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Así que los compases de fuego del magnífico himno vuelan por los aires, con aquella palpitación de reprimidos sollozos y de indignación patriótica que en ellos late, el hielo se funde, la multitud se agita, los corazones saltan alborotados y las aclamaciones brotan primero enérgicas, nutridas, ardientes, por último, roncas y feroces como el aullido de las turbas en día de revuelta ó en vísperas de combate. ¿Qué misterioso dinamismo ha puesto el genio del hombre en unas cuantas notas, en el rudimento de una melodía, para que, profanadas por todos los organillos callejeros, arrastradas por el escenario de los cafés cantantes, manchadas del lodo en los días de tumulto, encharcadas en sangre al pie de la guillotina, conserven su celeste virginidad y se levanten puras, incólumes, electrizadoras, en los momentos supremos de la vida del pueblo que las creó?

No me ha sido posible oir el discurso del Presidente. Ya he dicho que aborrezco los empellones y codazos, y por una arenga de Cicerón no me expondría á aguantar el más ligero. Pero he visto—al través de dos puertas vidrieras y á unos sesenta metros de distancia—la mímica de la oratoria presidencial. Carnot acciona bien, sin pasión, con la reserva elegante que caracteriza sus modales y su fisonomía. Así, de lejos, parecía un maniquí articulado, severo y distinguido, pero montado en alambre.

No pudiendo acercarme más, me voy hacia la Galería de las Máquinas. Dicen todos de ella que es una obra prodigiosa, honra de la Exposición, y que como osadía, grandiosidad y amplitud de concepción, supera todo lo conocido hasta el día Además se encuentra ya completamente instalada, en orden perfecto; las máquinas andan, respiran, giran, funcionan; estos monstruos de hierro y acero viven con una vida fantástica, y parece que me dicen con su chirrido y su estridor: «¡Oh empedernida amante del pasado, oh admiradora infatigable de las catedrales viejas y de los edificios muertos! Descríbenos, que también nosotros merecemos que nos atiendas. Sé poeta para nosotros, como lo has sido para las góticas torres del siglo XIII. Mira que aunque parecemos unos pedazos de bruto metal, en realidad representamos la inteligencia: quien nos mueve es el alma del hombre. Aunque tú no lo creas, soñadora idealista, en nosotros hay un poema: semos estrofas, somos canto.» Yo las miro sonriendo, y salgo cuanto antes de allí, por temor é una jaqueca de las de primera clase, que me impediría escribir hoy estas notas.

Al retroceder hacia los jardines, me hallo con que no me dejan salir. Recorro veinte puertas; no hay escape; me encuentro—en compañía de otros quinientos incautos—encerrada en la sección austro-húngara, con un calor sofocante, una sed rabiosa y un principio de cansancio mortal. De pronto se oyen rumores halagüeños y respetuosos, y se adelanta madama Carnot, vestida con el precioso atavío que antes describí, prodigando saludos y afables sonrisas. Recojo una al pasar, y devuelvo en cambio una inclinación de las que creo impone la cortesía cuando nos encontramos en nuestro camino á las instituciones de un pueblo, ora las respetemos y admiremos, ora las juzguemos con mayor ó menor severidad.

Luego, aplicando un sistema que rara voz ha dejado de darme resultados felices, me incorporo con disimulo al séquito de la reina democrática, y así consigo salir de aquel chicharrero y beber á mis anchas el aire libre de los jardines. Logro por fin un apetecido bock de cerveza, y no bastándome, pido una limonada. Tengo una especie de fiebre rara, que podría llamar «la calentura de las multitudes.» Porque andan por aquí más de doscientas cincuenta mil personas, y su continuo ir y venir, el vocerío de sus diálogos, forma una sinfonía que embriaga y roba toda tranquilidad. Dan ganas de repetir los versos de Fedra:

«Dieux! que ne suis je-assise à l’ombre des forèts:

A estas horas sería un extraño contraste visitar el arrabal de San Germán, por ejemplo. ¡Qué soledad reinará en aquellas calles! ¡Qué tristeza respirarán los altos portones, las ventanas herméticamente cerradas, los escasos transeúntes que crucen el bulevar San Miguel ó las vías colindantes, en busca del silencioso hogar ó de la muda iglesia! Este pensamiento me llena de nostalgia, y determino, en un santiamén, marcharme á París, dirigirme á la plaza de la Bolsa y hacer una cosa que hoy no se le ocurrirá, tal vez, á ningún viajero: entrar en la iglesia de mi amada Virgen de las Victorias—que ha permitido que venciésemos á los franceses,—y rezarle una Salve.

Con gran sorpresa mía, el templo no está desierto. La Madona parisiense, con su monumental diadema de emperatriz, su niñito también coronado en brazos, sonríe amorosamente á los fieles, que en bastante número, y dominando el sexo femenino, se agrupan al pie del altar resplandeciente de luces. Escúchase un contenido murmullo de oraciones: un viejo, de blancos bigotes y perilla, tez rojiza y sanguínea, cabeza evidentemente militar, reza apoyando la barba en ambas manos y fijando sus ojos en los de la imagen como si la preguntase alguna cosa. De repente se incorpora, y en el ruido seco con que hiere el pavimento su bota izquierda, conozco que tiene una pierna de palo. Y antes de retirarse del templo, el inválido murmura por última vez: Sainte Vierge, priez pour la France!

No sería yo quien perdiese las iluminaciones y el fuego de artificio. Yo en vano soy nacida en Galicia, el país de los cohetes y las luminarias, la tierra en que hace sol de noche. París me brinda uno de mis espectáculos favoritos.

Mágico es el aspecto que ofrece la ciudad tan pronto como declina el sol de esta memorable jornada. Nunca se ha visto lujo de iluminación parecido. Es una bacanal de luces; lo que se llama un incendio, remedo pacífico de la sanguinaria fiesta en que Nerón quise ver abrasarse por los cuatro costados á Roma. A lo largo de las fachadas, señalando las ventanas, puertas, molduras y cornisas hasta los piseo más altos, las líneas de luz nacen y se destacan poco á poco, hasta que de repente queda toda la orilla derecha de París adornada con estrellas y girándolas de diamantes. Los puentes tienen cada cual una iluminación distinta. El de las Artes luce lamparillas verdes, amarillas y rojas; de trecho en trecho, un mástil sostiene un blanco tulipán transparente. EL Puente Real, lamparillas blancas. El de Arcole alterna globos de fuego y oro; los colores de mi patria. El de la Concordia está alumbrado por pirámides de luz. Por el fondo de París cruzan innumerables retretas con farolas. El Arco de Triunfo dibuja sobre la oscuridad nocturna un círculo de fuego.

Mas lo soberbio el el espectáculo no se comprende hasta verlo de lo alto del Trocadero, Es de advertir que desde allí, París, con sólo su iluminación normal, ya es asombroso, ya obliga á detenerse, como lo hice yo más de una vez al volver de casa de mis amigos Alberto Savine y su esposa. ¿Qué será en esta noche encantada, con el palacio hecho un ascua de fuego, los jardines listados de luz y la torre Eiffel inflamada toda, ciñendo una corona de lumbre en cada piso, la fuente monumental, alumbrada por cuatro poderosos focos de luz eléctrica, y el surtidor que salta de su seno convertido en cascada de líquida lumbre, y cayendo con el misterioso rielar de las olas cuando las baña el argentino reflejo de la luna? El faro de la torre Eiffel refulge como un gigantesco sol, dominando el brillo de las demás iluminaciones, comiéndose la luz de tanta farola, de tanto lampion y de tanta incandescencia eléctrica.

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