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Y en verdad, no me pesa haber dejado á Madrid. Queda la capital de España más entregada que nunca á la pasión que la domina, desde hará diez meses: la manía jurídico-policiaco-criminalista, infundida por el deseo de hallar la resolución de un enigma que lleva trazas de no ser nunca descifrado. ¿Quién cometió el asesinato de la calle de Fuencarral? Al pronto, si nos lo preguntase un extranjero, responderíamos que el célebre crimen es la cosa más vulgar del mundo, la menos digna de fijar la atención, no ya de las personas ilustradas, pero ni siquiera de la muchedumbre.

Que una señora rica, que vive sola, cometa la imprudencia de traer dinero á casa y de admitir á una criada de antecedentes sospechosos; que esta criada la despoje y la asesine, y luego queme con pretróleo el cadáver para ocultar las huellas del atentado, es suceso, aunque terrible, tan trivial de suyo, que al parecer no reclama sino ocupar dos días á las comadres del barrio y veinticuatro horas á los noticieros de la prensa. Sin embargo, de este crimen hace casi un año que se habla en la calle, en los salones, en los diarios, en las Cortes, en el Consejo de ministros: luego hay en el algo mucho más grave que los hechos aparentes; algo tan grave, tan serio, tan trascendental, que si el rumor público lo indica y la maledicencia lo subraya, mi conciencia me obliga á no apuntarlo sino como susurro, sospecha, presunción más ó menos fundada en indicios, no caso demostrado ni evidente.

Obsérvese la fatídica escala que la opinión—regina del mondo—ha elevado con peldaños de honras y respetabilidades, desde la mujer de mal vivir amancebada con el Cojo, hasta un importante hombre político, el presidente del Tribunal Supremo: ¡el representante más alto de la justicia en España! Una criada asesina y roba á su señora; hasta aquí no rebasamos del crimen callejero y plebeyo. Pero esta señora tenía un hijo de canallescos instintos, de estragadas costumbres, de propensiones feroces, siempre mezclado y confundido con la hez del populacho y entregado á escandalosas juergas: hijo que, á pesar de ser presunto heredero de una renta de cinco mil duros y descubrir ciertas bastardas ínfulas aristocráticas, que le ganaran el apodo de el marquesito, había caído en la abyección de encontrarse procesado y sentenciado por el robo de una capa. El día en que fué apuñalada la madre, el hijo extinguía condena por semejante delito en la Cárcel Modelo: no obstante, desde el primer momento la voz popular, prescindiendo de la criada, ó juzgándola cómplice tan sólo, acusó al hijo del horrendo crimen.

Primer peldaño: de la sirviente al marquesito. El cual, según dejo indicado, extinguía su condena en la prisión celular. La coartada estaba probada, pues Varela no podía encontrarse á un tiempo mismo en el establecimiento penitenciario y en la alcoba inundada de sangre de su madre. ¿Qué importa? gritó la vox populi: de la Cárcel Modelo se sale: con recomendaciones, con dinero, con destreza, con influencias poderosas, se sale, sí, y ninguna coartada más hábil para un asesino que la coartada oficial, de que tienen que ser cómplices y encubridores los funcionarios del Estado, que en inocentar al preso libran su pan y su honor. Segundo peldaño: del marquesito perdulario á un empleado de bastante categoría: el director de la Cárcel Modelo, acusado de facilitar las escapatorias del supuesto parricida, y de intervenir en el sumario con propósitos encubridores.

Mas que para un funcionario se arriesgue á jugar así su destino y hasta su seguridad personal, preciso es—siguió discurriendo la excitada opinión publica, y siguió repitiendo gran parte de la prensa—que le ampare alguna influencia de primer orden; que se crea sostenido por alguien. Ya sobre la pista de este recelo, los más leves indicios, los más sutiles cabos, sirvieron para devanar madeja intrincadísima, y la sospecha cayó, como negro borrón, sobre frentes muy elevadas, y llegó á lo más encumbrado, á lo más augusto de la magistratura, al presidente del más alto Tribunal de la nación. Tercer peldaño, peldaño gigantesco como los de las Pirámides: del director de la Cárcel Modelo al Lord Justicia Mayor, don Eugenio Montero Ríos.

¿Se comprende ahora el extraño interés, la indecible marejada que levanta desde hace diez meses esta causa célebre entre las causas todas? No es el manoseado delito de una sirviente, combinado entre presidiarios; es una serie de incidentes oscuros, raros, anómalos: y en el modo de interpretarlos, más raro y estrafalario que ellos mismos, se revela la poca confianza que inspiran al pueblo español sus instituciones seculares, la que ya todo el mundo llama justicia histórica, la organización de los establecimientos penales, y el sistema político á cuyo amparo supone que tamaños abusos pueden ocurrir... Por ese la opinión ha llegado á interesarse en este asunto del crimen como no se interesa por cosa alguna. La prensa se ha dividido en dos bandos, llamados de insensatos y sensatos; los primeros se han declarado parte en el proceso, estableciendo la acción popular, porque los insensatos afirman las salidas de Varela de la cárcel, y su culpabilidad y la complicidad del director, y ven en la muerte de doña Luciana Borcino un parricidio nefando, fundándose en que quien hace tiempo abofeteó, hirió, maltrató y probó á abrasar con petróleo á su madre, y le deseó la muerte en voz alta, no se habrá descuidado en herirla cuando tuvo favorable ocasión.

Los sensatos opinan que la única culpable es la criada, con auxilio de alguna gente de mal vivir. Y entre las dudas de unos, las desorientaciones de otros, las declaraciones de cientos de testigos (entre los cuales figura desde el asqueroso rufián hasta la aristocrática dama), las hipótesis cada día diferentes y las caprichosas y variadas versiones que da la ya célebre Higinia, de tal manera está enredado el ovillejo, que me parece muy difícil para el Tribunal emitir un fallo que no descontente y haga murmurar á media España.

¿Que cuál es mi opinión privada en este asunto intrincadísimo? Ninguna como juez, ninguna como polizonte; á bien que no soy ni lo uno ni lo otro. Como novelista, y dentro de la lógica de la novela experimental, yo sin declararme insensata ni sensata, veo en el carácter y costumbres del hijo de la víctima algo que le ennegrece y acusa.

Quien abofetea á su madre hasta arrancarla los dientes; quien esgrime contra ella la navaja y sepulta el hierro en las entrañas donde fué concebido, podrá (mediante el absurdo de las circunstancias fortuitas) no haber sido parricida material: moralmente lo es, y me inspira el horror consecuente al más nefando de los crímenes, á aquél que las leyes de Moisés y Solón no castigan, porque no admiten ni que pueda existir; á aquél que más ultraja las sacras leyes de la naturaleza. Pero repito que si esto pienso como novelista, como magistrado sólo pensaría que el crimen ha de estar más claro que la luz el el sol para que la justicia, humana pueda castigarlo sin recelo.

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