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Mucho he recordado talos aseveraciones en las solemnidades de estos días, reparando cómo Francia, á defecto de Reyes, á falta del gallardo y joven Emperador germánico y de la sana y simpática Emperatriz, ha tratado de forjar un simulacro de monarquía, encarnándolo en la persona del matrimonio Carnot. Porque uno de los rasgos más salientes del carácter decorativo de la Monarquía en esta clase de fiestas, consiste en la presencia de la mujer, y, si es posible, de la familia. El Presidente de República es casi una abstracción: no despierta entusiasmo, porque en él no vemos sino la forma viviente de la ley, la ley literal, árida é inflexible.

El Rey, para conquistar nuestras simpatías—siquiera irreflexivas y momentáneas—va escudado por el santuario de los afectos, por el símbolo de la gracia y del amor: la esposa y los hijitos. Si la Reina no logra captarse la voluntad del pueblo, ¡ay del Rey! Al triste Luis XVI le perdió la odiosidad contra la austríaca, y un punto de vanidad femenil, la célebre causa del collar, no ayudó poco al desprestigio de la Monarquía y al ascenso de la marea revolucionaria. Por donde se ve que la exhibición de la familia en los países monárquicos es un arma de doble filo, que así como puede conciliar los corazones, puede encender en ellos fuego de desprecio y de odio. Pero generalmente; al pasar la carroza donde sonríen unas tiernas criaturitas, el pueblo—que tiene un fondo de bondad inagotable—se enternece y aclama, sin sospechar cuánto revela de generosos sentimientos el acto de aclamar una institución porque la representa un angelote blanco y colorado, y porque al vitorearla se vitorea al Sancta Sanctorum del corazón humano...la dulce familia.

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