Carta IX Un español de pura raza

París, Mayo 28.

Fuí al concierto de música francesa que se verificó el jueves pasado en el Trocadero. ¿Vale la franqueza? No soy melómana; tengo, sin embargo, el gusto muy exigente en materias musicales, y por lo mismo que de todas las bellas artes la música es la que me satisface menos, le pido más, para que me contente algo. No carezco de eclecticismo: me agradan dos clases de música, si en su género son buenas: ó la alemana, á la vez profunda, vaga y extensa, instrumentada con magistral perfección, y en que resuenan unidas las voces de la naturaleza y las hondas, corrientes de la filosofía; ó la italiana, romancesca y apasionada, rebosando melodías y tan pegadiza al oído, que sin permiso del entendimiento la tararean los labios. También me deleitan las canciones populares de cada país, en boca de los aldeanos; el ¡alalá! melancólico de mi tierra me arrasa los ojos de lágrimas; y el polo, ó la soleá ó la saeta, oída en las calles de la fragante Sevilla ó de la morisca Córdoba, me causan un escalofrío de rara tristeza.—No me desplace la música de corte callejero que hoy domina en nuestras zarzuelas españolas: es vulgar, pero es animada y fresca, y su alegría y brío distraerán al más misántropo. Mas de esta musiquilla francesa, entre merced y señoría, ni carne ni pescado, sin inspiración, sin colorido, sin fuego, sin vigor, penosa rapsodia de los grandes maestros alemanes, con algo de picadillo italiano y español, puede decirse que lo bueno no es suyo, y lo suyo no es bueno. El programa del concierto—dentro del género—no pecaba de incompleto ni de escaso; tuvimos fragmentos de Bizet, de Feliciano David, de Berlioz, y, por supuesto, de Massanet, que es, si no el más inspirado, al menos el más docto de los compositores franceses. Al salir de allí decíame un español muy aficionado á las artes, abonado al paraíso del Real, y que había asistido pacientemente á todo el concierto, dando vueltas y más vueltas á los pulgares y enarcando las cejas:

—Mire usted... Por la solapa de la americana de Chapí doy á todos estos patosos y desaboríos de franceses. Ellos que hagan sembrerillos y cosméticos: la música que se la dejen á aquel brutazo de Wagner... ¡que era un cacho de compositor!... ¡Vaya un cacho de compositor que era el tío ese, con su Lohengrin y su Tanhauser! Pues...¿y el perro judío de Meyerbeer? ¡Cuando un franchute escriba un compás de Roberto él Diablo...que me lo claven aquí! Sí, señora; lo dicho: ¡que me lo claven aquí!

Reíme de este juicio compendioso—tan diferente en el estilo de los de Peña y Groñi, Letamendi y otros expertos en música que andan por los diarios de España,—y le confesé á mi compatriota que en el fondo... estábamos conformes.

* * *

De la Exposición propiamente dicha no he visitado despacio, por ahora, más que la exposición de los productos de las fábricas nacionales de Sèvres y los Gobelinos: dos glorias del país francés que los españoles, si viviésemos una vida más próspera, podríamos emular, comunicando gran impulse á nuestras manufacturas de tapices y loza, las cuales, en el día, no hacen sino aletear penosamente.

Sèvres goza de fama universal. Hay quien no gusta de su estilo, y lo encuentra amanerado y empalagoso; pero la finura de sus productos es proverbial; tienen la delicadeza del esmalte, y su famosa pasta tierna (imposible de imitar hoy) ha pasado á ser uno de los productos de cerámica que los inteligentes se disputan, y que se cotiza muy alto, como cotizan las porcelanas raras, cuya fragilidad las pone á cada instante en riesgo de desaparecer. Nuestra loza española con su enérgico barroquismo y la intensidad y originalidad de su color, no puede dar idea de la afeminación galante de la porcelana pasta tierna, con sus ligeros ramitos de flores con sus leves y vaporosos festones, semejantes á las gasas que envuelven una garganta de mujer.

Sobre la pasta tierna (cuyo secreto repito que se ha perdido) corren varías leyendas: dice se que en su composición entraban ingredientes y drogas muy distintas, incluso jabón; y que un director de la fábrica de Sèvres hubo cío exclamar, al enterarse de los componentes de la célebre pasta; «¡Esto ya no es química, sino cocina!» El caso es que de la tal cocina resultaban objetos de una blancura ideal; de una superficie vítrea que parecía la escarcha recogida sobre el cáliz de una azucena; de una gracia de formas sólo comparable á los arabescos del hielo en las ramas del arbolado. Un sabio, un científico, Brongniart, empeñóse en mejorar lo inmejorable, y se propuse convertir el primoroso objeto de arte en objeto industrial, sólido, fuerte, á propósito para la exportación y para el comercio. Mandó el muy bárbaro enterrar en el parque todo lo que restaba de pasta tierna, y se di ó á fabricar la dura, haciendo imposible ya el exquisito modelado de los adornos que requerían la maleabilidad de la masa. Cuando más tarde se quise rehacer la composición antigua, á pesar de poseer la receta, fué inasequible conseguirlo: la receta existía, sí, pero no el obrero habituado á calcular la mezcla, á darle no sé qué proporciones y que vueltas misteriosas en que consistía el intríngulis. Si bajo Napoleón IV se consiguió fabricar algunas piezas de pasta tierna, fué aprovechando la que contenía un barril de los que salvaron de la inhumación dispuesta por Brongniart. El quid de la pasta tierna murió con los operarios de la antigua manufactura, como el del reflejo cobrizo de los encantadores platos hispano-árabes de Manises morirá con el viejo valenciano que hoy se empeña en no transmitir ni á sus hijos el procedimiento de ese esmalte oriental.

Así y todo, en la instalación de Sèvres he visto algunas piezas modernas dignas de encomio y merecedoras de figurar en la colección del aficionado más exigente. Entre ellas el pilón de los pavos, gigantesca concha de biscuit blanco, admirable por su modelado y su finura. Un jarro ó florero que representa á unos niños que cogen una guirnalda, es de lo más gracioso que en cerámica conozco; y algunos platos de la pasta tierna, tal cual hoy se intenta imitar, adornarían bien el comedor de un Príncipe.

Los Gobelinos exponen magníficos tapices; pero éste es uno de los muchos géneros artísticos en que los ojos, acostumbrados á la suavidad y armonía del colorido antiguo, encuentran siempre alguna desafinación en lo moderno. La mano del tiempo, la acción atmosférica, funden y patinan de tal modo las lanas del tapiz, que un tapiz de un siglo es ya muy preferible al de veinte años, y las tapicerías del XV y XVI no se parecen más que á sí mismas, pues todos los conatos de imitarlas son estériles.

* * *

Al recorrer la instalación de los Gobelinos, paróme ante un hermoso sofá cubierto de petit point, fabricado en la manufactura de Beauvais, y que representa «Las aventuras del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,» Estaba absorta en mi contemplación cuando oí á mis espaldas una voz que en español pronunciaba mi nombre. Me volví, y conocí al del concierto, al enemigo de la música francesa.

—Paisana, me indicó con aire de satisfacción y reto. Apostaré que se ríe usted de eses tapicillos de mala muerte. Donde están nuestros Goyas y nuestras maravillas del Pardo y de Aranjuez y del Escorial, ver estos trapos da asco. ¡Que nos echen la pata estos nenes en materia de tapices! ¡Sí que no tenemos tapices nosotros! ¿Se acuerda usted de la gallina ciega, aquella delicia que está á la cabecera de la cama donde murió el rey Alfonso, en el Pardo? ¿Y del choricero? ¿Y del calesín? ¿Y del pelele? ¿Y de la duquesa de Alba en la pradera? ¿Y de...?

—Pero, paisano, observé; aquí no hemos venido á ver lo que tenemos allá. Para ese, con no moverse de Madrid...

—Pero es que me da rabia—objetó mi compatriota, accionando mucho y alzando la, voz como suelen los españoles cuando se ven rodeados de extranjeros—que estos tipos se crean que nosotros estamos despatarrados de admiración al ver que ellos fabrican tapices.

—Y los fabrican, y buenos. Paisano, hemos de ser razonables. No neguemos á nadie la justicia. Usted me parece un poquito antifrancés. ¿Qué le han hecho á usted estos señores? Sepamos.

Alzó mi buen hombre los ojos al cielo.

—¿Qué me han hecho? Lleve usted la cuenta (y contaba él por los dedos al decirlo). Pues, primero. Desollarme en todas partes: más ladrones no los cría Dios ni por apuesta. A todo, el franquito. ¿Pide usted un vaso de agua? Se lo sacan con azahar y pilón para hacer el franco. ¿Toma usted un café? El franco. ¿Cerveza? El franco. ¿Limpiarse las botas? El franco. Y si no es el franco entero... cerca le anda. Yo me puse ayer á discurrir cómo podría gastar menos de un franco, y... ¡ea! que no encontré modo. Segundo...

Le interrumpí.

—Tampoco hemos venido aquí á ahorrar los francos ó las pesetas. En quedándonos por allá...

—Después, son más badulaques que mandados hacer. Ayer pasó por debajo del Arco de Triunfo y... ¡mire usted! soy hombre pacífico, pero se me quemó la sangre y les enseñé los puños á aquellos figurones. ¿Pues no ponen allí como victorias suyas los nombres de las batallas en que mejor les cascamos las liendres? ¡Hombre, caracoles, hay que tenor, lo primero de todo, vergüenza!

—Paisano, ¿y usted no sabe que dice el célebre escritor ruso, conde Tolstoy, que siempre gana una batalla aquel que afirma que la ha ganado?.

—A mi no me saque usted rusos. Para rusos me bastan eses animalazos rubiotes que he visto en la isba, como ellos la llaman. Parecen oses blancos. ¡Por vida de Rusia!...

—Noto, paisano, que está usted sufriendo el acceso de patriotismo hidrófobo que nos ataca á los españoles á los ocho días de residir en tierra extranjera. Nos ponemos incapaces. Conozco la enfermedad y sus síntomas; es una forma de la nostalgia ó morriña, como los gallegos decimos. Es la desaclimatación. ¿Quién les manda á ustedes dejar sus penates queridos y meterse en esta Babilonia?

—Lleva usted razón. ¡Madrid de mi alma!

—No obstante, si puede usted hacerse superior algunos momentos á esas imperiosas soledades del país natal, confesará usted que esta gente es industriosa, activa, cortés y amable; que reciben con agasajo, y que cuando no recelamos pagar, nos llevan en palmas...

—¡Sí, en palmas! Señora, usted que es escritora, ¿no lee el Fígaro?

—¿Qué Fígaro? ¿El de hoy?

—No, señora; el del 23. De aquel día que nos dieron la lata del concierto famoso.

—No recuerdo. ¿Y qué dice el Fígaro de ese día?

—Miro usted, aquí lo traigo justamente.

Mi interlocutor echó mano al bolsillo de su chaquet, y sacó un numero del interesante periódico, mugriento y sebado por los dobleces:

—Aquí está el cuerpo del delito. Aquí—dijo dando palmadas en el diario con el dorso de la mano izquierda.—Y vea usted que título tan retumbante le han puesto á esa simpleza. Nada menos que «Fisiologías cosmopolitas vistas en la Exposición. El español.» ¿Usted me descifrará qué es esto de fisiologías cosmopolitas? Querrá decir fisionomías.

—Puede que quiera decir fisionomías En suma: ¿por qué le enfada á usted el artículo? ¿Nos pone como chupa de dómine?

—A ese voy. Yo prefiero ¿me entiende usted? que nos insulten y que nos peguen cara á cara, á que nos traten con desdén solapado. ¡Ni que fuésemos los isidros... vamos, los paletos que caen sobre Madrid por esta época justamente! sobre todo, me carga que los franceses no acaben nunca de enterarse de nosotros. Mire usted lo que pone aquí: «París se ha inclinado ante España. Ha hecho á la tiesura castellana, al orgullo andaluz...» ¡Caballeros! ¡Orgullo! ¡Tiesura! «el inesperado sacrificio, la inmensa concesión, el favor excepcional de adoptar una diversión de origen extranjero.» ¡Inesperado sacrificio! ¡Y lo dice por los toros! ¡Así les cogiera uno!

—Siga usted. ¿Qué más dice?

—Pues ahora entra lo mejor. A los banderilleros los llama banderillos. Dice que por aquí andan, en espera de los toritos traducidos al francés, todos los afficiados de la Plaza...

—Afficiados pone?

—Ahí lo tiene usted.

—sen incorregibles. ¿Y nada más?

—Dice muy serio que toditos los españoles gastamos patillas «cortas y simétricas...»

—¡Virgen María! ¡Pues sí apenas sé de quien las gaste por allá! Como no sean los boleros, cuando se disfrazan de majos, y los ayudas de cámara.

—Y que fumamos cigarros «inmensos.. ¡Olé por los cigarros inmensos! Algún trabuco naranjero, ¿eh?

—Hombre, paisano, ya le doy á usted un poco la razón. Mentira parece que un periódico serio, como pretende ser el Fígaro, inserte tales tontunas. Por la exactitud de los informes que dan de nosotros, deduzco la que gastarán para los rumanos ó los finlandeses.

—¿Lo está usted viendo?

Fuese mi paisano contentísimo de haberme persuadido y de haber desahogado su patriotismo con alguien que lo aprobara. A los dos días me le volví á encontrar, no recuerdo si en el Pasaje de los Panoramas ó en el de la Opera (con esta vida tan ajetreada no sabe uno ni por dónde anda), y lo primero que me soltó fué lo siguiente:

—Paisana, nuestra tierra cada día un poquito peor. Hoy he hablado con uno que viene de allá... y dice cosas divinas. ¿Se las cuento á usted? son de gente que usted conoce.

—Venga esa chismografía.

—Pues parece que todo un profesor de la Universidad, que tiene muchas ínfulas de erudito, y que es capaz de subírsele á las barbas á Henóndez Pelayo, se presentó en la Academia de la Historia asegurando á tres académicos de los más eminentes que, después de largas investigaciones, había descubierto dos sonetos inéditos... ¿de quién dirá usted? Poca cosa: nada menos que de Cervantes.

—¡De Cervantes! ¡Es un grano de anís! Y ¿dónde había encontrado el hombre eses sonetos?

—Aguarde usted... Se los leyó á los tres académicos, preguntándoles si conocían los onetos. Todos dijeron que no... Y ya iban á emitir informe y ya se disponía La Ilustración Española y Americana á publicar los sonó titos, cuando cátate que el primer día de sesión se aparece D. Pascual Gayangos en la Academia con un tomo debajo del brazo, diciendo:—«Pero, señores, ¿en que están ustedes pensando? Aquí traigo los sonetos inéditos de Cervantes...»—«¿Qué libro es ése?»—«Un tomo de la Biblioteca de Autores españoles de Rivadeneyra...»

—Y todo eso, ¿no será invención?

—¡Quiá! ¡Quiá! No, señora. ¡Es que los sabios que gastamos en España son así!

—¡Paisano, paisano! Lo que me acaba usted de contar es parecidísimo al argumento de L’Immortel, de Daudet. Y traducido al lenguaje vulgar significa que en todas partes cuecen habas, que todos semos falibles, y que á cualquier galgo se le escapa una liebre.

—¿Liebre llama usted á los sonetos inéditos de Cervantes? Llámeles usted caza mayor... Señora, es que nuestras Academias, como dijo usted muy bien, no sé dónde, son una calamidad.

—Que yo no he dicho tal cosa en parte ninguna.

—Bueno, pues será Miguel de Escalada quien lo dijo...; en fin, que en España anda perdido todo.

—Y usted es un español genuino, repuse yo, que tan pronto reniega del extranjero y canoniza hasta los defectos de la patria, como denigra á ésta y la pone por los pies de los caballos. Tenga usted mesura, y no extreme nunca las cosas. ¡Pobre España nuestra! Con todos sus defectos, hay que quererla bien.

—¡Esa es la fija! me contestó el compatriota, empleando en la afirmación tanto calor, fuego y energía como en las acusaciones anteriores.

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