Carta III En burdeos.—¡dichoso crimen!—recuerdo á Barcelona

Burdeos 2 de Mayo.

Para cortar la monotonía de un viaje que he realizado cien veces directamente; por beber y saborear el aire balsámico de estos viñedos, donde la alegre primavera ríe y desabrocha en follaje; por descansar de mis fatigas y saludar á un buen amigo hispanófilo que me ha consagrado en la prensa francesa bastantes artículos, decidí pasar unas horas en Burdeos antes de seguir hacia París, con objeto de asistir á la apertura del gran Certamen.

Es Burdeos inmensa capital de provincia, demasiado vasta para la gente que la habita y que no consigue llenarla, según observó oportunamente Teófilo Gautier, á quien debemos una descripción admirable de la ciudad bordelesa. Yo, que siempre he sido ferviente devota del «estilista impecable,» nunca pase por Burdeos sin acordarme de cómo pintó Gautier las momias de la iglesia de San Miguel,

Diré algo de esta fúnebre curiosidad.

Parece que no lejos de la torre de San Miguel existía un cementerio, cuya tierra poseía la virtud de momificar los cadáveres que en el se enterraban. Al hacer excavaciones y descubrir cuerpos casi intactos, los recogieron en la cripta de la torre, adosándolos contra la pared; y mediante la propineja indispensable del franco, cualquiera puede regalarse con espectáculo tan macabro y feo. Al ver por primera vez aquella procesión de muertos en horribles ó grotescas posturas, como yo era muy joven y tenía imaginación ardentísima, soñé toda la noche con semejantes visiones del otro mundo, y por poco me enfermo de la impresión. Irritada conmigo misma al reconocerme débil y al encontrarme juguete de mis nervios, resolví dominar el infantil temor, y desde entonces no perdí ocasión de acostumbrarme á ver impávida las cosas espantosas, sepulcrales y terroríficas. Lo he logrado. He mirado sin pestañear los ahogados del depósito secreto de la Morgue, extraídos después de permanecer cinco meses en el fondo del Sena; he penetrado de noche, á la luz de un trémulo farolillo, en el pavoroso cementerio de los Capuchinos, en Roma; he recorrido las salas de enfermos graves del Hôtel-Dieu, y he visto depositar en el ataúd al difunto fallecido de terrible mal contagiaso... Soy pues, dueña de mí misma, y ahora podría con seguridad visitar las momias, sin que esta noche diese vueltas en la blanda cama del hotel (las camas francesas, entre paréntesis, son las más deliciosas del mundo). Pero prefiero contemplar la hermosa embocadura del río en los Quinconces; prefiero gozar el despejo de cielo meridional, el bullir de las gentes en el puerto, y, sobre todo, la indefinible sensación, mitad placentera y mitad saudosa, del que se encuentra lejos de la patria, sabiendo que puede volver á ella cuando guste; más aun: que volverá en breve plazo.

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