Carta VII Los goncourt

París, Mayo 21

Me he propuesto no dar á estas cartas el trillado carácter de crónicas ó reseñas de la Exposición, y alternar las descripciones del gran Certamen internacional con impresiones más íntimas, aunque de general interés, por referirse á cosas ó personas que siempre y con justo derecho han ocupado la atención publica. En consecuencia, hoy descansaré de haber descrito la ruidosa fiesta inaugural, hablando de uno de los personajes más típicos en la literatura francesa actual, más influyentes en el movimiento estético de la segunda mitad del siglo XIX.

Aunque voy á tratar de Edmundo de Goncourt, no se olvide que esto insigne novelista ó historiador no está nunca solo en mi pensamiento, ni en el de ninguno de sus admiradores fervientes, que ya son muchos y aumentan cada día. El nombre de Edmundo de Goncourt es inseparable del de sil hermano Julio, con quien vivió perpetuamente unido en estrecha colaboración literaria y entrañable ternura, hasta que la muerte vino á desatar este lazo, rompiendo á la vez el corazón del hermano que dejó en el mundo, al llevarse al otro hacia «la costa inexplorada de donde nunca regresó el viajero.» En Francia se dice les Goncourt como se podría decir Castor y Polux, Orestes y Pílades, los inseparables de la amistad, del arte y de la historia, en fin. Escritores por vocación ambos hermanos; dotados de una sensibilidad hasta dolor osa para sentir el aguijón de la crítica; con una epidermis más fina que cáscara de cebolla para advertir el menor rozamiento en su amor propio artístico, no asomó nunca entre ellos ni leve indicio de emulación: colaboraban lo mismo que se respira sin distinguir la parte alícuota de cada uno, porque no sólo escribían con la misma pluma, sino que pensaban con la misma alma. Su gemelismo era perfecto.

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