Carta V Paris necesita rey.—triunfo del pueblo

París, Mayo 7.

Después de haber dormido de un tirón catorce horas y consagrado pocas menos al tocador y al descanse, empiezo á reponerme de la fatiga física y moral que la apertura de la Exposición causaría, no á mí, pero á la persona de más resistencia. No he querido perder ripio de la fiesta oficial, de las iluminaciones, del incomparable espectáculo ofrecido, no solamente á una vasta capital, pero al mundo entero; empeñéme en agotar las distracciones del 5 y 6 de Mayo, y hé aquí por qué el 7 estoy—ó estaba, pues ya me siento algo mejor—molida como cibera.

Para empezar por el principio, digo que llegué á París en la madrugada del 4, en un tren atestado de gente; imagino que la llevaba hasta dentro de los furgones. En Francia, por lo regular, los viajeros de primera clase disfrutan de bastante desahogo, pues el francés, más tacaño que el español, suele contentarse con billete de segunda; pero de esta vez, primera, segunda, tercera, y repito que hasta los vagones de mercancías, iban rellenándose, mientras en cada estación algo importante nos agregaban coches y más coches. Nuestro tren se asemejaba á inmensa serpiente boa que poco á poco se desenroscase y creciese. «Fortuna—pensaba yo—que estamos en tierra francesa. Allá en mi querida é incorregible patria, esto se habría convertido ya en tren botijo ¡y en lugar de los ocho asientos de cada departamento, iríamos aquí trece ó catorce personas hacinadas, molestándonos, y por consiguiente aborreciéndonos de todo corazón.»

En los buffets de las estaciones ya se dejaba sentir la carestía de los momentos críticos. El café completo que solía costar, á lo sumo, franco y medio, lo pagamos casi doble. ¿Qué tendrá que ver—discurría yo—la Exposición de París con la leche de las vacas de Tours? Problemas de crematística.

Al avistar desde la ventanilla del vagón el hormiguero de los faroles de París, próximos ya á palidecer á los primeros destellos de la claridad matutina, busqué instintivamente—y bien segura de la inutilidad de mi búsqueda—los rayos que despiden los proyectores del faro Eiffel, radiante pupila de luz abierta sobre la gran Lutecia. Pero el cíclope dormía aún: y sólo velaba la nebulosa del alumbrado, titilando como cansada de su larga vigilia.

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