IV

Noto en Suiza lo contrario que en Granada. A Granada pude yo hacerla para mí. Suiza está hecha: tan hecha, que nada nuevo íntimo descubro en ella. La sedación de Suiza, su frígida pureza de horizontes, me hacen, eso sí, un bien muy grande. Comprendo que aquí se busque reposo después de una caída de las de quebrantahuesos. Reposo activo; no la disolvente languidez de la Alhambra.

Como Agustín me escribe que todavía le detendrán una quincena los quehaceres y que en Ginebra nos reuniremos, dedico este tiempo a ciudades y lagos. De los Alpes, visito todo lo que no obliga a alardes de alpinismo. ¡Soy de la meseta castellana! Subo, por dentro, a las montañas inaccesibles; con los pies, no. He visitado Friburgo y Berna, encontrando superiores los hoteles a las ciudades; Lucerna y Zurich, y, por Schaaffhausen, me he dirigido al lago de Constanza, punto menos infestado de turistas ingleses que el resto de Suiza. El Rin, que forma estos dos lagos entre los cuales Constanza remeda el broche de una clámide, es al menos un río cuya imagen he visto en mis deseos, un río de leyenda. Constanza es poco más que un pueblecillo; sin embargo, los hoteles no ceden a los de ninguna parte. Suiza ha llegado, en punto a hoteles, a lo perfecto. Y es una sensación de calma y de goce físico, reparadora, la que me causa, después del enervamiento del tren, esta vida solitaria y magnífica, con Maggie que no me da tiempo a formular un deseo, y pasándome el día entero al aire libre, el aire virgen, purificado por las nieves eternas, en un balcón o veranda sobre el lago, que enraman las rosas trepadoras y los cabrifollos gráciles. A mi lado, sentada perezosamente, una inglesita lee una novela; de vez en cuando sus ojos flor de lino buscan, ansiosos, los ojos de un inglesón de terra cotta, que sin ocuparse de su compañera, se mece al amparo de la sábana de un periódico enorme. Pobre criatura, ¿sabrás lo que anhelas? ¡Qué fuerza tendrá el engaño para que tu cabecita de arcángel prerrafaelista, nimbada de oro fluido, se vuelva con tal insistencia hacia ese pedazo de rubicunda carne, amasada con lonchas de buey crudo, e inflamada con mostaza desolladora y picores de rabiosa especiería!

De Constanza, me agrada también el que sus recuerdos no me producen lirismo… Aquí no flotan más sombras que las de herejes recalcitrantes asados en hogueras, y emperadores, condes y barones a quienes hubo que embargar sus riquezas porque no pagaban el hospedaje a los burgueses de la ciudad. Bien se echa de ver que los suizos están convencidos, al través de las edades, de dos cosas: que hay que ser independiente y cobrar a toca teja las cuentas del hotel.

El Rin me atrae; de buen grado pasaría la frontera y recorrería Baviera y el Tirol, aunque me sospecho que pudieran parecerse exactamente a Suiza; los mismos glaciares, los mismos precipicios, y esas montañas donde los que logran alcanzar la cúspide, echan sangre por los oídos. No realizo la excursión, porque experimento cierta inquietud de volver a ver a Agustín; me agrada la perspectiva de su presencia. Ninguna turbación, ninguna emoción desnaturaliza este deseo sencillo, amistoso.

Una postal me avisa, y retorno por el lago de Como a Ginebra, donde al venir no he querido detenerme. Me instalo, no en el mejor hotel, sino en el que domina mejor vista sobre el lago azul. No es una frase: en el lago Leman, las aguas del Ródano, al remansarse, sedimentan su limo y adquieren una limpidez y un color como de zafiro muy claro. Hay quien cree que no basta esta explicación, y que algún mineral o alguna tierra de especial composición se ha disuelto en ellas, para que así semejen jirón de cielo.

Me acuerdo de aquellas aguas de Granada, seculares, donde el pasado hace rodar sus voluptuosas lágrimas… y me parece que este lago es como mi alma, donde el limo se ha sedimentado y sólo queda la pureza del reposo.

No me canso de mirarle y de comprenderle. Forma una media luna, y en uno de sus cuernos se engarza Ginebra, como un diamante al extremo de una joya. Ningún lago suizo, ni el de Constanza, donde desagua el Rin, le vence en magnitud. Con razón le califican de océano en miniatura. El barquero que me pasea por él en un botecito repintado de blanco, graciosa cascarita de nuez, me informa, con sinceridad helvética, de que el lago es peor que el mar: sus traiciones, más inesperadas. En días tormentosos, el nivel del Leman, súbitamente, crece dos metros; de pronto, se deshincha; media hora después, vuelve a hincharse. Y, creyendo que me asusto, añade el pobre hombre:

— Pero hoy no hay cuidado. Nosotros sabemos cuándo no hay cuidado.

Sonrío desdeñosa, porque el peligro eventual no me ha parecido nunca muy digno de tenerse en cuenta, entre los mil que acosan a la vida humana, sabiendo que, al cabo, es presa segura de la muerte. Estoy tan enterada como el barquero del singular fenómeno, que se nota sobre todo en las dos extremidades del lago, y, por consiguiente, cerca de Ginebra. Cuando venga Agustín, le contagiaré: pasearemos por este mar diminuto y felino, y haremos la excursión alrededor de él, por sus márgenes pintorescas.

Un telegrama… Llega esta tarde Almonte. Naturalmente, no le espero: él es quien, atusado y limpio ya, solicita permiso para presentárseme. Mando que le pongan cubierto en la mesa que ocupo, cerca de una ventana, por la cual entra la azulina visión del lago. Y, familiarmente, comemos juntos, como si fuésemos ya marido y mujer…

Vuelvo a probar la grata impresión de Madrid, que no tiene ninguno de los signos característicos del amor, y por lo mismo no me renueva las heridas aún mal cicatrizadas. Agustín es el amigo… Los dos tenemos planteado el problema de la vida, con magnífica curva de desarrollo; los dos necesitamos eliminar el veneno lírico, en las gimnasias y los juegos de la ambición. Él me lo dice, refiriéndome añejas historias de amarguras y desencantos, que se parecen a la mía…

— Todas las aventuras llamadas amorosas son muy semejantes, Lina. Uno de los espejismos de esa calentura es suponer que hay en ella un fondo variado de psicología. No hay más que la sencillez del instinto, del cual dimana.

La comida es plácida, llena de encanto. Averiguamos nuestras predilecciones, nos comunicamos secretos de paladar. Agustín apenas bebe un par de copas de burdeos; yo una de Rin, con el pescado, una de Champagne, muy frío, con el asado. Nos gustan a los dos los exquisitos peces de agua dulce, que en Constanza eran mejores, porque estábamos al pie del Rin, y truchas y salmones y anguilas tenían especial sabor. Todo esto reviste suma importancia: Agustín cree que, en las horas de descanso apacible, se debe refinar, disfrutar de las delicias de tanto bueno como hay en el mundo.

— Sí, Lina, ese es el sistema… Cuando se lucha, se acomete y se resiste sin importársenos de los golpes, del dolor, del riesgo. Pero cuando nos rehacemos con un paréntesis de bienestar y de olvido, entonces ¡venga todo el epicureísmo y el sibaritismo! ¡Tenemos en las manos una dulce fruta: a no perder gota de su zumo!

Desde el primer momento establecemos y definimos nuestra situación. El mundo es una cosa, nosotros otra. Somos dos aliados, dos fuerzas que han de completarse. Da por supuesto que la dirección la imprime él. Y me asombro de encontrarme tan propicia a una sumisión, de aceptar una jefatura, y de aceptarla contenta. Me someto a este hombre a quien no amo; me someto a él porque puede y sabe más de la ciencia profana que eleva a sus maestros. Analizado y destruido mi antiguo ideal, él me promete una vida colmada de altivas satisfacciones; una vida «inimitable», como llamaron a la suya Marco Antonio y la hija de los Lagidas, al unirse para dominar al mundo.

Y me induce también a admitirle por guía la presciencia o el tacto que revela al echar a un lado la cuestión amorosa, las flaquezas del sexo. El penoso encogimiento de la vergüenza me lo ha suprimido así. Me ha comprendido, ha penetrado en mi abismo. Como no es fatuo, admite la hipótesis de no causarme cierto orden de impresiones. Y, como tiene la viril paciencia de los ambiciosos, aguarda. Y, como se propone algo más que el vulgarísimo episodio de unos sentidos en conmoción, me respeta, y nos entendemos en la infinidad de terrenos en que el hombre y la mujer pueden entenderse, cuando han acertado a pisotear la cabeza de la sierpe, antes que destile en el corazón su ponzoña.

Se regulan las horas, se hace programa de la estancia en el oasis. Nos vemos incesantemente. No sólo comemos y almorzamos juntos, sino que en la veranda tomamos a la vez el mismo poético desayuno, el té rubio con la aromosa y blonda miel, que aquí, como en Zurich, se sirve en frasquitos de una limpieza seductora. Venden esta miel las aldeanas en Zurich, llevando en uno de los capachos del borriquillo las flores montesinas de donde la liban las abejas. La idea de una loma florida, de un cuadro idílico, va unida a este té tan gustoso. Un día, riendo, Agustín me hace observar que, al cabo, nos unimos para el cultivo de la sensación; sólo que es una sensación gastronómica.

— Esas no abochornan — respondo. Y él aprueba. ¡Ha aprobado!

Largas horas pasamos contemplando el panorama, las ingentes montañas sobrepuestas, queriendo cada una acercarse más al firmamento; y, coronándolo todo, el Mont Blanc, el coloso, que sugiere pensamientos atrevidos, deseos de escalarlo… Nos confesamos, sin embargo, que no tenemos vocación de alpinistas, ni hemos pensado parodiar a Tartarín.

— El frío… El cansancio… Las grietas, los aludes, el hielo en que se resbala. A otro perro con ese hueso — declara él-. No crea usted, Lina, que tengo un pelo de cobarde; pero, como sé que en mi carrera no faltan peligros, y que si se les teme no se llega adonde se debe llegar, yo evito los otros, los peligros del lujo.

— El peligro tiene su sabor…

— ¡Ah, lírica, lírica! ¿Es que ha soñado usted que yo le traiga un edelweiss cogido por mí al borde de un precipicio espantoso? Vamos, no está usted enteramente curada aún. Deje usted eso para los ingleses, gente sin imaginación ninguna. Nosotros, cuando subimos, es más arriba de las montañas; es a cimas de otro género. Esto no nos sirve sino de telón de fondo. Y los ingleses suben, y suben, ¿y qué encuentran? Lo mismo que dejaron abajo. Es decir, peor. Nieve y riscos inaccesibles. Ahí tiene usted. El que trepa, debe trepar para llegar a algo. Si no, es un tonto.

Nos reímos. Los ingleses son nuestros bufones. A toda hora nos ofrecen alguna particularidad ultra-cómica. Sus mujeres son sencillamente caricaturas enérgicas, a menos que sean ángeles vaporosos. Convenimos en la fuerza física de la raza. En cuanto a su mentalidad, no estamos muy persuadidos de que llegue a la mediana mentalidad ibérica.

— Me atrae su aseo — declaro-. No debe de oler una multitud inglesa como una multitud de otros países. El vaho humano, en esa nación…

— Eso creía yo mientras no pasé una temporadita en Londres, y, sobre todo, mientras no visité Escocia. El olor de la gente en Escocia es punzador. Conviene que salgamos de casa para aprender lo que debemos imitar y lo que debemos recordar, a fin de no ser demasiado pesimistas. Lina, a mí se me ha puesto en la cabeza que he de dejar huella profunda en la historia de España. Que la hemos de dejar; porque desde que la conozco a usted, con usted cuento. En nuestro país se están preparando sucesos muy graves. ¿Cuáles? Por ahora… Pero que se preparan, sólo un ciego lo dudaría. ¡El que acierte a tomar la dirección de esos sucesos cuando se produzcan, llegará al límite del poder; no es fácil calcular a dónde llegará! Yo aguardo mi hora, no esperando que me despierte la fortuna, sino en vela, con los riñones ceñidos, como los caudillos israelitas. La soledad completa me restaría fuerza, y una compañera sin altura, ininteligente, me serviría de rémora. ¿Si usted… ?

— La cosa es para pensada, Agustín… Para muy meditada.

— No, no es para meditada, porque yo no pido amor. Lo que solicito es una amiga, a la cual interese mi empresa. Ya sabe usted que a su tío, don Juan Clímaco, le dejo muy abozalado. No ladrará, ni aun gruñirá. Él sabe que conmigo no puede permitirse ciertas bromas. ¡Ah! No crea usted; la red estaba bien tejida. Entre las mallas se hubiese usted quedado. El hombre armó su trampa con habilidad de gitano en feria. Compró testimonios que comprometían gravemente a don Genaro Farnesio; hubiese ido… ¡quién sabe!, a presidio. Se me figura que a él y a usted les he salvado. ¿Merezco alguna gratitud?

— Mucha y muy grande — contesto, tendiéndole la mano, que estrecha y sacude, sin zalamerías ni insinuaciones-. Sólo que… es delicado decirlo, Agustín…

— No lo diga… Si ya lo sé. Y lo acepto. Estoy seguro de que usted cambiará.

— ¿Y si no cambio?

— Ni un ápice menos de respeto ni de amistosa cordialidad. Creo que el trato es leal. Lo único que pido, es que la prohibición a que suscribo para mí, no se derogue en beneficio de otro. Si para alguien ha de ser usted más que amiga…

— ¡Ah! ¡Eso no! Eso no lo tema usted.

— Pues no temiendo eso… Crea usted, Lina, que haremos una pareja venturosa. Demos al tiempo lo suyo. Todo pasa; somos variables en el sentir. Yo fío siempre en la inteligencia de usted, que es para mí el gran atractivo que usted reúne. Antes de conocerla, su fortuna me pareció una base necesaria para mis aspiraciones — no se quejará usted de que no soy franco- pero ahora, se me figura que hasta sin fortuna desearía su compañía y su auxilio moral. Para un hombre político, es un peligro la soltería. Existe en su porvenir un punto obscuro; lo más probable es que halle una mujer que o le disminuya o le ponga en berlina.

— Es cierto, y, ya que usted ha sido tan sincero, le digo que tampoco conviene a un político una mujer pobre. Yo encuentro que la cuestión de la honradez de un hombre político es algo pueril; el menor error, en materia de gobierno, importa doble y perjudica doble al país que una defraudación. Sólo que es arsenal para los enemigos, y piedra de escándalo para los incautos. Por eso un político debe estar más alto, poseer millones legítimamente suyos. Eso le exime de la sospecha.

— ¡Palabras de oro! — bromea él-, y no sé de dónde ha sacado usted tal experiencia… Hubo en la historia de España un hombre que fue, en un momento dado, árbitro, como rey. Pero tenía mujer; y ella, por la tarde, vendía los cargos y honores que al día siguiente él concedería. Y el lodo le llegaba a la barba; y su poder duró poco y cayó entre escarnio. Nuestra fuerza, nos la dan las mujeres. Si no me auxilia usted por amor, hágalo por compañerismo. Subamos de la mano…

Creo que este diálogo lo pasamos una noche, en que el lago reflejaba una luna enorme, encendida todavía por los besos del poniente. Estábamos en la veranda, muy cerca el uno del otro, y los camareros, cuando pasaban llamados por algún viajero que pedía whisky and soda, cerveza o aperitivos, apresuraban el andar, por no ser molestos a los enamorados españoles. Y, sin embargo, en el momento sugestivo, no se aproximaban temblantes muestras manos, ni se inclinaban nuestros cuerpos el uno hacia el otro.

 

 

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