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Como en la envoltura carnal de un espíritu tan elevado todo merece notarse, porque el alma se imprime en visibles caracteres sobre la materia, diré que también he reparado las manos y las orejas de Edmundo de Goncourt. Estas se encuentran colocadas muy abajo, muy próximas al cuello: son conquiformes y nada despegadas, señales todas de raza selecta. Aquellas—las manos—son luengas, de afilados dedos, flexibles como las de los violinistas. Una mano regordeta, rechoncha, ancha ó dura de articulaciones, nunca hubiera podido trazar las paginas recamadas, quintesenciadas y cuajadas de filigranas de estilo y perlitas de observación, que abundan en los libros de Goncourt.

En cuanto á Julio, el menor, le conozco por el retrato que me enseñó su hermano esta mañana. Voyez comme il était beau, me dijo lleno de fraternal orgullo: y, en efecto, el cristal reflejaba la imagen de un gallardo mancebo, de ese tipo caballeresco lorenés que en Francia suele llamarse rubio heroico. El bigote dorado, los ojos azules llenos de vida y dulzura, las bellas facciones, la boca pequeña y rosada, «como una boca de mujer,» compondrían una figura afeminada, si la luz de la inteligencia y la vaga tristeza de la vocación y lucha artística no corrigiesen lo vulgar y casi antipático que hay en un hombre tan bonito y gentil. Al mirar el daguerrotipo (pues daguerrotipo era lo que Edmundo me enseñó), yo pensaba que el hermano mayor, tal como hoy se encuentra, vale más, desde el punto de vista estético-literario, que el lindo mozo cuyo retrato me muestra con tan ingenua presunción de que va á entusiasmarme. El escritor adquiere su verdadera hermosura cuando en los rasgos de la faz, en la expresión de la mirada, en lo que se llama la cabeza (doble fisonomía material y espiritual) ha venido á grabarse y condensarse todo el vigor y el dinamismo de su obra. Recuerdo que Zola, hablando de Gustavo Flaubert, dice que el autor de Madama Bovary, ya cincuentón, lamentaba á menudo la pérdida de sus cabellos y la desaparición de sus gracias juveniles, «Nosotros—agrega el jefe de la escuela naturalista—mirábamos á Flaubert y no comprendíamos sus quejas. Su ancha frente calva, su abultado semblante, nos parecían la cosa más bella del mundo para un artista y un pensador.»

Me pasa algo semejante, y prefiero la blanca guedeja de Edmundo á los ensortijados cabellos blondos de Julio de Goncourt.

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