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Mi primer sorpresa al salir del hotel, después de ese tocado afanoso y rápido propio de la mañana del desembarque, cuando hierve la sangre en impaciencia y en alborozo, fué notar el aspecto mas que nunca coquetón, limpio, refulgente, de las tiendas y de las calles, ya extraordinariamente animadas é hirviendo en una multitud cosmopolita. Siempre he tenido á París en concepto de la ciudad más pulcra del orbe, sin exceptuar á Florencia; en París se lavan diariamente las fachadas de las casas y las maderas de las ventanas, se enceran los pisos, se barren primorosamente las calles, se exige á los dependientes de tienda, sirvientes y hasta obreros un aseo personal de que prescinde mucha gente rica española; pero actualmente, con motivo de la Exposición, París ha echado el resto: no se ve una mota de polvo; la pintura despide el fresco brillo del barniz; los bronces relucen; los cristales se clarean, diáfanos como el aire mismo; los escaparates son un canastillo de flores, y hasta las flores, en que parece no cabe aliño, escogidas por manos hábiles, agrupadas artísticamente, ceñidas con lazos de cinta pomposa, levemente salpicadas de gotitas de agua, tiene la nitidez virginal de flores de cerámica. Un haz de muguet lirio del valle ó con valaria (que todos estos nombres recibe tan encantadora flor), me entretuvo un rato, dudando si sería natural ó de porcelana de Sajonia.

Los amigos franceses á quienes he saludado en este primer día de París, están—salta á los ojos—enajenados de júbilo y orgullo por la solemnidad de mañana. «La Exposición vence, la Exposición resulta,» afirman hasta los monárquicos. «Comprendemos que la fecha de apertura ha sido un desacierto; nos explicamos la actitud de las potencias; y sin embargo, nos embarga justa satisfacción, porque el extranjero, que pudo vencernos en el terreno de la fuerza, no logrará nunca arrebatarnos las cualidades en que nuestra verdadera superioridad se funda: el ingenio, la habilidad, el dón de gentes, la facultad de atraer, cuando nos place, á Europa entera,» Hay parisienses que se desahogan burlándose de la apertura de otra Exposición flamante: la Exposicioncilla berlinesa de aparatos de salvamento, inaugurada por el Emperador en persona, con gran prosepopeya, y comparada por los periódicos alemanes á la parisiense. Seamos justos: yo no acostumbro inclinarme del lado de Francia; pero es un tantico desairado para los alemanes ese de abrir ahora una Exposición de poco pelo y atribuirle importancia á la apertura. No concibo competir sin aplastar.

Hoy por hoy, París no sueña sino en el éxito del Certamen, que halaga á todo francés como si de cosa propia se tratara. Los monárquicos, si al principio torcieron el gesto á una fiesta que conmemora los albores de la Revolución y la declaración dé los derechos del hombre, se esponjan al ver que el desquite nacional adquiere forma de concurse pacífico de la industria. Los panaderistas, si claman y vociferan contra la expatriación de su jefe y la causa que se le sigue, no se atreven tampoco á desafinar en el concierto; y el resto de Francia—el negociante, el artesano, el industrial, el hostelero, gente que á todas luces hará su agosto con la Exposición—encuentra, como el doctor Pangloss, que todo esta lo mejor posible del mundo en el mejor de los mundos posibles.

He notado un fenómeno curioso en estos días solemnes. En medio de los festejos consagrados á la idea republicana, que apareció en Francia ahora hace cien años, tronando por boca de Mirabeau, Desmoulins y Vergniaud ; en medio de una ruidosa glorificación de la soberanía nacional, la democracia universal y la igualdad niveladora; en medio de la nueva fiesta floralia de la diosa Razón y de la maga Industria; al punto en que los embajadores de las testas coronadas cierran la maleta y huyen, por no sancionar con su presencia el recuerdo del período revolucionario... os cuando involuntariamente, sin que ellos mismos lo noten, los franceses rinden tributo á la idea monárquica, que llevan infiltrada en la masa de la sangre los pueblos más ó menos propiamente llamados latinos. Ello es indudable: la Monarquía, casi anulada políticamente por el sistema constitucional, es una forma de Gobierno insustituible desde el punto de vista decorativo y externo; la piden los sentidos. El año pasado, en la Exposición de Barcelona, me lo hizo notar cierto amigo mío, por señas acérrimo republicano. «¿Ha visto usted—me decía—cosa más ornamental ni que más juego dé que un Monarca? Aquí lo que la gente manifiesta mayor afán de ver, es la Reina, el Rey chiquitín y las Infantas. ¿A qué hora comenzará tal función, tal diversión? Cuando llegue la Reina. ¿Para quién es aquel palco engalanado, florido, con colgaduras de terciopelo? Para la Reina. ¿Qué se prepara en el Círculo tal ó cual? El lunch que ha de servirse á la Reina. El centro de todo, el complemento, el pretexto de todo... la Reina. Mientras no se presenta ella y se oye la marcha real, los espectadores no están á gusto; no se atreven ni á solazarse. ¿Cree usted que es porque seamos rabiosamente entusiastas de esa señora? ¡Quiá! La apreciamos, es cierto, y la acogemos con respeto y simpatía, pero no deliramos de monarquismo, bien lo sabe Dios; y no obstante, si faltase ese rematito, esa especie de garzota ó plumero de la Exposición—las personas reales y la corte—la fiesta sería una fiesta acéfala; perdería la mitad de su interés.»

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