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Del Trocadero me voy al muelle, á ver si consigo echar la vista encima á la fiesta náutica. sobre el oscuro Sena se deslizan en todas direcciones centenares de barcas iluminadas y empavesadas, salpicadas de farolillos venecianos y lamparillitas de colorines, ó adornadas sólo con un grupo de luces colocado en la proa, como las joyas que las mujeres se prenden en el seno para ir al baile. Estas embarcaciones, que no consienten que cuando todo refulge y brilla, el Sena permanezca sombrío y mudo, son las que diariamente lo surcan: barquitos pescadores, vapores-moscas ó golondrinas, yates, lanchas vapores, falúas, queches: raro es el que no lleva á su bordo músicas, ó al menos una improvisada masa coral, que entona la Marsellesa, las canciones de Beranger, y á veces también los estribillos de las óperas ó los cantos provincianos de Bretaña y Languedoc. En los muelles, la muchedumbre baila al son de las tocatas que suben del fondo del río. La torre Eiffel envía con sobrehumana fuerza rayos inmensos de eléctrica luz, y de repente el Sena sale de las tinieblas, se convierto en un raudal de plata verdosa y derretida, y las barcas, sobre su superficie, semejan pájaros que vuelan al ras del agua. La armazón del coloso, que aun no se había visto, se destaca y perfila repentinamente sobre el fondo de la deslumbradora claridad: á esa distancia es un encaje finísimo de hierro, más calado que ningún rosetón ojival, de una gracia y de una delicadeza aérea. Cuando la luz le pone candente, al parecer, y se le ve inflamarse, un grito de admiración brota de todas las gargantas: es realmente una maravilla la torre. Su densa y dura materia, bañada por la material hermosura de la luz eléctrica, se espiritualiza, y ese gigante de la industria semeja el ensueño de un poeta, ensueño babilónico y primitivo.

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