una enfermedad semejante a la suya, a mí me fue muy bien montando a caballo. Así que, partió en compañía de la señorita de La Boëtie, su mujer, y del señor de Bouillhonnas, su tío.

Al siguiente día muy de mañana vino a mí uno de sus gentes con un recado de la señorita de La Boëtie, quien me anunciaba que su esposo había pasado muy mala noche, con una fuerte disentería. Envió a buscar un médico y un boticario, y me rogó que fuera junto a él, como así lo hice a medio día.

A mi llegada pareció regocijado de verme; y como yo quisiera decirle adiós para retirarme, prometiéndole visitarle al día siguiente, me rogó con una afección e instancia que nunca había empleado que permaneciera a su lado cuanto más tiempo pudiese. Esto me conmovió algún tanto. Sin embargo, ya me iba, cuando la señorita de La Boëtie, que empezaba a presentir no sé qué desdicha, me suplicó con los ojos, llenos de lágrimas que no me moviera de allí en toda la noche. Detúvome así, y con ello él se regocijó grandemente. Al siguiente día regresé, y el jueves le vi de nuevo. Su mal iba empeorando; su flujo de sangre y sus cólicos, que le debilitaban todavía más, iban creciendo a cada hora.

El viernes dejele aún, y el sábado le vi ya muy abatido. Me dijo entonces que su enfermedad era algo contagiosa y además ingrata y melancólica; que conocía muy bien mi natural y me suplicaba que no estuviera a su lado sino a intervalos, pero con la mayor frecuencia que me fuera dable. Ya no volví a abandónarle. Hasta el domingo no me habló de lo que pensaba de su estado; sólo habíamos conversado sobre las particulares ocurrencias de su mal y de lo que sobre él los médicos antiguos habían dicho; de los negocios públicos nada nos dijimos, pues advertí que le cansaban desde el primer día de su enfermedad. Mas el domingo acometiole una debilidad grande, y como se recobrase, dijo que le parecía haberse visto en medio de una confusión de todas las cosas y no haber contemplado sino una espesa nube y niebla obscura, en las cuales todo estaba revuelto y confuso; pero que, sin embargo, no había experimentado contrariedad en todo este accidente. «La muerte, hermano mío, le dije yo entonces, nada ofrece peor que eso. -Pero nada muestra tan malo», respondiome.

En lo sucesivo, como desde el comienzo de su mal no había podido dormir, y como a pesar de todos los remedios iba sucesivamente empeorando, habiéndose ya empleado ciertos medicamentos de los cuales no se echa mano sino en la última extremidad, empezó a desesperar por completo de su curación, y así me lo comunicó. En este mismo día, pareciéndome bueno, le dije «que no procedería yo bien a causa de la suprema amistad que le profesaba, al no recomendarle que así como en el estado de salud se vieron todas sus acciones llenas de prudencia y buen consejo, tanto como las del que más, que continuara así también en su enfermedad; y que si Dios quería que empeorase, grandemente me entristecería el que por inadvertencia hubiera dejado en el aire ninguno de sus negocios domésticos, así por el perjuicio que por ello sus parientes podrían experimentar, como por el cuidado de su buen nombre»; todo lo cual oyó de buen grado; y luego de haber resuelto algunas dificultades que le tenían en suspenso en este punto, me rogó que llamara a su tío y a su mujer, solos, para decirles lo que había deliberado tocante a su testamento. Yo le repuse que los asustaría. «No, no, me dijo, yo los consolaré, y haré que conciban esperanzas mayores de mi salud de las que yo mismo tengo.» Luego me preguntó si los desvanecimientos que le habían asaltado no nos habían estremecido un poco. «Eso no es nada, le contesté, hermano; son accidentes ordinarios a tales enfermedades. -En verdad, no, no es nada, hermano, me contestó, aún cuando de ellos sobreviniera lo que todos más teméis. -Para vosotros no sería sino dicha, repliqué, mas el daño fuera para mí, que perdería la compañía de un tan grande, prudente y seguro amigo, tal, que estaría seguro de no encontrarlo nunca semejante. -Muy bien pudiera ser así, hermano, añadió; y os aseguro que lo que me hace tener el cuidado que pongo en mi curación, y no seguir tan corriendo el paso que ya a medias franqueé, es la consideración de vuestra pérdida y la de ese pobre hombre, y la de esa pobre mujer (hablando de su tío y de su esposa), a quienes amo singularmente, y que soportarían con harta impaciencia, bien seguro estoy de ello, la pérdida que con mi muerte sufrirían, que a la verdad es bien grande para vos y para ellos. Considero también el disgusto que experimentaran muchas gentes de bien que me quisieron y estimaron mientras viví, de las cuales, en verdad lo confieso, si de mí pendiera, me creería contento al no perder aún la conversación; y si me voy, hermano mío, ruégoos, vosotros que las conocéis, que las mostréis el testimonio de la buena, voluntad que las profesé hasta este último término de mi vida; además, hermano mío, acaso no había yo nacido tan inútil que no hubiera tenido medio de procurar servicio a la cosa pública; mas suceda lo que quiera, presto estoy a partir cuando a Dios le plazca, con la seguridad de que gozaré del bienestar que vosotros me predijisteis. Y en cuanto a vos, amigo mío, conozco tanto vuestra prudencia, que os acomodaréis de buen grado, y pacientemente a todo cuanto plazca a su Santa Majestad ordenar de mí; y os suplico que cuidéis de que no empuje a ese buen hombre y a esa buena mujer fuera e los linderos de la sana razón.» Preguntome entonces cuál era el estado de sus ánimos, y yo le dije que bastante bueno para la magnitud del suceso. «Sí, añadió, ahora que todavía albergan alguna esperanza, mas si yo se la quitara de una vez, hermano, os vierais bien embarazado para contenerlos.» Siguiendo esta mira, mientras tuvo alientos ocultoles constantemente la evidente opinión que de su muerte abrigaba, rogándome con todas sus fuerzas hacer lo propio. Cuando los veía junto a él simulaba un semblante alegre y los apacentaba con hermosas esperanzas.

Dejele en este punto para ir a llamarlos. Compusieron su semblante lo mejor que pudieron por un momento, y luego de sentarnos en derredor de su lecho, los cuatro solos, habló así con tranquilo continente y como lleno de gozo:

«Tío y esposa míos, os aseguro por mi fe que ningún nuevo ataque de mi mal y ninguna opinión desfavorable de mi curación me han impulsado a llamaros para deciros lo que intento, pues me encuentro, a Dios gracias, muy bien y lleno de buenas esperanzas: mas habiendo de antiguo aprendido, así por dilatada experiencia como por estudio prolongado, la poca seguridad que existe en la instabilidad e inconstancia de las cosas humanas, y hasta en nuestra propia vida, que tan cara consideramos y que sin embargo no es sino humo y nada; y considerando también que entrándome enfermo otro tanto me aproximé al peligro de la muerte, he deliberado poner algún orden en mis negocios domésticos, he deliberado poner algún orden en mis negocios domésticos, luego de haber oído el parecer vuestro primeramente.»

Después, dirigiendo sus palabras a su tío: «Mi buen tío, dijo, si tuviera que daros cuenta en este momento de las grandes obligaciones que os debo, el tiempo no me alcanzaría; básteme decir que hasta el presente, donde quiera que haya estado y a quienquiera que haya hablado, siempre dije que todo el cuanto un prudentísimo, buenísimo y liberalísimo padre pudiera hacer por su hijo, todo eso lo habíais hecho por mí, ya por el cuidado que fue preciso para instruirme en las buenas letras, ya cuando os plugo empujarme a los empleos públicos; de suerte que todo el curso de mi vida estuvo lleno de grandes y recomendables deberes y amistades vuestros para conmigo; en conclusión, sea cual fuere lo que tenga, de vosotros lo tengo, como vuestro lo reconozco y de ello os soy deudor, vos sois mi verdadero padre; así pues, como hijo de familia carezco de poder para disponer de nada, si no os place el otorgármelo.» Entonces calló y aguardó a que los sollozos y suspiros permitieran a su tío contestarle «que encontraría siempre excelente todo cuanto lo pluguiera». En este punto, habiendo de hacerle su heredero, suplicole que recibiera de él sus bienes que le pertenecían.

Y luego, desviando su palabra hacia su mujer: «Mi igual, dijo (así la llamaba a veces, por virtud sin duda de alguna alianza antigua pactada entre ellos), habiendo sido a vos unido por el lazo santo del matrimonio, que es uno de los más respetables o inviolables que Dios haya ordenado aquí abajo para la conservación de la sociedad humana, os amé, quise tiernamente y estimé tanto como me fue dable, y bien seguro estoy de que vos me habéis correspondido con afección recíproca, que nunca podré reconocer bastante. Ruégoos que toméis de la parte de mis bienes lo que os doy, y que con ello os contentéis aun cuando sé muy bien que es bien poco comparado con vuestros méritos.»

Luego, enderezando a mí sus palabras: «Hermano dijo, a quien amo tan caramente, y a quien escogí entre tantos hombres para con vos renovar aquella amistad virtuosa y sincera, cuya índole se alejó tanto ha de nosotros a causa de los vicios, que de ella no quedan sino algunas viejas huellas en la memoria de la antigüedad, os suplico como muestra de mi afección hacia vos que os dignéis ser el sucesor de mi biblioteca y de mis libros que os doy: presente bien pequeño, mas de buen corazón inspirado, y que bien os cuadra por la afección que las letras os inspiran. Será para vosotros,   [1509] tui sodalis[1510].»

Y luego, hablando a los tres en general, alabó a Dios porque en una situación tan extrema se veía acompañado de las más caras afecciones que en este mundo tuviera pareciéndole hermosísimo el ver un concurso de cuatro personas tan en armonía y por amistad tan grande unidas, haciendo votos, decía, porque nos amáramos unánimemente, los unos por el amor de los otros. Luego de recomendarnos mutuamente, siguió así: «Habiendo puesto orden en mis bienes, fáltame ahora pensar en mi conciencia. Yo soy cristiano, yo soy católico: como tal he vivido; como tal lo he deliberado acabar mi vida. Que se haga venir a un sacerdote, pues no quiero faltar a este último deber del cristiano.»

Con estas palabras acabó su plática, la cual había proferido con tanta seguridad de semblante y tanta fuerza de acento y de voz, que hallándole cuando entró en su aposento débil, arrastrando penosamente las palabras unas tras otras, con el pulso abatido como de fiebre lenta, y camino de la muerte y el rostro pálido y completamente amortecido, parecía entonces que acabara como por milagro de ganar algún vigor nuevo; tenía el color más sonrosado y el pulso más fuerte, de tal modo que yo le hice tocar el mío para que los comparase. En este punto mi corazón se oprimió tanto que no supe qué contestarle. Pero dos o tres horas después, así por continuar en él esta grandeza de ánimo, como también porque yo deseaba a causa del celo que alimenté toda mi vida por su gloria y por su honor, que hubiera más testigos de tantas y tan honrosas pruebas de magnanimidad, y luego que su aposento estuvo mejor acompañado, díjele que había enrojecido de vergüenza al ver que el aliento me faltaba para oír lo que él, que estaba en liza con el mal, había tenido ánimos sobrados para decirme; que hasta entonces había pensado que Dios no nos otorgara tan gran ventaja sobre los humanos accidentes, y que creía difícilmente lo que en este particular leía alguna vez en las historias, pero que habiendo sentido de cerca una tal prueba, bendecía a Dios por haber sido una persona de quien yo era tan amado y a quien yo amaba tan caramente, y que esto me serviría de ejemplo para cuando me llegara el turno de representar el mismo papel.

Me interrumpió para rogarme que así lo hiciera, mostrando, por efecto, que las palabras que durante nuestra vida sustentáramos no las llevásemos solamente en la boca, sino grabadas muy en lo hondo del corazón y del alma para ponerlas en práctica a las primeras ocasiones que se ofrecieran, añadiendo que en esto consistía la verdadera lección de nuestros estudios y la de la filosofía. Y cogiéndome la mano: «Hermano mío amigo, me dijo, te aseguro que hice bastantes cosas, en mi vida (así lo juzgo al menos) con igual quebranto y dificultad que ésta. Y para decirlo todo, hace mucho tiempo que me encontraba preparado a este trance y que sabía de memoria mi lección. ¿Pero no es vivir bastante llegar a la edad en que me veo? Encontrábame ya presto a entrar en los treinta y tres años. Dios me otorgó la gracia de que toda la existencia pasada hasta este momento de mi vida, fuese llena de salud y dicha: merced a la inconstancia de las cosas humanas, esto apenas podía durar. Era ya llegada la época de internarse en los negocios y de ver mil cosas ingratas, como la incomodidad de la vejez, de la cual me veo libre por este medio; además es verosímil que yo haya vivido hasta ahora con mayor simplicidad y menos malicia, que acaso no hubiera podido conservar si Dios me hubiese dejado subsistir hasta que el cuidado de enriquecerme y acomodar mis negocios se me hubiera metido en la cabeza. En cuanto a mí, seguro estoy de ello, me voy a ver Dios y la mansión de los bienaventurados.» Al llegar aquí, como yo mostrara hasta en el semblante la impaciencia que el escucharle me producía: «¡Cómo, hermano mío! me dijo, ¿queréis meterme miedo? Si lo tuviera, ¿quién había de quitármelo si no es vosotros?»

A eso del anochecer, como se presentara el notario, a quien se había mandado llamar para que hiciera testamento, hice que lo escribiera, y después le dije si quería firmarlo: «No, me respondió, quiero hacerlo yo mismo, pero desearía, hermano, que me dejaran un poco de sosiego, pues me encuentro extremadamente trabajado, y tan débil que casi no puedo más.» Cambié de conversación, pero él reanudó al punto la que habíamos dejado, diciéndome que para morir no precisaba gran sosiego, y me rogó que me informara de si el notario tenía la mano bien ligera, pues él apenas se detendría al dictarle. Llamé al notario y al instante dictó tan deprisa su testamento que mucho embarazo se experimentaba para poder seguirle. Luego que acabó me rogó que se lo leyera, y me habló así: «¡He aquí un hermoso cuidado, el cuidado de nuestras riquezas!» Sunt haec, quae hominibus vocantur bona.[1511] Luego que el testamento estuvo firmado, como el aposento se llenara de gente, preguntome si le perjudicaría el hablar. Yo le dije que no, pero que hablase muy despacio.

En este punto hizo llamar a la señorita de San Quintín, su sobrina, y la dijo así: «Sobrina mía amiga, desde el momento en que te conocí me pareció haber visto brillar en ti los rasgos de una naturaleza buenísima: mas estos últimos deberes que cumples con tan buena afección y diligencia tanta para con mi precaria situación, mucho me prometen de tu persona; en verdad te estoy muy obligado y por ello te doy gracias afectuosísimas. Por lo demás, en descargo mío, te recomiendo que seas primeramente devota para con Dios, pues ésta es sin duda la parte principal de nuestro deber y sin la cual ninguna otra acción puede ser buena ni hermosa: y esta a conciencia cumplida lleva en pos de sí necesariamente todas las demás acciones de la virtud. Después de Dios has de amar y honrar a tu padre y a tu madre y, lo mismo que a ésta, a mi hermana, a quien yo considero como una de las mejores y más prudentes mujeres del mundo; y te ruego que de ella imites la ejemplar vida. No te dejes avasallar por los placeres: huye como de la peste esas locas confianzas que a las mujeres ves permitirse a veces con los hombres, pues aun cuando al principio nada tengan de censurables, sin embargo, poco a poco van corrompiendo el espíritu, conduciéndole a la ociosidad, y de la ociosidad al horrible cenagal del vicio. Créeme: la más segura guarda de la castidad para una doncella es la severidad. Te ruego y quiero que te acuerdes de mí, para que así tengas presente la amistad que me inspiraste; no para quejarte y dolerte de mi pérdida, pues esto se lo prohíbo a todos mis amigos cuanto está a mi alcance; porque así parecería como que se mostrasen envidiosos del bien que gracias a mi muerte pronto disfrutaré y te aseguro, hija mía, que si Dios me diera a escoger en estos momentos entre volver de nuevo a la vida o acabar el viaje ya emprendido, me vería muy embarazado en la elección. Adiós, sobrina mía, mi amiga.»

Hizo luego llamar a la señorita de Arsat, su hijastra, y la dijo: «Hija mía, tú no has menester grandemente de mis advertencias teniendo una tal madre, a quien siempre reconocí llena de prudencia, y tan de acuerdo con mis miras y voluntades, que jamás incurrió en ninguna falta: serás muy bien instruida bajo la dirección de tal maestra. No juzgues extraño si yo, que no tengo contigo ningún parentesco, me cuido de tus cosas y me mezclo en tus asuntos, pues siendo hija de una persona que me es tan cercana, imposible es que todo cuanto te concierne no me incumba a mí también. Por eso me desvelé siempre por los negocios del señor de Arsat, tu hermano, como por los míos propios, y acaso no perjudicará a tu porvenir el haber sido mi hijastra. Tienes de tu parte la riqueza y la belleza que te precisan; eres señorita de buena casa: sólo necesitas añadir a estas prendas los adornos del espíritu, y te ruego que los adquieras. No te prohíbo el vicio, tan detestable a las mujeres, pues ni siquiera quiero pensar que a tu entendimiento pueda asaltar tal idea; hasta creo que el nombre mismo es para ti cosa de horror. Adiós, hija mía.»

Todo el aposento estaba lleno de sollozos y de lágrimas, los cuales, sin embargo, no interrumpían en modo alguno el camino de sus razonamientos, que fueron dilatados. Después ordenó que se hiciera salir a todo el mundo, salvo a su «guarnición»; así nombraba a las criadas que le servían. Luego, llamando a mi hermano de Beauregard: «Señor de Beauregard, le dijo, os doy las gracias más sentidas por las molestias que os tomáis por mí. ¿Queréis que os descubra algo que el corazón me dicta manifestaros?» Tan pronto como mi hermano le hubo dado licencia, siguió así: «Os juro que entre todos los que pusieron sus manos en la reforma de la Iglesia jamás pensé que hubiera uno siquiera que se consagrara con mejor celo, y con afección más cabal, sincera y sencilla que vos: y en verdad creo que los solos vicios de nuestros prelados, que sin duda han menester de una corrección ejemplarísimas, y algunas imperfecciones que el transcurso del tiempo acarrearon a nuestra Iglesia os lanzaron a la lid que elegisteis. No es mi propósito el conmoveros en estos momentos, pues a nadie ruego de buen grado que ni siquiera en lo más mínimo obre en contra de su conciencia; pero quiero bien advertiros que inspirándome respeto la buena reputación adquirida por la casa a que pertenecéis, merced a su concordia, continuada, y a la cual quiero tanto como a cualquiera otra del mundo (¡Dios bendiga tal mansión, de donde jamás salió ningún acto que de hombre de bien no fuera!) profesando respeto a la voluntad de vuestro padre, aquel buen padre a quien tanto debéis; a vuestro buen tío, a vuestros hermanos, os ruego que huyáis de extremos semejantes; no seáis tan rudo ni tan violento; acomodaos a ellos: no forméis bando y cuerpo aparte; uníos todos en idéntica armonía. Ya veis cuántas ruinas estas discusiones acarrearon a este reino; y yo os respondo que todavía mayores son las que pueden sobrevenir. Como vos sois prudente y bueno, debéis guardaros de llevar estos trastornos al seno de vuestra familia por temor de hacerla perder la gloria y la dicha de que hasta el presente gozara. Tomad en buena parte, señor de Beauregard, todo cuanto os digo y como seguro testimonio de la amistad que os profeso, pues por esta razón me reservé hasta el instante actual el deciros lo que os digo, y acaso comunicándooslo en el estado en que me veis, otorgaréis más peso y autoridad mayor a mis palabras.» Mi hermano le dio las gracias más sentidas.

El lunes por la mañana se encontraba tan mal que había abandonado ya toda esperanza de vida. De tal suerte que en el momento en que me vio, me llamó con voz lastimera, y me dijo: «Hermano mío, ¿no os inspiran compasión tantos tormentos como sufro? ¿No veis que ya todos los auxilios que me procuráis no sirven sino a dilatar mi dolor?» Un momento después perdió el sentido, en tal grado que faltó poco para darle por muerto, consiguiendo reanimarle a fuerza de vinagre y de vino. Pero no volvió en sí hasta que pasó algún tiempo, y como nos oyera gritar en derredor suyo nos dijo: «¡Dios mío! ¿quién tanto me atormenta? ¿Por qué me apartan de este grande y grato sosiego en que me encuentro? Dejadme, os lo ruego.» Y luego, al oírme me dijo: «Y vos también, hermano mío, ¿no queréis que yo sane? ¡Oh, que tranquilidad la que me hacéis perder!» Últimamente, habiendo cesado por completo la crisis pidió un poco de vino, y como se sintiera bien, díjome que era el mejor licor del mundo. «No lo juzgo así, repuse yo para que hablase: el agua es el mejor licor. Cierto, replicó,  [1512-1513].»Ya tenía todas las extremidades y hasta el semblante helados de frío, bañados de sudor mortal que le corría por todo el cuerpo, y era casi imposible encontrar ningún reconocimiento del pulso.

La mañana de este día se confesó con su sacerdote; mas como éste no llevara cuanto le fuese preciso fuele imposible decirle la misa. Pero el martes por la mañana el señor de La Boëtie le mandó llamar para que le ayudara, decía, a cumplir su último deber cristiano. Así pues, oyó la misa, confesó y comulgó, y como el sacerdote se despidiera de él, díjole: «Padre mío espiritual, os suplico humildemente, a vos y a los que de vos dependen, que roguéis a Dios por mí. Si está ordenado por los sacratísimos tesoros de los designios de Dios que yo acabe mis días ahora, tenga piedad de mi alma, y me perdone mis pecados, que son infinitos, como no es posible que tan vil y tan baja criatura como yo soy haya podido ejecutar los mandamientos de un tan alto y tan poderoso maestro. O si le parece que todavía viva por acá y quiera reservarme para alguna otra hora, suplicadle que acaben pronto en mí las angustias que sufro, y que en lo sucesivo me conceda la gracia de guiar mis pasos en seguimiento de su voluntad, convirtiéndome en mejor de lo que hasta hoy he sido.» En este punto se detuvo un instante para cobrar alientos, y viendo que el sacerdote se iba le llamó y le dijo: «Quiero todavía decir estas palabras en vuestra presencia: Yo protesto que como fui bautizado y viví, así quiero morir bajo la fe y religión que Moisés implantó primeramente en Egipto, que los santos padres recibieron luego en Judea, y que de mano en mano, por el transcurso de los tiempos, fue traída a Francia.» Parecía al verle que hubiera hablado, más tiempo de haber podido, pero acabó rogando a su tío y a mí que encomendáramos a Dios su alma. «Porque son éstos, decía, los mejores oficios que los cristianos puedan hacer los unos para con los otros.» Mientras hablaba, un hombre se lo descubrió y rogó a su tío que le cubriera aun cuando tuviese a un criado más a la mano: luego, mirándome pronunció estas palabras: Ingenui est cui multum debeas, ei plurimun velle debere.[1514]

Al señor de Belot, que vino a verle por la tarde, le dijo presentándole la mano: «Señor, mi buen amigo, aquí estaba yo en disposición de pagar mi deuda, con un buen acreedor que quiso aplazar el pago.» Poco después, como se despertara sobresaltado: «Bueno, bueno, exclamó, que venga cuando quiera; la espero sereno y a pie firme.» Estas palabras las repitió dos o tres veces durante su enfermedad. Luego, como le entreabrieran la boca por fuerza para hacerle tragar, dijo: Au virere tanti est?[1515] Y cuando así hablaba dirigiose al señor de Belot.

A la caída de la tarde comenzaron a imprimirse en su semblante las huellas de la muerte; estando yo cenando me hizo llamar: no era ya sino la imagen y la sombra de un hombre, y como él mismo decía, non homo, sed species hominis, a duras penas logró articular estas palabras: «Hermano mío, ¡pluguiera a Dios que yo viera los efectos de las fantasías que acabo de experimentar!» Después de aguardar algún tiempo, como no hablara más, exhalando recios suspiros para lograrlo pues ya la lengua comenzaba a negarle su oficio: «¿Cuáles son, hermano? le dije. -Grandes, grandes, contestome. -Nunca, proseguí yo, dejó de caberme el honor de comunicar con todas las que os vinieron al entendimiento: ¿no queréis que de ellas disfrute todavía? -Sí lo quiero, respondió, pero hermano, no puedo: son admirables, infinitas e indecibles.» No pasamos adelante, porque sus fuerzas se agotaban; de tal suerte que un poco antes, habiendo querido hablar a su esposa, díjola con el semblante más contento que le fue dable aparentar, que tenía que contarla un cuento. Y parecía que se violentaba por hablar, mas como las fuerzas le faltaran pidió un poco de vino para ganarlas. Todo fue inútil, pues se desvaneció de pronto, permaneciendo sin ver largo tiempo.

Encontrándose ya en las cercanías de la muerte, y oyendo los lloros de la señorita de La Boëtie, la llamó y la dijo: «Compañera mía, os atormentáis antes de tiempo: ¿no queréis tener piedad de mí? Revestíos de ánimo. En verdad, más de la mitad de mi dolor nace del mal que os veo sufrir, que del mío propio; y con razón, porque los males que sentimos en nosotros, realmente no somos nosotros quienes los experimentamos, sino ciertos sentidos que Dios puso en nuestro organismo: mas lo que sentimos por los demás, es por virtud de cierto juicio y por discurso de razón como lo sentimos. Pero yo me voy.» Esto decía por que el aliento le faltaba; mas temiendo haber asustado a su mujer, se corrigió y dijo: «Me voy a dormir: buenas noches, esposa mía; idos de aquí.» Tales fueron las palabras con que se despidió de ella por última vez.

Luego que partió: «Hermano, me dijo, permaneced a mi lado, si os place.» Y después, bien porque sintiera las punzadas de la muerte con mayor viveza e intensidad, o bien por la fuerza de un medicamento caliente que le habían hecho atravesar, su voz fue más penetrante y más fuerte, y daba vueltas en su lecho con una gran violencia; de suerte que toda la concurrencia empezó a albergar alguna esperanza, porque hasta entonces la debilidad sólo era lo que más temíamos. En este momento, entre otras cosas, se puso a rogarme y a suplicarme con afección extrema, que le dejara un sitio. Tuve miedo de que su juicio se hubiera trastornado, pues habiéndole con dulzura amonestado, diciéndole que se dejaba arrastrar por el mal, y que sus palabras no eran de hombre muy en calma, no se resignó por ello, y redobló sus ruegos: «¡Hermano! ¡Hermano! ¿me negáis, pues, un lugar?» Siguió insistiendo hasta que me obligó a convencerle por razones que puesto que respiraba y hablaba y tenía un cuerpo, ocupaba por consiguiente su lugar. «En verdad, en verdad, me respondió entonces, ocupo mi lugar; pero no es el que me precisa: y de todos modos va no tengo ser. -Dios os dará uno mejor muy luego, repuse yo. -Ojalá estuviera ya con él me respondió; hace tres días que sufro por partir.» Hallándose en tan triste estado, me llamaba con frecuencia, solamente para informarse de si estaba junto a él. Por fin logró reposar un poco, lo cual nos confirmó más todavía en nuestra buena esperanza; tanto, que al salir del aposento me congratulé con la señorita de La Boëtie. Pero una hora después próximamente, llamándome una o dos veces, y luego exhalando un gran suspiro entregó su alma a Dios a las tres de la mañana del miércoles diez y ocho de agosto, año mil quinientos sesenta y tres, después de haber vivido treinta y dos años, nueve meses y diez y siete días.

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