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Los Goncourt nacieron de noble familia, de glorioso abolengo militar, ilustrado en las guerras del Imperio. Esta ascendencia se patentiza, se ve señalada en las facciones del mayor y en el retrato del menor. A la edad que hoy cuenta, y que presto frisará en los sesenta años, Edmundo tiene el aspecto de un veterano de la era napoleónica, y es preciso mirarle muy de cerca para advertir en su semblante y en sus ojos huellas de la pacífica, pero devoradora ó intensa vida literaria. Si ahora cierro los ojos, me parece divisarle sentado ante mi mesita del hotel, lo mismo que estaba ante la de su original despacho, diciéndome con perspicaz y bondadosa sonrisa: Je pose pour vous: faites done mon portrait. Y veo su gesticulación y podría dibujarle—con la fuerza óptica que poseemos los miopes—sin olvidar ápice de su hermosa fisonomía. Edmundo de Goncourt es alto y de buenas carnes, aunque no excesivamente grueso: tiene la cabeza de más que mediano tamaño, sin desproporción, y su apostura es noble y distinguida, aun para los que le vemos por su casa en zapatillas y chaquetón holgado. Gasta el bigote blanco, retorcido y marcial, y la perilla guerrera. Su cabello, largo como el de casi todos los escritores franceses, es también cano, con reflejos de plata, sedosa y brillante. Sus ojos negros revelan en el mirar extraordinaria energía, al par que los cruzan ráfagas de timidez, y sus pupilas están casi siempre dilatadas, como si hubiese absorbido belladona. Dilátanse también con frecuencia las movibles alas de su fina nariz, bien diseñada y palpitante al soplo de la idea y al aura del pensamiento. Sus cejas, altas hacia el entrecejo, descienden rápidamente en las sienes, lo cual presta á su cara un sello natural de melancolía. Su barbilla es pronunciada y con meseta. Su cabeza, ancha en la parte frontal, es plana en el cogote, allí donde, en opinión de los frenólogos, se revelan los instintos materiales y las imposiciones del temperamento. La frente es lobulosa, enérgicamente levantada sobre las cejas, aunque deprimida en la sien; las dos protuberancias que la acentúan parecen concreción visible de la memoria y de las dotes de observador. La tez, que, según confesión propia, era pálida cuando Edmundo mantenía arraigada la costumbre de fumar, ahora es blanca, levemente sonrosada, y muestra la delicadeza del cutis de las personas reclusas, caseras y metódicas, tres condiciones que posee en alto grado el inmortal autor de Chérie.

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