Carta IV Un bizantino moderno

Burdeos 4 de Mayo.

Aquí en Burdeos ¡claro está! no se piensa ni se vivo más que para la Exposición. De España, por ahora, es contada la gente que se ha decidido á emprender la jornada; todo el mundo lo deja, ó para los meses de riguroso verano, en que los viajes se imponen, y en que á la «vuelta» por la Exposición se asocia la excursioncita balnearia, ó para el otoño, época en que bien puede asegurarse que se encontrará París inundado de extranjeros, de los más ilustres. Pero si en España reina aún desanimación, y el convencimiento de que las Exposiciones no están nunca completas ni visibles hasta dos meses después de su inauguración oficial, en Francia los trenes van atestados de viajeros, los hoteles rebosan gente, y hasta en el mercado de caldos se notan los efectos de la apertura.

Por lo mismo que las potencias extranjeras acentúan el retraimiento, llegando al extremo de no consentir que asistan ni sus plenipotenciarios á la ceremonia oficial de la inauguración, los franceses hacen punto de honra nacional el éxito, «Sólo nosotros—dicen—somos capaces en Europa de intentar semejante empresa sin estrellarnos. Vea usted lo que resultaron las Exposiciones de Inglaterra, Alemania, Italia y Austria. Esos países, créalo usted, no están en condiciones de recibir huéspedes. Francia ha celebrado, en treinta y tres años, cuatro Exposiciones, y ya está tan avezada y ducha, que á cada una nueva que intente le saldrá mejor. Luego, Francia tiene ideas geniales, como sólo ella puede tenerlas. ¿A que no se le ocurre á otro país la torre Eiffel? ¿Qué símbolo más adecuado del infinito anhelo del Progreso que esa catedral gótica del pensamiento contemporáneo, majestuosa aguja que asciende hacia la región de las nubes sin romper la ideal armonía de sus líneas de hierro?»

Decíame todo esto, con el énfasis propio del idioma francés, mi amigo el hispanófilo, que, aunque legitimista como buen bordelés, es muy patriota, y está que no cabe en su pellejo con la Exposición; y me hablaba así á tiempo que su criada, con aire atónito y algo receloso, dejaba sobre la mesa donde comíamos una fuente llena... ¿de qué? de garbanzos.

Se deshacía la pobre sirviente en explicaciones y excusas. «Estos diablos de pois chiches pensé que nunca los vería cocidos. Yo no se las aguas que les he mudado, ni el tiempo que llevan de hervir; y así y todo están como piedras. No comprendo qué gusto le sacan los españoles à ce vilain légume.» Y yo me reía á socapa pensando en que mi amigo me daba como obsequio el plato nacional español. «¡Pues si precisamente—advertí—vengo de comerme media fanega de garbanzos madrileños, y estoy deseosa de cocinas exóticas! ¿Por qué no me ha dado usted bouillabaisse esa célebre bouillabaisse que aquí debe de guisarse punto menos delicadamente que en Provenza? Yo tengo el paladar cosmopolita y curioso.»

Cuando hubimos agotado la conversación, de la Exposición y de los problemas políticos que entraña, casi á un tiempo mismo, y como impulsados por ese oculto resorte que dirige nuestro pensamiento hacia el centro de nuestras aficiones, pronunciamos: «¿Y Barbey d’Aurevilly?

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