Capítulo 8

 

Seis meses nada más bastaron para que el genio que dormía en el fondo del espíritu de D. Pantaleón Sánchez se levantase y echase a andar por la tierra. En este corto espacio de tiempo su mirada penetrante abarcó de una vez la existencia toda y sondó sus inefables arcanos. En el mundo no había más que hechos, hechos constatados, como decía un libro traducido del francés que Moreno le había dado.

Todas las supersticiones se borraron de pronto de su privilegiada inteligencia: no sólo la superstición de Dios, la del alma y la moral, inventadas por la debilidad de los hombres secundada por la ambición de los sacerdotes, sino ciertas nociones ridículas en que el género humano se había entretenido puerilmente hasta ahora; las ideas de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Risa inextinguible le causaban los que sostienen que se ignora el origen de estas ideas. Lo ignorarían ellos. Moreno y él sabían perfectamente a qué atenerse. Eran sensaciones, nada más que sensaciones, agradables o desagradables, como las que produce la humedad, el calor o la fetidez de las alcantarillas.

Las profundas observaciones que había llevado a cabo en los últimos tiempos sobre las cebollas, las patatas y otros ejemplares del reino vegetal, lo mismo que el estudio atento de algunos animales domésticos, le habían empujado tan fuertemente al análisis que no comprendía otro método. Lo que por medio del análisis no se hallara, inútil era buscarlo por otro procedimiento. Es así que ni el escalpelo ni el microscopio habían tropezado jamás con el alma ni con un Ser Supremo; luego, etc.

Esta inclinación al análisis despertó en su inteligencia poderosa una tendencia razonadora de tal precisión que ni el más pequeño argumento podía escaparse entre sus apretadas mallas. Caía sobre las ideas como un águila, las sujetaba entre sus garras, las examinaba por todas partes y sólo después que mostraba a sus oyentes todos los aspectos las dejaba escapar.

—Papá, ¿te parece que vayamos hoy al Retiro?

—No; está muy húmedo. La humedad es mala para el organismo. ¿Y por qué es mala para el organismo? Porque ataca los tejidos. ¿Y por qué ataca los tejidos? Porque les roba calórico. ¿Y de dónde procede este calórico? De la introducción del oxígeno en la sangre.

—¿Sabes una cosa, Carlota?—decía Presentación otra vez a su hermana.—Margarita está enamorada del chico de Roda. Ella misma me lo confesó ayer.

D. Pantaleón sonrió benévolamente.

—¿Sabéis por qué está enamorada? ¿A que no?

—Toma, porque le gusta. Es un chico muy guapo.

—No, hija, no es eso. Está enamorada porque es joven aún, y como es joven hay un desequilibrio entre la asimilación y la desasmilación. Ésta es la única y positiva razón de ese amor, como de todos los demás. La ternura de las mujeres, ese cariño que os impulsa a hacer locuras, a llorar, a quitaros la vida, no significa sino que los productos de la nutrición, la albúmina, la grasa, el azúcar y el almidón, entran con exceso en la sangre y no bastan para expeler el sobrante la urea, el ácido carbónico y las deyecciones intestinales.

—Pero, papá, ¿qué dices ahí?

—El amor no es más que un exceso de nutrición.

—Ésas no son cosas tuyas, papá—exclamó con indignación la hija menor.—Tú no eres capaz de inventar tales extravagancias. Eso viene del pelmazo de Moreno que, como no hay chica que le quiera, se venga diciendo borricadas de nosotras.

—Las mujeres, hija mía—repuso Sánchez con toda la calma y la autoridad del verdadero sabio,—no podrán jamás llegar a darse cuenta de estas profundas verdades. Yo he hecho mal en revelároslas sabiendo que hay una imposibilidad física para que las entendáis. Si no lo tomaseis a mal, os diría que vuestro cerebro pesa algunos gramos menos que el del hombre por término medio.

—¿También dice eso Moreno? Pues tiene mucha razón. ¡Cómo no ha de pesar menos mi cabeza que la de ese fenómeno! ¡Tendría que ver!

D. Pantaleón sonrió lleno de lástima, y con la flexibilidad peculiar de los grandes hombres se apresuró a llevar la conversación a otro asunto más adecuado a la capacidad craneana del sexo femenino.

Toda la vida había sido un hombre excesivamente sensible. Su mujer se reía de la facilidad que tenía para llorar. La música era su pasión más viva. Para él no había placer comparable a escuchar en una delantera del paraíso del teatro Real con su hija Carlota, aficionada también a la música, la Sonámbula o la Norma, o cualquier otra ópera del género dulzón y pegajoso. Lloraba y moqueaba copiosamente en los pasajes más líricos, avergonzando no pocas veces a su hija.

—¡Papá, que te están reparando!

—¡Qué quieres, hija mía, esto enternece a una roca!

Después de la música lo que más le placía eran los dramas y novelas sentimentales. Había visto infinidad de veces La huérfana de BruselasLa aldea de San Lorenzo y La carcajada. Se sabía de memoria la comedia Flor de un día y su segunda parte Espinas de una flor. Nunca le fue posible recitar aquellos famosos versos:

 

«Si oyes contar de un náufrago la historia,
ya que en la tierra hasta el amor se olvida, etc.»

sin hacer pucheritos y que la voz se anudase en la garganta. Y lloraba también como un buey con las aventuras de las costureras sentimentales y reinas afligidas de las novelas por entregas.

Pues bien, Moreno le infundió en seguida un desprecio supremo hacia estos lirismos que retrasaban la marcha de la humanidad en el camino del progreso. Se avergonzó de haber empleado tanto tiempo en leer tales quimeras, cuando estaban ahí los hechos, los hechos constatados, la albúmina, el ácido úrico, el almidón, en triste e injustificado abandono. Y un día que se trató de la prensa en el café sostuvo con D. Dionisio Oliveros, el vate burocrático, una acalorada discusión. Entonces fue cuando profirió aquella frase felicísima que más tarde dio la vuelta al mundo en alas de la fama.

—Ha concluido el reinado de los poetas y comienza el de los fisiólogos. Llegó la hora de arrancarse la toga y ponerse la blusa del operador. El alma está hecha de sustancia gris, el corazón es un músculo encargado de dar movimiento a la sangre.

Y, sin embargo, después de escuchar tan grandes pensamientos, todavía D. Dionisio se obstinaba en escribir sonetos en la oficina.

Todos en la casa experimentaban los efectos benéficos de las corrientes científicas que soplaban en el privilegiado cerebro del jefe de la familia. Pero la que los sentía más a menudo era Carlota por su buena pasta. Mario se sustraía cuanto le era posible; inventaba cualquier pretexto para irse; se hacía el ocupado. Si esto no daba resultado, escuchaba distraído las disertaciones fisiológicas de su suegro: al cabo solía dormirse beatamente en la butaca. Presentación era mucho más expedita.

—Mira, papá, no me des más jaqueca con el ovario, la fecundación y todo eso. Son porquerías que no debo oír. El confesor me lo ha prohibido.

—Lo creo—respondía con acento profundo el sabio.—Pero si el confesor tiene interés en mantenerte en la ignorancia, mi deber de padre me obliga a disipar las tinieblas en que vives. Has de saber que los espermatozoos…

—¡Dale! Te digo, papá, que no quiero saber eso.

—Son unos microrganismos dotados de movimientos rápidos…

—¡Vaya, esto es insufrible! Me voy a coser a otro lado.

Aquella rebelión contra la ciencia producía en Sánchez grave desaliento. ¡Cuánto tiempo se necesita aún para que la humanidad marche exenta de preocupaciones por el camino de la experimentación! se decía tristemente.

Con su esposa no se atrevía a comunicar aquellos altos pensamientos que continuamente le embargaban. ¡Tenía un genio tan raro! No obstante, cierta noche, hallándose acostados, habló D.ª Carolina con admiración del talento y la bondad de una amiga suya que, dando lecciones por las casas, mantenía a sus padres ancianos y a una caterva de hermanos. La pobre, no teniendo tiempo a almorzar, llevaba algún fiambre en un papel y se lo comía en el portal de cualquier casa. ¡Y a pesar de eso siempre contenta y siempre ingeniosa!

D. Pantaleón se atrevió a decir con voz temblorosa:

—¿Sabes lo que es eso?

—¿El qué?

—¿Esa caridad y ese talento que te admiran?

—¿Qué es?

—Cloruro potásico.

—¿Cómo?

—Que no depende más que de una mayor cantidad de cloruro de potasa en el cerebro.

—Pero, hombre, ¿qué jerigonza es la que estás hablando?

—Para entenderlo es necesario que sepas que todas nuestras ideas y sentimientos dependen exclusivamente de los alimentos que ingerimos en el estómago. La albúmina…

—Mira, Pantaleón, déjame en paz, que quiero dormir. ¿Qué te importan a ti esas cosas? Bien se conoce que estás ocioso. Por ningún motivo nos ha convenido dejar la tienda.

—Únicamente te quería decir que la albúmina y la fibrina…

—¡Pues yo te digo que no quiero oír sandeces, ea!… Buenas noches.

Y se volvió del otro lado. D. Pantaleón suspiró hondamente y se volvió también para dormir.

Pero a los pocos días, lleno de celo científico y de buena fe, dijo otra vez a su esposa:

—Carolina, la otra noche estaba equivocado y te dije una falsedad.

—¿Qué falsedad?—preguntó la buena señora sorprendida.

—El talento de nuestra amiga Felipa no es cloruro potásico, sino ácido fosfórico.

—¿Volvemos a las andadas?—exclamó irritada.

—El hombre de ciencia debe rectificar con nobleza todos los errores.

—Tú no eres hombre de ciencia, sino de tejidos de algodón y de hilo y géneros de punto. A mí no me vengas con embelecos, porque no estoy de humor de oírlos, y además te prohíbo que digas borricadas a la niña, porque la tienes escandalizada. ¡Vergüenza es que necesite yo recordarte tu deber!

D. Pantaleón se abstuvo en adelante de verter ninguna de sus fecundas ideas delante de D.ª Carolina. ¡Era tan severa aquella señora en el seno de la intimidad!

Sin embargo, cuando llegó la necesidad supo mantener sus derechos de animal humano frente a su esposa y frente a toda la familia que trataba de vulnerarlos. Por consejo de Moreno había prohibido que le sirvieran en las comidas hortalizas, porque éstas no proporcionaban ningún ácido fosfórico al cerebro, cosa que ellos necesitaban grandemente para sus dificilísimas investigaciones sobre la naturaleza. A pesar de esta prohibición, la cocinera se obstinaba en mandar a la mesa patatas, coles, lentejas, incapaces de producir más que ácido carbónico, celulosa y otras sustancias no menos despreciables e indignas. Sufrió con paciencia algún tiempo. Pero llegó un momento en que la lucha por la existencia exigió de él un rasgo de energía para salvar las circunvoluciones de su cerebro amenazadas. Y lo tuvo.

—He dicho ya muchas veces, y lo repito ahora por última vez, que estoy resuelto a no ingerir ningún alimento vegetal. De hoy para siempre sepan todos ustedes que no quiero carbonatos en mi sangre, sino fosfatos. Si ustedes se obstinan en servirme vegetales, seré capaz de volverme a mi gabinete sin comer.

Aunque la amenaza no espantó a la familia tanto como era de esperar, se convino, no obstante, en no servirle más que alimentos fosfatados.

 

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