Carta XVI Rusia—India

París, Julio 2.

Me acompañaba el escritor ruso Isaac Paulowsky, autor de las Memorias de un nihilista último amigo del gran novelista Iván Tourguenef, y corresponsal en París del Nuevo Tiempo de San Petersburgo. Naturalmente, después de la visita de cortesía á la Grecia moderna para conmemorar las glorias de la antigua, mi acompañante me llevó, quieras que no quieras, á la sección rusa y á la isba ó cabaña del distrito de Troitza, ó, como diríamos en castellano, de la Trinidad.

Para mí tiene especial encanto lo que se refiere á Rusia. Si Grecia es el ayer de la civilización europea, Rusia es acaso el mañana. En ese inmenso Imperio, sujeto por espacio de tantos siglos al látigo tártaro ó al autocrático cetro de los Zares; cu esa inconmensurable extensión de tierra, mayor ella sola que el resto del continente europeo, hay un misterio y mi problema que sólo el tiempo lograra descifrar sus costumbres, su carácter su literatura—hoy en plena florescencia,—su comunismo práctico, el místico ardor de su nihilismo, me interesaron de tal modo, que llegaron á dictarme un libro; y redobló mis simpatías el convencimiento de que en Rusia despiertan continua y benévola curiosidad los escritores españoles y sus obras.

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Otro motivo que me obliga á interesarme por Rusia, es la situación especial de la mujer en esta nación, situación diferente de la de mi sexo en el resto de Europa. Mientras en nuestros países occidentales, donde tanto se cacarean la libertad y los derechos políticos, la mujer carece de personalidad y le están cerrados todos los caminos y vedados todos los horizontes de la inteligencia, en Rusia, donde hasta hace pocos años existía la servidumbre, y el Parlamento es todavía una pura hipótesis, de la cual los mismos liberales se ríen, y las constituciones futuras un papel mojado y, el Monarca un rey neto, la mujer se coloca al nivel del hombre, y la inmensa distancia que separa en los países latinos á los dos sexos, es desconocida o tenida por la mayor iniquidad. París está lleno de estudiantes rusas que se dejan atrás en celo y aplicación á sus cofrades del sexo fuerte. Lo primero que tuve el gusto de encontrarme en la sección rosa, fué á una señorita muy inteligente, comisionada por una importante casa librera moscovita, y que cumplía su obligación con una formalidad, un cuidado y una firmeza que me encantaron. Sencilla en su traje, franca y discreta en su hablar, seria en sus miradas y en su continente, la comisionada rusa me cautivó, y creo que de buena gana la hubiera abrazado, como abrazaría á toda señora que, no con sentimentales alardes ni con risibles exageraciones, sino con hechos, contribuya á la redención de un sexo verdaderamente esclavo, ya le aten grillos de hierro, ya cadenas de oro y diamantes.

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La casa librera cuya instalación dirige esta señora, se consagra exclusivamente á imprimir y vender libros populares, destinados á la instrucción del pueblo, baratísimos por consiguiente, y algunos ilustrados de un modo digno de nota. Pero lo que más fijó mi atención en la instalación de esta librería fueron dos gruesos volúmenes en 4.° mayor, cuyo título, traducido á nuestro idioma, quiere decir: «¿Qué genero de lectura conviene más al pueblo?» La explicación de estos dos volúmenes bastará para probar cuán activo es el papel de la mujer en la tarea de la original civilización rusa.

Es el caso que un grupo de institutrices pertenecientes á una escuela dominical para la mujer, que existe hace años en el pueblo de Karkof, bajo la dirección de una señora Cristina Altchewsky, se propuse ir recogiendo cuidadosamente la impresión producida sobre un auditorio popular por la lectura en alta voz de libros que pudiesen interesarle en mayor ó menor grado. Al terminar las lecturas, las institutrices ó maestras iban preguntando á los oyentes su opinión, y esmeradamente la apuntaban y recogían. Clasificando metódicamente estas notas, llegaron á formar un vasto indicador de los libros más adecuados al entendimiento de las clases populares. El primer tomo vió la luz hacia 1882 y atrajo inmediatamente la atención de cuantos se interesan por la enseñanza del pueblo. El segundo acaba de publicarse, y es mucho más rico en noticias, conteniendo inmensa cantidad de preciosas indicaciones acerca del desarrollo de la cultura intelectual en la plebe rusa. Este segundo tomo atesora el análisis de cerca de 2.500 obras destinadas á la lectura del pueblo; cada análisis refleja fielmente la impresión que de semejantes libros recibió el auditorio, estudiado por las inteligentes y concienzudas maestras.

El difícil y tentador enigma, la esfinge del alma popular, de la Psiquis plebeya, sólo puede ser resuelto con estudios así. Y esta obra de reflexión y de análisis, de verdadera sociología, la ha realizado un puñado de hembras valerosas, arrinconadas en una capital de provincia y consagradas á la humilde tarea de instruir á la hez del populacho. Acaso no faltará en mi buena y clásica patria quien se admiro de que los rusos no prefieran dedicar á sus señoras á la operación de espumar el puchero, base de todas nuestras virtudes domésticas.

Como Rusia es el país de los contrastes, la nación en que más se tocan los extremos, después de haber admirado los adelantos pedagógicos y la condición racional y libre de la mujer, viraos á dos pases una especie de manuscrito etnográfico, recopilación de los tipos, trajes y costumbres de un pueblo ruso, de los pertenecientes al elemento mogólico, que habita en las fronteras siberianas. La mujer—cuyo aspecto físico nos mostró un maniquí de aplastada y chata faz—lleva á su hijo colgado de la espalda, metido en una especie de ingenioso cuévano: y en un escaparate, semioculto, se entrevó el cinturón que, ceñido al vientre de esa mujer cuando alcanza la pubertad, no le es lícito desceñir nunca hasta que el marido, en la noche de novios, lo rasga de una puñalada. ¡Qué dos mujeres, qué dos símbolos! Esta infeliz mogola hecha bestia de carga y máquina de brutal placer, y la caucasiana que ahí, á poca distancia, arregla sus libros y contesta con dignidad y varonil discreción á mis preguntas! Rusia lleva en sus entrañas bárbaras el germen de una civilización superior á la nuestra: si queréis saber lo que será un pueblo, considerad lo que hace de la mujer.

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En arte, lo más notable que expone Rusia es la orfebrería. Del estilo bizantino, nielado y esmaltado con delicadísimos colores, hay cucharas, saleros, tazas, servicios de té, iconas y otros muchos objetos que son joyas verdaderas.

La parte exterior del pabellón ruso ofrece más interés que la interior. Es una reproducción de algunas maravillas arquitecto ni cas moscovitas, en las cuales domina también el estilo oriental y decadente de Bizancio. El muro del Kremlin, las balconadas del palacio de Tehrem, las torres de la catedral del bienaventurado San Basilio—ó, como ellos dicen, Wassili Blagennoi—el campanario de Iván el Terrible, y la torre de soulkareff: todo esto ha reunido el arquitecto para ahorrarnos un viaje á Rusia. ¡Con cuánto gusto lo haríamos, no obstante, siquiera fuese tan sólo para visitar aquel misterioso convento de Troitza, tan magistralmente descrito por Teófilo Gautier, y del cual nos trae una reminiscencia la cabaña ó isba rusa!

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En esta cabaña, construída con troncos de árboles despojados de su corteza, está un mancebo alto, rubio, vigoroso, de azules ojos y semblante cándido, como el de los San Juanes de los cuadros viejos. Visto el pintoresco traje veraniego del mujik ó aldeano ruso: las botas altas, el calzón bombacho de pana negra, el gorro negro también, la blusa roja, sujeta al talle con cinturón de cuero. Las manos de este joven hércules, manos anchas y rudas, que parecen hechas para manejar la fusta ó el arado, se dedican á esculpir... ¡y qué esculturas! Medallones y dípticos microscópicos de tres pulgadas de alto, donde cada figurita es mucho menor que mi dedo meñique, y en que cada detalle es una filigrana, digna de ser vista con lente. El padre de este muchacho—sencillo aldeano también del distrito de Troitza—ha esculpido un tríptico tan hermoso, que mi compatriota el señor. López Dóriga lo adquirió para un Museo español en el precio de quinientos francos.

Lo notable es que estas esculturas religioso-plebeyas tienen una unción, una nobleza y una dulzura mística incomparables. El pueblo ruso es un pueblo creyente, de alma profunda, que necesita y experimenta la impresión de lo infinito y lo sacrosanto: la icona, ó imagen, sale de sus manos con carácter divino, convidando á la oración. El santo, el bienaventurado, es el único personaje que sabe hacer. Hasta en los objetos vulgares, de use diario, como plegaderas, cucharas y tenedores para la ensalada, etc., coloca á guisa de remate un San Sergio, un San Nicolás ó un San Miguel, envuelto en sus hieráticas vestiduras.

La icona rusa, propiamente dicha, suele ser un Cristo ó una Virgen con el ni no en brazos. Las manos y la cara, pintadas de color oscuro, casi negro, tienen inefable y célica expresión; el ropaje, de angulosos pliegues, os de metal sobredorado ó plateado. De estas iconas hay en la isba mas pobre; á ninguna le falta su lámpara ó su cirio siempre ardiendo. Cuando visitó en la Exposición de Barcelona la escuadra rusa, lo primero que me enseñaron á bordo de la fragata capitana fué la santa icona, refulgente de plata y pedrería, regalo del gran duque Wladimiro, si no me engaño.

Por no salir de Oriente, después de Rusia nos fuimos al pabellón indostánico. En mi concepto, os una de las cosas más lindas de la Exposición, y de las que mejor han conseguido adquirir barniz local, algo que halaga la vista, haciendo creer que, en efecto, nos hemos trasladado á comarcas remotas. Exteriormente está pintado de un tono rojo teja, y le realza un chitado de escultura, algo semejante á los alicatados de la Alhambra, á modo de transparente encajo blanco sobre el moreno cutis de una beldad india. La cúpula central forma un patio sevillano de los más frescos y poéticos, aunque oficialmente sea copia de la torre que se alza en Delhi. El tazón de la fuente recuerda la de los Leones en el patio del Alcázar granadino, y el verde de una inmensa palmera que surge del centro de la fuente, regocija los ojos fatigados del sol, al par que la melodía del chorro de agua recrea los sentidos.

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A la sombra de esta palmera, al rumor de esta fuente, tomé un helado, servido por indios verdaderos, cuyos rostros y trajes tenían el sello de indudable autenticidad. El que me trajo el refresco era de Chandernagor, y parecía arrancado de alguna miniatura ejecutada en la pared de una pagoda. Esta raza sí que no se confunde con ninguna. No son negros, ni amarillos, ni rojos; son de un moreno atezado, oscurísimo, que hace resaltar más la blancura del traje y del turbante, la negrura de los cabellos, barba y cejas. Las facciones son delicadas y correctas; los ojos grandes, dulcísimos, pensativos, sombreados por las mejores pestañas que he visto nunca. son graves y reflexivos, aristocráticos y nobles, aunque debo suponer que estos infelices, traídos aquí para servir de mozos de café, no pertenecerán á ninguna de las castas ilustres de la India; no serán ¿que habían de ser? ni bracmanes, ó sacerdotes, ni chatrias, ó caballeros, sino sudras, pueblo, gente vil, cuyo contacto haría impuro un sacrificio. Tal vez hayan salido de la casta ínfima, despreciada y aborrecida, de los parias, hermanos de nuestros gitanos, y de los cíngaros ó gipsies. Esta nobleza y distinción que yo noto en ellos es la nobleza característica de Oriente, cuna del genero humano, manantial sagrado de la tradición y de la historia. ¡Pobre raza oscura, dominada hoy por los bárbaros del Norte, hecha instrumento de la actividad implacable del anglosajón! ¡Pobre raza soñadora, filosófica y artística, convertida en mercado de los productos ingleses! ¿De qué le sirve á un pueblo la inteligencia sin la voluntad?

La India moderna es una prueba más de que las religiones fatalistas son la predestinación al vencimiento.

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Todavía el arte indio se muestra original y encantador. Los trabajos de plata y bronce tienen la gracia del exotismo y la riqueza de detalles que llama la atención en las cúpulas y santuarios de las pagodas. Abanicos de plumas de pavo real vetiver, que parecen destinados á abanicar á la reina de Saba; paños amarillos como la luz del sol, todos recamados de plata y oro, talco y lentejuelas; jarritas de madera pintada, que semejan trozos de esmalte copiados del libro persa el Shah Nameh; campanillas rematadas en divinidades indostánicas, como Ganesa con su trono de calaveras, ó la Trimurti con su cabeza triple; cucharas hechas de un reptil; teteras que son una maravilla de repujado y cincelado; juguetes extraordinarios que resuelven un problema de equilibrio; cacharros azules, de un azul de cielo, con extraños dibujos, que nosotros llamaríamos árabes, pero que en realidad son la expresión primitiva del arte oriental; collares de cuentas de granate, vidrio y perlas,á propósito para adornar la tostada garganta de una bayadera; brazaletes, broches, bandejas, rodelas, cascos... todo es digno de un pueblo artista y simbolista; nada revela la infancia de una raza, sino, al contrario, su pleno desarrollo estético: el indio no es el salvaje en cuyas labores nos interesa el candor infantil; es un pueblo que elaboró completamente su cultura, y á quien esta cultura bastaba para ser dichoso, si razas del Norte, del Norte individualista y batallador, no hubiesen codiciado la riqueza y la fertilidad de su suelo paradisiaco.

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