Carta VI La inauguración

París, Mayo 10.

Al penetrar por primera vez en el recinto de la Exposición, me sorprende su grandeza. No hablo de la torre Eiffel; no quiero tocar ni desflorar el asunto: dentro de algún tiempo, cuando ya los periódicos no traten de ella, recogeré mis impresiones en un haz, y consagrare algunos párrafos al coloso, novena maravilla del mundo. Ahora sólo pretendo manifestar el efecto que me produjo la dilatada planicie cuajada de edificios, parques, bosquetes, fuentes monumentales y blancas estatuas. Al pronto los ojos y el alma se rinden al vértigo de tanta sensación visual y de tanta magnificencia. Bajo un sol resplandeciente; alfombrado el suelo de una multitud vestida de abigarrados colores, que ondula y culebrea y se agrupa y se desparrama, perdiéndose en las enarenadas calles ó sumiéndose bajo los marmóreos vestíbulos y en las encristaladas galerías; con el brillo de los dorados, la variedad infinita de los exóticos trajes, la blancura de la piedra nueva, el verdor de los arbustos y plantas traídas de lejanos climas, las formas caprichosas de las construcciones propias de cada país, desde la cónica morada persa hasta la choza lacustre: aturdiendo los oídos el rumor de la muchedumbre, tan parecido al del mar irritado, y los sonoros ecos de las músicas... al pronto, nadie me lo negará, hay que sentirse abrumado y reducido al estado atómico, sobre todo considerando que en nada hemos contribuído á este esfuerzo gigantesco de la industria moderna.

La obra no está completa aún. La Exposición parece una vivienda suntuosa, incomparable, donde no se terminó la colocación de los muebles y andan esparcidos por los suelos paja, virutas y papeles de envoltorio. Al dejar las crujías y salir á los jardines, lo primero que atrae mis miradas es la fuente monumental, hermosa muestra del género estatuario moderno, más vibrante y alado que el clásico, pero también menos robusto y noble. Si la fuente tuviese ya eses tonos de ágata y esas agradables tintas verdosas que presta á la piedra el curse del tiempo, me gustaría más, como va gustándome el famoso y discutido grupo de la Danza en la fachada de la Grande Opera, obra maestra de Carpeaux, la cual indudablemente ha servido de modelo á esta fuente tan graciosa. A su margen recreándome en la limpidez de sus aguas, siento una impresión de calma y repose antes desconocido. De buen grado me quedaría aquí, sino fuese á empezarla ceremonia.

Llego á la torre cuando las salvas anuncian la entrada de Carnot. El Presidente viene del Elíseo, en carretela á la gran Daumont, y escoltado por un pelotón de coraceros. Penetra en la Exposición por el puente de Jena, y pasa bajo el arco gigantesco de la torre Eiffel A poco rato cruza ante mí el primer Magistrado de la nación francesa, frío, derecho, impasible, correctísimo, embutido en el frac que con razón llaman de hojalata negra: ¡tan recto cae y tan imposible parece que en su tersa superficie se marque una leve arruga! Suenan algunos vivas, pero pálidos, desperdigados, vergonzantes, contagiados, por decirlo así, con la frialdad del personaje que los arranca. De repente las charangas y las bandas de música rompen con brioso y dramático empuje á entonar la Marsellesa...

Share on Twitter Share on Facebook