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Lamento que no se encuentre en París el señor Lagarrigue: en primer lugar, por tener el gusto de conocerle, y en segundo, para que oiga los nombres que resuenan en esta inmensa hégira de las naciones peregrinas á la Meca del Certamen internacional. Yo tengo al Sr. Lagarrigue por entusiasta, casi fanático, de su orden de ideas; mas como también le juzgo muy discreto, se me figura que alguna mella le liaría la evidencia del escaso influjo de su ídolo sobre la sociedad en este año, que, según la cronología positivista, es el 101 de la gran crisis.

Los nombres que resuenan y se destacan por cima del confuso murmurio oceánico de la Exposición, son los de celebridades más ó menos negativistas (como diría el Sr. Lagarrigue), y algunas de ellas no evitarían la severa reprobación del mismo. Emilio Zola, á quien calificara de novelista obsceno, se eleva y domina á la muchedumbre desde toda la altura del hombre cuyo cerebro es á modo de gigantesco reflector de su era social. hoy el poeta épico no puede ser Danto ni Milton: es Zola. El ha cumplido mejor que nadie el precepto de Goethe que yo citaba al Sr. Lagarrigue: «Si quieres acercarte al infinito, marcha por todas las vías dentro de lo finito.»

Después de Zola, la masa coral de la Exposición entona himnos á varios personajes vivos y difuntos, y entre ellos descuellan los siguientes: Víctor Hugo, que vive como símbolo, aunque diariamente pierda terreno como artista. Daudet, que rema por la gracia de su encantadora personalidad. Tolstoy, que desde las regiones boreales derrama luz sobre el arte moderno. Goncourt, que ha impuesto á París sus aficiones actuales: el rococó, las modas Luis XVI y Directorio, el japonismo. Dumas, que, con toda su falsedad, triunfa por el ingenio. Boulanger, que es el emblema—aunque borroso y mezquino—de la fuerza y del desquite nacional (un ídolo cuyo culto nace de las causas más opuestas á la doctrina de Augusto Comte: del eterno prestigio de la guerra, y de lo que Maistre llamaría la redención por la sangre). Charcot—el taumaturgo moderno—que pulsa el sistema nervioso como diestro músico las cuerdas del arpa, y le arranca las extrañas melodías del hipnotismo. Edison, de quien se puede decir, como se dijo de Franklin, que robó á los cielos el rayo. Y, por último, en este momento sobre todo, Eiffel, el arquitecto de la catedral negativista del férreo coloso que de noche arroja rayos tricolores sobre París.

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¿A qué han venido los extranjeros que rebosan en las calles, bullen en los cafés y se estrujan contra las vallas de los guichets de la Exposición? No les trae la fe altruista, ni acaso se le ocurra á uno solo de ellos imitar á los peregrinos medievales, que se daban, por contentos con besar el sepulcro de Cristo, después de fatigas y riesgos sin número,. No han comenzado aún las piadosas visitas á la tumba de Augusto Comte, que el señor Lagarrigue llama «el más santo lugar de la tierra.»

Yo no quisiera que el Sr. Lagarrigue pudiese dudar ni un instante de lo que estimo el concepto que tiene formado de mí, y, más aún que sus alabanzas á mis insignificantes escritos, su opinión extremadamente halagüeña sobre mi sinceridad, la firmeza de mi carácter y mis condiciones morales. Me atrevo á afirmar que el Sr. Lagarrigue, aunque me honra, no se equivoca al creer que no me resigno con la indiferencia religiosa de nuestro siglo; que mi corazón no es malévolo y que me llenaría de puro gozo un renacimiento de las creencias y una nueva infusión de caridad. El mundo actual me parece seco y frío, lo cual no ha dejado de hacerme sufrir, siéndome preciso echar toda la corriente de mi espíritu hacia el lado del arte. En él he encontrado asilo seguro, y una convicción de que mi obra, parcial y subjetiva, valga poco ó casi nada, puede tener algún resultado objetivo y ser un holocausto en el altar de la verdad. El Sr. Lagarrigue me creerá injusta con Augusto Comte; yo le encuentro á él injusto con la novela. Los dos, de seguro, presumimos de ver claro en esta enrevesada cuestión.

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Para abrazar una doctrina religiosa hay que tener fe en la palabra de su fundador, y yo no la tengo en la de Augusto Comte, y sí en la de Cristo. ¿Qué mísera religión es esa de Comte, sin Dios, sin culto, sin templo, sin mártires, sin persecuciones, sin milagros, sin dinamismo social, sin eco en el seno mismo de la humanidad que pretende redimir?

A la práctica de la vida sólo intentó llevar una innovación, muy desgraciada por cierto: decir, en vez de mes de Marzo, mes de Arquímedes, verbigracia. Siquiera el calendario republicano tiene una frescura deliciosa. No he visto nombres más lindos que Floreal, Germinal, Fructidor, Frimario... El Positivismo no conseguirá un hallazgo semejante. Los nombres de meses ideados por la Revolución francesa parecen seguir el propio ritmo de la naturaleza: Florea!, Germinal, diríase que nos traen los perfumes de las auras primaverales; Nivoso y Ventoso nos producen la impresión del cierzo al azotar la faz, del huracán al azotar las ventanas, de la nieve que cae y tapiza el suelo duro.

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Y dejando ya aparte el Positivismo, y en paz los huesos de Augusto Comte, hablaré de otros ideólogos que elevan, entre el titánico fragor de la Exposición, una voz aislada y desoída. En París todo cabe: por aquí tienen que desfilar, durante el año de la Exposición, las creencias, los ritos, las utopias, las preocupaciones, los trajes y las razas del mundo entero: no es mucho, pues, que se haya celebrado hará cosa de una semana, con gran pompa, en el vasto salón del Hotel Continental, el agape de los legitimistas franceses, presidido por el famoso príncipe de Valori, escritor y caballero andante de la monarquía de derecho divino en Francia y en España.

El príncipe de Valori—y con esto que voy á decir no es mi ánimo ofenderle, sino sólo hacer una observación social—se me figura una prueba viviente de que ciertas exageraciones y ampulosidades en el decir y el pensar, y cierto quimerismo ó don quijotismo platónico, son más viables en Francia que en España. Entre nosotros abundan ¡claro está! los legitimistas, ó dígase los carlistas é integristas de Nocedal; pero, fuera del tiempo en que baten el cobre, son gentes lo mismo que las demás: obran y se expresan con cierta lisura, y aun con cierto humorismo discreto; viven, al menos en la manifestación externa, dentro de la realidad, y no cultivan ese lirismo sentimental, gongorino y romántico que se nota en los libros y los discurses del príncipe de Valori. En España se hace un use fulminante de los petardos del ingenio; se teme como al fuego al ridículo, y se huye de la hinchazón y el énfasis como del sambenito y la coroza en tiempo de la Inquisición, En Francia, desde Víctor Hugo y Luisa Michel hasta Charette y el príncipe Valori, se cultiva la política poética, la frase con penacho, y el arranque, más que de tribuna, de púlpito.

Reunió, pues, bajo su presidencia el príncipe de Valori á trescientos legitimistas, gente aristocrática y entusiasta, y llegada la hora de los brindis les expuse los fundamentos del derecho «viril y sálico» que reune D. Carlos de Borbón para suceder en los tronos de Francia y España, negando al conde de París toda opción á pretender el primero. Lo curioso del discurse del Príncipe fué que indicó á D. Carlos como guardador de una actitud expectante, y dijo que la situación actual era una especie de interregno para Francia. D. Carlos—por hoy—prefiere reivindicar sus derechos sobre España y dejar la cuestión francesa en suspense, sin aconsejar á sus chuanes que se acojan á la rama orleánica, más ó menos tiznada de liberalismo.

Yo hablo siempre de los legitimistas con simpatía, con respeto, con interés. Ha sido para mí un verdadero disgusto el que por culpa, ó, mejor dicho, por ocasión de mis dos artículos de la «Romería Vaticana» se haya declarado un cisma en el seno de ese partido, ya acorralado desde la Restauración. Y no procede mi pena de que la catástrofe que involuntariamente provoqué me haya valido ser blanco de las protestas de infinitos tradicionalistas súbditos de Ramón Nocedal, los cuales desde el corazón de Navarra ó el riñón de Vizcaya se despacharon á su gusto, llamándome Dalila, sirena, azote de la humanidad y liberala. Esta parte del asunto me ha entretenido muchísimo. Lo que me dolía era ese que nos duele cuando vemos desmoronarse un venerando monumento ó descascararse una pintura vieja. No lo sé explicar mejor.

Por ese me guardé bien de asistir al banquete presidido por Valori. ¿Qué contesto sí me piden mi hoja de servicios? ¡Bueno fuera que les dijese: «Unos artículos míos hicieron del partido campo de Agramante... y no hubo rey Sobrino que pacificase aquello!»

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