Carta XV Digresión.—las fuentes luminosas—Grecia

París, Julio 1.°

No se puede negar la variedad, la opulencia de los edificios sembrados en el inmensa perímetro del Campo de Marte y la Explanada de los Inválidos; no se puede desconocer que son ricos y bellos, cada uno según su genero; sería injusto no conceder que los franceses, en general, y más en estos cases extraordinarios, se pasan de bien educados y de afables, y tratan de facilitar las idas y venidas de los forasteros, explicándoles hacia dónde han de dirigirse y cómo han de orientarse en el dédalo de la Exposición, pero también es precise convenir en que ésta es propiamente un dédalo, un laberinto, un caos y una liorna, por culpa de la mala traza que se han dado los arquitectos al distribuir el terreno y conceder las instalaciones.

Diríase que al hacer el reparto no se tuvo en cuenta para nada la fatiga de los visitadores; antes al contrario, que se aspiró á que diesen vueltas y más vueltas sin encontrar camino ni carrera, y tuviesen que acudir á lo que aquí lo resuelve todo, la sangría al bolsillo, en forma de alquiler de una de esas butaquitas con ruedas, tan cómodas y tan insolentes, en que, mediante dos francos cincuenta céntimos por hora, se desafía el cansancio y el calor, que ya va siendo tórrido. Ningún letrero, ninguna señal particular indica por donde debe uno dirigirse, y á cada pase se anda y se desanda el mismo trecho. El suelo está alfombrado de guijas menudas, que lastiman la planta de los píes; el polvo forma una nubecilla irrespirable; el sol reverbera en la arena... y el vértigo y el mareo de tanto colorín y de tanto estilo diferente acaban por quebrantar cuerpo y espíritu, sobre todo cuando se propone uno pasar en la Exposición el día entero.

Lo primero que falta es el orden de materias, tan necesario para la unidad de impresiones y para la comparación. ¿Cómo va nadie á entenderse encontrando aquí un pabellón de la sociedad Telefónica, á diez pases el pabellón finlandés, en seguida una casita donde tallan diamantes, y á la vuelta un teatro? Se comprende que cada cual se instaló donde le dió la gana y como pudo, y que desde un principio no se calculó la conveniencia de reunir, por ejemplo, todo lo exótico, formando un grupo aparte, y otro grupo de las industrias, y otro de los elementos artísticos, cosi via discorrendo. Ni menos se ideó situar de tal manera estos grupos, que el visitador pudiera examinarlos de una vez y repartir el día con fruto y desahogo.

Los restaurantes y bars lo invaden todo, y en todas partes se entrometen. Nadie imaginaría, al verlos tan abundantes, que son diecinueve no más: según pululan, parecen tres ó cuatro docenas; verdad que la extensión compensa el número, y que diecinueve grandes establecimientos sólo para el área de la Exposición, ya ocupan y cunden. En cada uno de estos establecimientos he comido, y por consiguiente puedo dar algún avise útil á los cándidos viajeros que llegan aquí sedientos de color local. Aunque vean anunciado Restaurant ruso, Retaurant suizo ó Restaurant húngaro, no se dejen alucinar por el embustero rótulo. Todos son franceses, y únicamente para lisonjear el amor propio de una nación y embaucar á los recién llegados, cogen en cualquier arrabal de París dos ó tres mozuelas bien parecidas, las visten de carnaval, las empolvan, las emperejilan y les mandan que sirvan, en compañía del eterno y prosaico garçon, el tanque de cerveza ó el grog helado. Sólo se distinguen estos restaurantes, mal llamados rusos, suizos ó ingleses, cielos que continúan apellidándose franceses á secas, en que los primeros son más caros y peores que los segundos. En Tourtel, por ejemplo, sirven una comida abundante, bien condimentada, fina, sustanciosa; y si la suerte nos otorga, como á, mí el domingo, una mesita sobre el lago, donde se goza del fresco delicioso que envía el agua y se contempla el airoso arranque de la torre Eiffel, los manjares parecen más gustosos todavía, y más aromático el añejo Chatoau-llargaux. En cambio en el Restaurán ruso, amén de pasarlo nial con el calor, de llamar al mozo cien voces para que venga una, y de pagar todo por las setenas, no hay plato que pueda atravesarse, como no sea el Koliciac, ó pastel de salmón, único condimento moscovita que allí ofrecen.

En el restaurán de la prensa, donde sólo les está permitido entrar á los periodistas, se come bien y se encuentra espacio y aseo; mas si los primeros días el precio fué arreglado y módico, hoy ya alcanza el diapasón general de las comidas aquí, y una chuleta cuesta tres francos, y un platito de rábanos y manteca, dos y medio. El que quiera comer bien, debe resolverse á frecuentar la bonita terraza de Tourtel; y al que solicite baratura, le recomiendo los Duval, que son siempre un prodigio de economía y limpieza.

Yo de mí sé decir que, apenas tomo tierra en París, me regocijo pensando que voy á comer en un Duval. El primoroso aseo de las mesillas de mármol; la blancura del mantel de hilo y de la loza; el aspecto monástico de las sirvientes, todo me produce un efecto semejante al de los refrescos conventuales, y donde parece que la gula está refrenada y espoleada á un tiempo por la moderación y el decoro. Las sirvientes de los establecimientos Duval, con su gorrito de tul encañonado, planchado y blanco como el campo de nieve; con su traje de lana negro y ceñido, sin ningún adorno; con su inmaculado delantal, sus sobremangas, su pelo rubio alisado en las sienes, sus manos limpias, no sé diferencian de las hermanitas de algún beaterio holandés, y los platos servidos por ellas adquieren no sé qué gracia que les falta cuando los dejan sobre la mesa las garras negruzcas del insoportable garçon.

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El sábado asistí á la inauguración del Pabellón mejicano. Es un edificio espléndido, de arquitectura azteca, al menos tal cual hoy puede reconstruirse este estilo, siguiendo las lecciones de los sabios arqueólogos mejicanos e ingleses que lo han estudiado á fondo. Mezclado con los demás edificios cosmopolitas sembrados á granel por la Exposición, el pabellón de Méjico no se eximo de parecer una decoración de ópera—que tal es el defecto de estos pastiches ,—atendida la imposibilidad de darles en poco tiempo la armonía de líneas y de tono que sólo procura el transcurso de los años. En el desierto, y bajo un ramillete de árboles tropicales, no dudo que tendría este pabellón más simpática traza. La Exposición, con su industrialismo arquitectónico, prueba cumplidamente que una arquitectura es inseparable de un país, de un clima, de un cielo y de una raza, y que traerse á la Explanada de los Inválidos las chozas esquimales y las quintas galo-romanas será muy entretenido para los muchachos, pero no satisfactorio para el artista.

Inauguróse, pues, el pabellón con asistencia de Carnot y de las personas más distinguidas de la colonia hispano-americana en París. Había mucho traje fresco y primaveral, mucho sombrero florido, muchos abanicos y bastante olor de ilang y de almizcle, flotando en la atmósfera; nos dieron linos ramillos de flores asaz mal configurados, y que podrían valer como diez céntimos, en la estación presente; nos ofrecieron además champagne, helados y otras frioleras; vimos varios pajaritos disecados, que asemejaban la instalación mejicana á un gabinete de historia natural: nos quedamos con la curiosidad de probar el mezcal que se ostentaba bien embotellado allí; admiramos los pintorescos trajes de los gauchos, expuestos en maniquíes, y salimos cuando ya las fuentes luminosas habían extinguido sus olas de rubí, zafiro y esmeralda.

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sobre la luz en la Exposición tendría yo tela para escribir una carta larguísima. Todos los esplendores del gas y toda la magia de la electricidad se agota en las fantásticas noches de la Exposición, Ha conseguido la industria humana resolver el problema de que la claridad del sol,

monarca de la luz, padre del dia.

quede afrentada y hasta sea importuna ó insufrible en comparación de la incandescencia eléctrica. Porque el sol es el calor: el sol es el polvo, la sed, la muerto de las flores que inclinan su cabeza marchita; y la luz eléctrica es el repose, la frescura, el misterio, la magnificencia, el teatral esplendor de esta gran fiesta pacífica.

La galería de las esculturas, bañada por la claridad sideral de centenares de globos blancos, es una visión celeste: diríase que aquella dulce luz quita su frialdad al mármol, su insipidez al yeso, y presta una vida latente á las estatuas. ¿Pues qué diré de la Galería de las Máquinas, donde lucen á porfía los globos rojos y verdes de las incandescencias y la claridad lunar del arco voltaico? ¿Qué del reflector Eiffel, colgado en los aires á modo de faro sobrenatural, de cabeza de Moisés, en que los rayos, en lugar de dirigirse al cielo, se inclinan hacia la tierra, vagos, fluidos, vaporosos, como una gloria inmaterial que desciende á nuestras manos?

En cuanto á las fuentes luminosas, quien no las haya visto no puedo imaginárselas. son una cascada de diamantes, de rubíes y de topacios: cada gota se ve aislada brincar en el aire, convertida en piedra preciosa; el salto—ya tan hermoso de suyo—del agua que se lanza y vuelve á caer rota en líquidas perlas, aparece con la gracia y la elegancia de erizado plumaje de cisne que se encrespa sobre sus delicadas alas.

La explicación científica de tan hermoso fenómeno es como si guie. Debajo cío cada pilón de fuente han abierto unas cámaras subterráneas, revestidas con betún impermeable, y en el techo de estas cámaras hay practicadas chimeneas verticales, colocadas bajo los saltos de agua, y que rematan en un espejo que forma el mismo fondo del pilón.

En cada cámara existe una lámpara de arco eléctrico de gran intensidad, cuya luz va dirigida horizontalmente por un reflector parabólico bajo la chimenea de la cámara, y un espejo colocado á cuarenta y cinco grados de inclinación devuelve vertical mente, de arriba abajo, el haz luminoso, que después de haber atravesado una lámina coloreada y el espejo en que remata la chimenea, viene á iluminar todo el salto de agua con matices, ora rojos, ora verdes, ora cerúleos, según sea el color de la lámina. El agua en movimiento absorbe por completo la luz eléctrica,... y como, por consiguiente, los surtidores y las gotitas sueltas son lo que adquiere color, es inexplicable el mágico efecto de aquella juguetona masa líquida, que escalonada en innumerables sartas de pedrería, salta, se deshace y pierde en la oscuridad para reaparecer á los dos minutos, trocados los granates en perlas, ó las esmeraldas en turquesas movibles y refulgentes.

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Ya es tiempo de que yo empiece á describir algunas instalaciones nacionales; y siguiendo el orden cronológico de nuestra civilización, empezare por Grecia.

En la Exposición Universal de Viena recuerdo que la sección griega, que apenas ocupaba terreno, exponía, entre otros modestísimos productos, un vaso de cristal verdoso y tosco que me llamó mucho la atención. Era el primer vagido de la industria en el país que á todos los domas ha dado la norma del arte, que ha condicionado por espacio de largos siglos nuestra estética y nuestro ideal.

El ánfora, ese nobilísimo cacharro cuyo armonioso nombre suena musicalmente, en el cual parece que sólo debe encerrarse néctar; el vaso etrusco, con la riqueza de su bicromia y con la elegancia de su diseño; la copa donde humedecen las palomas sus amorosos picos; todos los recipientes gallardos que hoy admiramos en los museos, son creación de Grecia; y ose pueblo artista ha descendido tanto, tantas vicisitudes y tantas desventuras vinieron á caer sobre él, que llegó á enorgullecerse de un vidrio informe, y á presentarlo á Europa como muestra de su vitalidad y de su trabajo. ¡La patria de lidias y de Praxíteles; la patria de los dioses, á fines del siglo XIX, exponiendo un grosero vaso, de la misma hechura que los que sirven á los aldeanos gallegos para beber el vino adulterado ó el soez aguardiente de caña! El corazón se me oprimió de piedad y tristeza, como si hubiese visto á una Emperatriz obligada á salir pidiendo limosna por las calles.

En la Exposición actual, Grecia no se presenta tan pobremente vestida; aparece en al si empezase á aletear en ella la vida industrial, fuente de prosperidad para las naciones contemporáneas. Su pabellón os de sobrio y puro estilo helénico; las alfombras que adornan sus muros pueden competir con las mejores de Persia; los trozos de mármol y jaspe recuerdan los días áureos de la estatuaria, cuando el soplo de un arte inmortal los arrancaba de las canteras de Paros y de Chíos, á fin de convertirlos en deidades.

Maniquíes vestidos con el traje nacional nos muestran la Grecia moderna, cada vez más orientalizada, siempre gentil, airosa y pintoresca; y riquísimos bordados de colorido muy suave demuestran la permanencia de la aptitud artística en la raza, pues son obras de las mujeres de los pescadores de Corinto y de las labradoras de Atenas, que, por entretenerse, ejecutan tan graciosa labor.

En medio de la sala luce un plano en relieve del reino de Grecia, donde ríos, mares y golfos están representados por trozos de vidrio semejantes ni vaso que he descrito hará un instante. Mi aturdimiento invencible, ó mi mala fortuna, quisieron que apoyase el codo precisamente sobre el golfo de Lepanto, y que lo hiciese añicos en un santiamén. Formóse al punto un corro de gente asustada, horrorizada de mi desafuero; no perdí la sangre fría: saqué el portamonedas, recordando que en mi patria suele decirse que el que rompe ha de pagar; mas al convencerse de que el destrozo no representaría valor de setenta y cinco céntimos, un caballero muy almibarado y cortes salió á rogarme que me fuera en paz, y así dejé la sección griega, habiendo ganado la batalla de Lepanto.

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