Carta XVII Los «tickets» impresiones

París 9 de Julio.

Yo no sé si el número de entradas en la Exposición baja ó subo; poro sí que los tickets ó billetes de ingreso están cada día más baratos.

Estos tickets han sido pretexto para un negocio asaz importante. Hízose una emisión de algunos millones, y al punto se convirtieron los tickets en una especie de papel moneda, que tiene sus oscilaciones y altibajos, y que, cotizado nominalmente al valor de un franco, unas veces se vende á sesenta y cinco céntimos y otras desciende hasta treinta y cinco, el nivel más inferior que han alcanzado por ahora. Ya hay especulador que se ha enriquecido con semejante negocio.

Es imposible andar diez pases en París, ni entrar en establecimiento alguno sin verse asaltado por el ofrecimiento de tickets, que le meten á uno por los ojos. Camino de la Exposición, se abalanza al coche media docena de pilluelos que, en vez de pedir limosna, me brindan los tickets. Yo tengo mi tarjeta de periodista y no he menester entradas (las tarjetas de periodista se componen de un retrato, una firma y una autorización); pero mis niños necesitan un ticket, no tengo valor para regatearles unos cuantos céntimos á los gavroches que tan penosamente se los ganan correteando detrás de cuantas personas se aproximan á las puertas del Campo de Marte y la Explanada de los Inválidos. La miseria parisiense encuentra mil modos de sacar partido de la gran feria internacional. Además de los el chicuelos revendedores de tickets, un ejército de vejestorios acampa al pie de cada puerta, en actitud de ofrecer su inutilidad á quien la necesito. Apenas se pára el carruaje y el viajero va á abrir la portezuela, no le da tiempo una de las indicadas estantiguas: abre, ofrece su brazo á las señoras, baja en vilo á los chicos, agarra el paraguas ó el bastón que estorba, dice dónde están los torniquetes de entrada (que los vemos perfectamente sin necesidad de que nadie nos los enseñe), ajusta á nuestro cochero para la persona que sale y que puede aprovechar el retorno de nuestro coche, nos limpia con su grasiento pañuelo el polvo de las botas... y, en suma, presta todos los servicios oficiosos ó inútiles, cuyo precia máximo puede andar entre uno y cuatro sueldos... para decirlo en cristiano, entro cinco y veinte céntimos de peseta.

Alguno de estos servidores de la muchedumbre (que los paga en suses ó en sofiones, según caen las pesas), luce en su raído paleto la cintita roja: es un monsieur decoré. ¡Quién sabe si es un veterano cubierto de gloria, como aquel tambor mayor del doloroso poema de Enrique Heine!

Para entrar en la Exposición se exigen dos tickets por la mañana, uno durante el día, dos por la noche—desde las seis de la tarde en adelante:—aumento que juzgo impuesto en interés de los fondistas y bodegoneros, á fin de que por no necesitar doble ticket se penetre en la Exposición temprano y se coma allí, gastando doble y triple de lo que el ticket representa. Pero, decimos en tierra española: hecha la ley, hecha la trampa;» el pueblo francés, que es un modelo de economía y de habilidad pura aprovecharlo todo, carga con su cestita rellena de víveres, se pasea el día entero con ella al brazo, y al sonar la hora en que los extranjeros y elegantes se sientan á la mesa del restaurán para dejar toda la lana del bolsillo en las garras del mozo, mis honrados burgueses parisienses ocupan algún banco ó silla al mismo pie de la torre Eiffel, destapan su cesta y acometen sus fiambres con ánimo gentil, pasando de mano en mano la botella de Maçon y la sobradamente aromática saucisse. A ese de las siete y media, la Exposición parece un merendero madrileño, alfombrado de grasientos papeles, de tapones de corcho, de huesos de pollo y chuleta, de migas de pan y de cazuelas ó terrinas rotas. No cabe nada más popular y democrático. La parisiense primorosa remanga con desdén la falda de su fresco traje para no pringarse en los restos de la merienda, y frunce con melindre su naricilla empolvada, de velutina; pero los grupos de obreros, lavanderas y planchadoras no pierden el apetito ni el buen humor, y escarban hasta el fondo de la canasta. Si pueden eludir la vigilancia de los agentes, métense por el césped adentro, y buscan la sombra de alguna vellingtonia ó araucaria, bajo la cual, libres del sofocante polvo, creyéndose en plena campiña, les sabe mejor la refacción. Sólo que, por lo regular, los agentes los descubren, y agarrándolos del brazo, les obligan á volver al polvo de la calle. Así y todo, engullen tan orondos y satisfechos.

Cuando hay fiesta nocturna, como sucedió hace pocos días al inaugurarse la estatua de la República, el precio de los tickets aumenta de un modo injustificado y onerosísimo. Nada menos que cinco billetes exigen por el aumento de unos cuantos farolillos emboscados en la arboleda. Es opinión general que semejante aumento no tiene razón de ser.

* * *

El día que se inauguró la estatua y se añadieron los faroles, convidóme una amiga de gran talento, y que suelo equivocarse en el terreno práctico como una niña de cinco años, á comer en la primer plataforma de la torre Eiffel, en el restaurant de Brébant, sóbrela terraza, desde la cual aseguraba dicha amiga muy formalmente, veríamos á las mil maravillas el fantástico panorama de la Exposición surgiendo iluminado de las tinieblas de la noche. Con esta ilusión subimos á la torre (donde también se cobraba el ascensor á precio quintuplicado), y al llegar á la instalación de Brébant, la primer desagradable sorpresa fué que, á pesar de haber comprometido la mesa por telégrafo, se la habían dado á mortales más felices ó más madrugadores, y nosotros teníamos la nuestra á trasmano, donde no se podía divisar ni un solo farolillo. Viendo esto algunos periodistas franceses que nos acompañaban, montaron en cólera y empozaron á regañar al mozo lo mismo que si él tuviera la culpa. Como el mozo se excusase, fueron á pegar con Brébant, á quien, no sin gran indignación y sorpresa, encontraron con el sombrero puesto y comiendo en una mesita como si fuese un parroquiano. Brébant no les hizo gran case, y entonces ellos juraron «demoler» el restaurant en tres importantes publicaciones. Antes de la demolición, sin embargo, acordaron que comiésemos; y siendo esta resolución la más grata al público, nos sentamos esperanzados de ver, ya que no la iluminación, los guises siquiera.

A despecho de que aparecieron los guises, seguimos renegando de Brébant y su casta, porque siendo uno de los mejores atractivos de la fiesta el incendio de la torre Eiffel, que en un momento dado aparece envuelta en llamas, no parecía fácil verlo desde la torre misma, y la única noche en que resultaba averiguado que no debiéramos haber comido en la torre, era precisamente aquélla. ¿Que diríamos si sospechásemos lo que después ocurrió?

Cuando empezábamos á saborear el champagne helado y el capón del Mans; cuando la gente, mas avisada que nosotros, se retiraba de las mesas y nos permitía disfrutar el espectáculo de las mil luminarias y de los encendidos surtidores, un humo espese y acre se esparció por la salita del restaurán sofocándonos; una hoguera roja brilló detrás de nuestras cabezas, y entre toses y estornudos, ahogándonos, hubimos de reconocer que estábamos ardiendo, para mayor regocijo de los espectadores, y que el famoso embrasement de la Tour á poco nos cuesta la vida.

Aviso á los que se propongan comer en la torre Eiffel una noche de fiesta.

* * *

Siempre lo más atractivo, lo más curioso de la Exposición para los que tenemos instintos artísticos, será la calle del Cairo. La mezcolanza de caras morenas, atezadas, amarillas, bronceadas, inspira gran interés y y despierta alguna lástima hacia estos pobres emigrados de «los países calientes,» como diría Alfonso Daudet. Hay cada espolique egipcio y cada vendedor de sorbetes moros, que merecían ser fundidos en bronce. Una señorita peruana muy inteligente, que escribe con gran donaire en el Fígaro y en el Gil Blas bajo el seudónimo de Arsène Aruss, tuvo la espontaneidad de decir en español, viendo á uno de estos morazos cetrinos:

—¡Qué lindos ojos que tiene!

A lo cual respondió el infiel:

—Están á su disposición.

La peruana se rió cuanto puedo comprenderse, y el moro quedó tan satisfecho de la alabanza, que cuando pasamos por delante de su cafetín ó tiendecilla, salió á saludarnos cortésmente, empeñado en que tomásemos un refresco de piña ó de rosa.

Es de notar que todos los oriéntales, asiáticos y africanos de la Exposición entienden y hablan el castellano con más ó menos soltura. Los chinos que en la sección del Celeste Imperio venden té, monigotes, platos de porcelana, cucharas de lo mismo, teteras y acuarelas sobre papel de arroz, chapurrean nuestro idioma, los annamitas lo pían algo, y los semitas se expresan con notable pureza gramatical, y las nobles formulas de cortesía castellana adquieren en sus labios mayor realce. Son ceremoniosos, simpáticos, graves, insinuantes para vender, y ofrecen una raja de piña por diez: céntimos, lo mismo que ofrecerían á una sultana un ramo de flores. Un morillo de éstos hasta me dió tratamiento de merced: parecíame estar viendo un personaje de la novela de Cervantes, El Cautivo.

* * *

Los revisionistas están haciendo de las suyas, El Parlamento francés se encuentra convertido en un reñidero de gallos. Cada día nuevos escándalos, mayores alborotos, incidentes más comprometidos y feos: cada día mayor desprestigio para el sistema parlamentario, harapo de la toga tribunicia que han arrastrado por el lodo todas las ambiciones y todas las concupiscencias. Ni es Francia la única que así pisotea la defectuosa é inaguantable institución en que se basan las modernas libertades.

Igual vergonzoso cuadro se exhibe en el hemiciclo de las Cortes españolas. Gritos feroces, soeces dicterios, palabrotas de esas que manchan la boca que las pronuncia, injurias horribles, que sólo se podrían lavar con sangro, acciones impúdicas, amenazas brutales... todo se agotó días atrás contra la persona del Presidente, á quien no defiendo (líbreme Dios), pero á quien bien pudieran respetar los diputados, siquiera por el resto de prestigio que les conviene conservar para el cargo que desempeñan. ¡Triste farsa la del parlamentarismo! ¡Cómo y cuánto se reirán de ella nuestros nietos!

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