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He citado este fragmento del precioso libro de Pepe Ixart, El año pasado (que me traje como viático durante el camino), porque él condensa perfectamente los recuerdos de la Exposición de Barcelona, que hoy acuden á mi memoria en tropel. Es muy cierto: sólo Barcelona pudo en España realizar esfuerzo tan colosal, poniéndose con él á la altura de las primeras naciones europeas: y ese mar de puerto italiano de que habla Pepe Ixart, ese mar arrullador, mar de sirenas, ha prestado á la Exposición universal española un realce de magnificencia que tiene que faltar en la francesa, por muy superior que en otros terrenos se presente.

¿Quién puede olvidar aquella grandiosa solemnidad de las escuadras extranjeras, que fué como la apoteosis del certamen aquellos soberbios navíos de todas las naciones civilizadas, envueltos, como los santos en rompimientos de gloria, en la aureola de humo de sus estruendosos cañonazos, empavesados y adornados como novia el día de sus desposorios, con millares de gallardetes y flámulas, con la tripulación posada en las vergas, á modo de bandada de aves de fantástico plumaje? El azul espléndido del firmamento, reflejado en la superficie del mar, que brillaba como empavonada placa metálica; el regocijo de la engalanada multitud que cubría la extensa línea de los muelles y se tendía y desparramaba hasta trepar por la majestuosa falda del Monjuich; el sublime tronar del cañón, ruido cuya fuerza estética sólo comprenden los que le oyeron retumbar en días de batalla ó en horas solemnes para un pueblo; los hurras con que la marinería saludaba el pase de la Reina... todo formaba un conjunto tan grandioso y de tan teatral pompa, que la Exposición francesa, con su inmensa balumba de construcciones, pabellones y palacios; con haber renovado la leyenda oriental de la torre de Babel, no ofrecerá espectáculo semejante. El fué á un tiempo mismo coronación de Barcelona como emperatriz de la cultura moderna en España, y tributo de cordialidad y simpatía ofrecido á nuestra patria por las naciones extranjeras. El sonoro estampido de los cañones italianos, rusos, austriacos, alemanes, parecía decir á España: «Ya ha pasado para ti la época de las luchas fratricidas, del motín diario y de la convulsión estéril y perpetua. Entras en la vía del trabajo y de la sana actividad. Animo, España; acuérdate de lo que fuiste, y prepárate á redorar los castillos, los leones y las barras de tu viejo escudo.» Yo lo confieso: en aquellos instantes (á pesar de mi invencible afición á las cosas del pasado, á la España clásica, con todo su atraso y toda su herrumbre de fiereza é ignorancia) sentí una alegría misteriosa. Nada escribí sobre el certamen español, porque, lo repito, iba como dilettante, como viajera perezosa, á gozar un mes de libertad y de recreo estético y ensoñador; pero hoy, que ya faltan pocas horas para la apertura de la Exposición francesa, séame lícito consagrar un memento á Barcelona y ufanarme con esta gloria de la patria, no suficientemente ensalzada, á mi ver, si se considera bien lo que significa.

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