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—¡Ah! exclamó mi amigo. Entre el ruido atronador de la Exposición, la noticia de la muerte de uno de los primeros escritores de este siglo pasará casi inadvertida. Barbey ya lo sabe usted, tenía devotos, y hasta fanáticos, pero no había conseguido la popularidad resonante de Víctor Hugo, cuyo nombre fué como el lábaro de una generación entera, y cuyas otras adquirieron carácter universal. Y, sin embargo, Barbey es infinitamente más moderno, más actual que Hugo, quien después de todo, á partir del año 60 ó cosa así, ya no representa, sino una formula caduca, usada, falsa: el romanticismo. Pero ahora caigo; usted será enemiga mortal, acérrima, del extraordinario Barbey. Porque no le perdonará usted un libro entero que publicó contra las escritoras, sin exceptuar ni á las más ilustres; un libro escrito con ácido nítrico, con quina, con bilis, con vitriolo y con todos los líquidos corrosivos de la farmacopea literaria.

—Está usted equivocado, respondí. ¡Pues si precisamente yo soy gran admiradora de Barbey y conozco ese libro de los Bas bleus al dedillo! Es más: he sido presentada á Barbey hará cuatro años, y empece por decirle: «Mire usted que soy un bas bleu como otro cualquiera; se lo advierto para que no me reciba con una benevolencia que ha negado á mis ilustres predecesores.—Señora (respondióme el extraordinario viejo), usted es católica; me han hablado de cierto libro de usted sobre San Francisco de Asís, en que hay cosas dignas de Santa Teresa y de la Eymerich, las dos mujeres para mí más divinas escribiendo; sea usted bienvenida á mi modesta casa.»

—Reconozco á Barbey, afirmó mí amigo. Es muy suyo ese modo de expresarse. Sólo han encontrado gracia ante sus ojos las escritoras de cierto carácter místico: era una de sus inveteradas manías intelectuales. Pero aunque usted haya tenido, merced á su San Francisco, la suerte de caerle bien, ¿no encuentra usted que estuvo injusto con Jorge Sand?

—Injustísimo. Digo más: estuvo indelicado, absurdo y feroz. Jorge Sand merecía todo su respeto y admiración en cuanto escritor; y en cuanto mujer, eran sus defectos de aquellos que ningún hombre que se estima y que no peca de fariseo, traslada jamás al papel que ha de imprimirse; ni, en suma, puedo aprobarse jamás que se abuse de la vida íntima y privada para dar pasto á la sátira literaria. Por ese camino torcido y escabroso, más todo le queda en los pies y en la ropa al insultador que al insultado. No somos jueces de la conducta ajena, y el mencionarla, siquiera sea de refilón, cuando lo que se discute es el mérito artístico, es, ó mezquindad de miras, ó aborrecible tartufismo.

—¡Pues apenas se alborotaría Barbey, que la daba de tan caballero antiguo y hombre de las épocas feudales, si le oyese á usted emitir opinión tan severa sobre su proceder con Jorge Sand!

—¡Qué quiere usted, amigo mío! No siempre somos lo que nos proponemos ser, y el poder llamarse caballero no consiste en sentarse en un sitial blasonado con «dos barbos de plata sobre fondo azur.»

—Veo, dijo mi francés con desaliento y cierta pena, que no les dirá usted cosas nada benévolas á sus lectores acerca de nuestro escritor decadentista.

—Sí que les diré, repliqué con viveza. Yo soy más equitativa que el ilustre muerto, aunque este haya sido para mí hiperbólico; y no confundo las censuras del orden puramente moral con otras que, en mi entender, son las únicas que pueden dirigirse á un escritor en concepto de tal: las que se relacionan con deficiencia de aptitudes. Barbey tenía un inmenso talento; mucha gracia, hasta cuando desbarraba; era un maestro novelista, un estilista prodigioso; ha inspirado una dirección nueva y especial de las letras contemporáneas: tiene más discípulos (y mejores) que Zola y que Daudet: ya ve usted si son motivos para que yo le consagre á Barbey extensa y honorífica mención.»

En cumplimiento de mi promesa, diré que Barbey ha puesto de moda un género suyo, propiamente suyo, que Zola llama el catolicismo histérico) y yo definiría el satanismo católico. En efecto; sí á alguna herejía se inclinase Barbey—bretón creyente y aun supersticioso—sería al maniqueísmo; un concepto del mundo y de la vida que, lejos de considerar al mal como elemento negativo, le concede realidad absoluta y una intervención continuada en los sucesos del mundo y en el corazón del hombre; una religión, en suma, que adora á los númenes, el Diablo-Dios. Esta extravagante manera de pensar abre un abismo entre la filosofía de Barbey d’Aurevilly y el materialismo determinista de Zola, y constituye la verdadera originalidad de Barbey, quien ha formado escuela. Sus huellas las siguieron todos los decadentistas, ó deliquescentes que se reunen en la famosa cervecería del Gato Negro; discípulo de Barbey es el gran poeta Verlaine, y discípulo y admirador furioso, el notabilísimo Péladan, autor de La decadencia latina.

Los libros de crítica de Barbey apasionados, virulentos, sañudos, sin valor como documento y sin gran fondo de doctrina estética, son poco leídos, y lo serán menos cada día; pero al recontar el activo de la verdadera gloria literaria desde la segunda mitad del siglo, desde Balzac—que es indiscutiblemente la novela,—entre las novelas privilegiadas, dignas de pasar á la edad futura y permanecer como texto y modelo siempre vivo, siempre interesante, se incluirán dos ó tres de Barbey d’Aurevilly.

En este maestro el estilo tiene algo de la elegancia rebuscada con que cincelaron los artistas florentinos sus bronces inmortales. No peca de exuberancia colorista, al modo de Zola; no posee la sensibilidad y la gracia tierna y femenil de Alfonso Daudet: pero en cambio revela una vibración nerviosa, un brillo que á veces deslumbra como relámpago que despidiese acerado puñal, cuya empuñadura incrustan rubíes, corales y esmeraldas. Algunos cuentos cortos de Barbey, incluídos en Las diabólicas, son joyas, obras maestras, la perfección misma del género. Pongo por ejemplo La cortina roja, que produce una impresión tan honda y trágica, que es difícil olvidarla nunca. ¿Pues qué diré de la novela titulada El caballero des Touches? La maestría de la narración no puede ir más allá que en aquellas páginas palpitantes de interés dramático y profundo, al par que sombrío y real; pues Barbey, que supera á Dumas en el arte de tener al lector pendiente del desenlace de un libro, consigue este resultado sin sacrificar la verdad, sin prescindir de la observación más profunda y certera. El sobrenaturalisimo en Barbey es comunicativo; obra sobre la imaginación con tal fuerza, que cuando refiere un milagro, una visión, un caso extraño, como el de la heroína del Prêtre marié, no sonríe el lector: mal de su grado, tiembla.

Barbey, en costumbres y en carácter, era tan raro y original como escribiendo. Su aspecto y modo de presentarse concordaban perfectamente con el género de sus obras. Es de advertir que ha muerto muy anciano, y que casi frisaba en los ochenta cuando tuve ocasión de conocerlo. Pues bien; á esta edad venerable, de chocheces, alifafes y catarros, Barbey conservaba el tipo, los gustos y las pretensiones de un dandy de la época de Brummel; es más, aspiraba á asumir en nuestra edad—cada vez menos propicia á los dandies—la representación de esta extinguida clase, y ser el último dandy.

Alardeaba de galante: al revés que Víctor Hugo—el cual había adoptado la actitud de un Anciano de los tiempos,—hacíale poquísima gracia que se le tratase de abuelo y de patriarca: llevaba el bigote reteñido, el pelo ídem y en trova como en los albores del romanticismo, el pantalón de jareta y franja á guisa de lechuguino el el año 1830, la chorrera de encaje, la corbata atada al descuido, el guante claro y á veces el junquillito de pomo de oro. Sus aficiones católico-monárquicas se revolaban hasta en el barrio que eligiera para residir: el de San Germán, cuyas duquesas elegantes y altivas había descrito con rasgos imborrables en sus novelas y cuentos. Allí vivía solitario, animoso, gozando de perfecta salud y con sus facultades intelectuales incólumes hasta la última hora; trabajando como un benedictino y sin soltar la pluma, que mojaba por turno en tres tinteros, donde había tinta roja en uno, azul en otro, en otro negra, ¡Curioso simbolismo de aquel estilo, ya lúgubre y trágico, ya aristocrático y desdeñoso, ya erótico hasta el delirio!

Si Barbey resucitara, no diría que este has bleu intenta vengar en su persona agravios colectivos. ¡Paz á la memoria del escritor excelso, y un recuerdo al viejecito singular, cuyos libros tienen la misma vitalidad que su autor poseía!...

Mañana saldré de Burdeos hacia París, á fin de presenciar la ceremonia de la apertura. Sólo de oir nombrar tanta galería de hierro, tanta maquinaria, tanta electricidad, tanto ascensor vertical y oblicuo, tanta, palanca y tanto endiablado invento como ostenta el Campo de Marte, parece que me entra jaqueca. ¿Qué será cuando los vea funcionar? Me refugiare en los jardines, en los cuadros, en las estatuas, en el eterno asilo de las almas ensoñadoras: la Naturaleza y el Arte. No quiero morir aplastada por el coloso de hierro de la Industria,

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