II

En la estación de Granada me aguardan los Mascareñas.

Desde una hora antes, hemos trabajado Octavia y yo en disimular las huellas de la noche en ferrocarril. Y me he tratado, a mí misma, de estúpida. ¿Por qué no haber venido en auto? Pero un auto de camino, decente, tampoco se encontraría en Madrid, de pronto.

Por fortuna he dormido, y no presento la máscara pocha del insomnio. Mi hálito no delata el trastorno del estómago revuelto. Lo impulso varias veces hacia las ventanas de la nariz, y me convenzo de su pureza. Por precaución, me enjuago con agua y elixir y mastico una pastilla de frambuesa, de las que encierra mi bombonerita de oro, cuya tapa es una amatista cabujón, orlada de chispas. En joyería, está Madrid más adelantado que en confort.

Refresco mi tez, mi peinado, mi traje. Me mudo la tira blanca del cuello. Renuevo los guantes, de Suecia flexible. Atiranto mis medias de seda, transparentes, no caladas (lo calado, para viaje, es mauvais genre). Y bien hice, porque al detenerse el tren y precipitarse el primo José María a darme la mano para bajar, su mirada va directa, no a mi cara, sino al pie que adelanto, al tobillo delicado, redondo.

El rostro, verdad es, lo llevo cubierto con un velo de tupida gasa negra, bajo el cual todavía nuba las facciones un tul blanco. Entrevista apenas, yo veo perfectamente a mis primos. José María es un moro; le falta el jaique. Estebanillo un mocetón, rubio como las candelas. La prima, igual a José María, con más años y declinando hacia lo seco y lo serio meridional, más serio y seco que lo inglés. El tío Juan Clímaco… De este habrá mucho que contar camino adelante.

Hay saludos, ceceos, ofrecimientos, cordialidades. Dos coches, a cual mejor enganchado, nos aguardan. En uno subimos las mujeres, el tío Clímaco — así le llamo desde el primer momento- y el hijo mayor. En el otro, Octavia y las maletas. Estebanillo lo guía.

La casa es un semipalacio, en una calle céntrica, antigua, grave. ¡Qué lástima! Un edificio nuevo, bien distribuido, vasto, sustitución de otro viejo «que ya no prestaba comodidad». En el actual, obra de mi tío, nada falta de lo que exigen la higiene y la vida a la moderna. Se han conservado muebles íntimos, viejos — bargueños, sillerías aparatosas, cuadros, braseros claveteados de plata- pero domina lo superpuesto, la laca blanca, el mobiliario a la inglesa. Estebanillo me lo hace observar. Angustias — a quien llaman sus hermanos Gugú, transformación infantil de un nombre feo- se siente también orgullosa de la educación recibida en un convento del Yorkshire, de que «el niño» se haya recriado en Londres, de los baños y los lavabos de porcelana que parece leche, de esa capa anglófila que reviste hoy a tanta parte de la aristocracia andaluza. Me conducen a mi cuarto, me enseñan el tocador lleno de grifos, de toda especie de aparatos metálicos para llamar, soltar agua hirviendo o fría… Me advierten que se almuerza a las doce y media. Y el lánguido, fino ceceo del primo José María, interviene:

— No cean uztez apuronez; la verdá, siempre nos sentamo a la una.

Lo agradezco. Octavia prepara el baño, deshace bultos, y a las dos horas de chapuzar y componerme algo, salgo hecha una lechuga, enfundada en tela gris ceniza, y hambrienta.

Me sientan entre el tío y el primo, que así como indiscretamente escudriñó el arranque de mi canilla, ahora registra mi nuca, mi garganta, hunde los ojos en la sombra de mi pelo fosco. Me sirve con aire de rendimiento adorador, y a la vez con suave cuchufleteo, burlándose de mi apetito. Él come poco; al terminar se levanta aprisa, pide permiso, saca accesorios muy elegantes de fumador y enciende un puro exquisito, de aroma capcioso, que mis sentidos saborean. Es la primera vez que a mi lado un hombre fuma con refinamiento, con manos pulidas, con garbo y donaire. — Carranza, al fumar, resollaba como una foca-. La onda del humo me embriaga ligeramente.

José María tiene el tipo clásico. Es moreno, de pelo liso, azulado, boca recortada a tijera, dientes piñoneros, ojos espléndidamente lucientes y sombríos, árabes legítimos, talle quebrado, ágiles gestos y calmosa actitud. Su habla lenta, sin ingenio, tiene un encanto infantil, espontáneo. No charla; me mira de cien modos.

Reposado el café, surge lo inevitable.

— ¿Tú querrá ve la Jalambra, prima?

¡Sí quiero ver la Alhambra! Pero no así; yo sola, sin que coreen mi impresión. Pecho al agua. Lo suelto.

— ¡Ah! — celebra Estebanillo-. Como las inglesas…

— Has tu gusto, niña — sentencia el tío Clímaco-. Es la cosa más sana…

También el tío Clímaco se parece a su hijo mayor; pero evidentemente la sangre de la señora que descendía de reyes moros, ha corregido las degeneraciones de la de Mascareñas, en este ejemplar muy patentes. Mientras el perfil de José María tiene la nobleza de un perfil de emir nazarita, el de su padre es de rapiña y presa y se inclina al tipo gitanesco. No veo en él el menor indicio de ilustre raza. ¿Quién será capaz de adivinar los cruzamientos y los injertos de un linaje? ¿No sé yo bien que hay sus fraudes? Y que me maten si no está harto de conocer la novela secreta de mi nacimiento don Juan Clímaco… De otra novela más popular aún procederán tal vez los rasgos, más que avillanados, picarescos, de este señor, que afecta cierta simpática naturalidad, y bajo tal capa debe de reservar un egoísmo sin freno, una falta de sentido moral absoluta. ¿Que cómo he notado esto en el espacio de unas horas? La intuición…

El tío Clímaco opina que haga mi gusto. Me excuso de mi falta de sociabilidad; me ponen el coche; ofrezco volver para un paseo al caer de la tarde, al laurel de la Zubia, y sin más compañía que la que nunca nos abandona, a la Alhambra me encamino.

Voy a ella… no a satisfacer curiosidades irritadas por lecturas, sino porque presiento que es el sitio más adecuado para desear amor. Y mi presentimiento se confirma. El sitio sobrepuja a la imaginación, de antemano exaltada.

No creo que en el mundo exista una combinación de paisaje y edificios como esta. Ojalá continúe solitaria o poco menos. Ojalá no se le ocurra a la corte instalarse aquí. Recóndita hermosura, me estorban hasta tus restauradores. Vivieras, semiarruinada, para mí sola, y desplomárase en tierra tu forma divina cuando se desplome mi forma mortal.

Mil veces me describirían esta arquitectura y no habría de entenderla, pues aislada de su fondo adquiere, en las odiosas, y, sin embargo, fieles reproducciones que corren por ahí, trazas de cascarilla de santi-boniti. Lo que dice la Alhambra es que no la separen de su paisaje propio, que no la detallen, que no la vendan. El Partenón se puede cortar y expender a trozos. La Alhambra de Alhamar no lo consiente.

No me sacio del fondo de ensueño de la Alhambra. Baño mis pupilas en las masas de felpa verde del arbolado viejo, en las pirámides de los cipreses, en el plateado gris de las lejanías, en las hondonadas densamente doradas a fuego, recocidas, irisadas por el sol. No niego el encanto de las salas históricas, alicatadas, caladas, policromadas, de los alhamíes, cuyo estuco es un encaje, de los ajimeces y miradores, de los deliciosos babucheros, donde creo ver las pantuflas de piel de serpiente de la sultana; pero si colocamos estos edificios sobre el celaje de Castilla, sobre sus escuetos horizontes, sus desiertos sublimes y calcinados, ¡adiós magia! Son los accidentes del terreno, es la vegetación, y, especialmente, el agua, lo que compone el filtro.

A ellos atribuyo el sentimiento que me embargó — no sólo el primer día, sino todos- en la Alhambra. Sentimiento para mí nuevo. Disolución de la voluntad, invasión de una melancolía apasionada. Quisiera sentarme, quedarme sentada toda mi vida, oyendo el cántico lento, triste y sensual del agua, que duerme perezosa en estanques y albercas, emperla su chorro en los surtidores, se pulveriza y diamantea el aire, se desliza sesga por canalillos antiguos, entre piedras enverdecidas de musgo, y forma casi sola los jardines, ¡extraños jardines sin flores apenas! Y se desliza como en tiempo de los zegríes, como cuando aquí se cultivaba el mismo estado de alma que me domina: las mieles del vivir lánguido, sin prosa de afanes. Es agua del ayer, y en el agua que corre desde hace tantos siglos hay llanto, hay sangre; aquí la hay de caballeros degollados dentro de los tazones de las fuentes, cuyo surtidor siguió hilando, sobre la púrpura ligera, sus perlas claras. Y los pies de la historia, poco a poco, bruñeron los mármoles, todavía jaspeados de rojo.

Me dejan pasarme aquí las tardes, sin protestar, aunque Gugú — lo leo en su cara- encuentra chocante mi conducta. Si yo hubiese nacido en la Gran Bretaña, ¡anda con Dios! Ya sabemos que son alunadas las inglesas. A una española no le pega la excentricidad. Sin embargo, al cuarto día de estancia en Granada, observo que Gugú sonríe franca y amena al saber que también iré, después de almorzar, al mismo sitio. Y, cuando sentada en un poyo del mirador de Lindaraja, contemplo la gloria de luz rubia y rosa en que se envuelven los montes, suena cerca de mi oído una voz baja, intensa:

— ¿En qué piensa la sultaniya?

Sonrío al primo. Ni se me ocurre formalizarme. Él, previsor, se excusa.

— Tú quisiste venir sola. Venir sola, no es tanto como está sola toa la tarde. Si estorbo…

— No estorbas. Siéntate en ese poyo, y no hables.

Obedece con graciosa y festiva sumisión. El imán de sus negras miradas, al fin, me atrae. Aparto la vista del paisaje y la poso en él.

— ¿Sabes lo que pienso?

— ¡Qué má quisiera!

— Me gustaría que estuvieses vestido de moro.

— ¡Cosa má fásil! Aquí alquilan lo trahe; y tú puede vestirte de reina mora también, y nos hasen la fotografía. Verá que pareja. Saide y Saida…

— He dicho mal — rectifico-. Lo que quisiera no sería que te vistieses de máscara, sino que fueses moro hecho y derecho.

— Pue, niña, moro soy. Moro bautisado, pero moro, créeme, hata el alma. Me guta lo que gutó a lo moro: flore, mujere, cabayos. Los que andan de mácara son lo granadino como mi señó hermano Estebaniyo, que me gata uno trahe a cuadro que parten el corasón, y se atisa a la sei un yerbajo caliente porque lo hasen así en Londre a la sinco. ¡Por vía de Londre! Ahora les ha entrao ese flato a lo andaluse… Nena, nosotro no hemo nasío para eso. Yo me quise educá aquí, y no soy un sabio e Gresia, pero lo señorito como Estebaniyo aún son má bruto. Aqueya tierra donde lo novio van del braso y no se ven la cara por causa e la niebla… hasle tú fu, como el gato al perro. La vía es corta, hechiso… y el que tiene a Graná… ¿pa qué quiere otra cosa?

Las palabras coincidían de tal modo con mi impresión, que mi cara lo descubrió.

— Y a ti te pasa iguá. Si somo para en uno…

Desde aquel día, invariablemente, mi primo vino a cortejarme en el palacio de las hadas. Y yo no resistía, no exigía que se respetase mi soledad. No acertaba a sacudir mi entorpecimiento delicioso, ritmado por el fluir del agua secular, que había visto caer imperios y reinos, bañado blancos pies, tobillos con ajorcas, y que susurraba lo eterno de la naturaleza y lo caduco del hombre. Reclinada, callaba largos ratos, complaciéndome en el musical ¡risssch! de mi abanico al abrirse. Según avanzaba la tarde, los arrayanes del patio de la Alberca, donde nos instalábamos, exhalaban amargo aroma y el gorgoriteo del agua era más melodioso. José María ha llegado a conseguir — ¡no es poco!- no echarme a perder estas sensaciones. Le admito: él cree que le aguardo…

No niego la gentileza de su sentenciosidad, que no degenera nunca en charla insípida, y, no obstante, hay a su lado el fantasma de un moro, contemporáneo de Muley Hazem, a quien pido que me descifre los versículos árabes, las suras del Korán inscritas en los frisos y en las arquerías elegantes. Y el fantasma murmura, con la voz del agua llorosa, lastimera: «Sólo Alá es vencedor. Lo dicen esas letras de oro, en el alicatado. Soy Audalla; mi yegua alazana tiene el jaez verde obscuro, color de esperanza muerta; una yegua impetuosa, toda salpicada de la espuma del freno. Soy el amante de Daraja. No diga que sirve dama quien no sirve dama zegrí. Y enójense norabuena las damas gomeles y las almoradíes… ».

— ¿En qué piensa la sultaneja… ?

— En Audalla pienso… ¿No has leído tú el Romancero?

— ¡He leío tanta cosa tonta! Ahora quisiera leé en ti. Tú eres un libro de letra menúa. Tú no ere como las demá mujere. Contigo estoy acortao, palabra.

— ¿Sabes que deseo ver la Alhambra a la luz de la luna? Y creo que no permiten, por lo del incendio.

— ¿No permití a este moso? Con una propina…

En efecto, los obstáculos se allanan. Llevamos una lamparita eléctrica de mano para los sitios obscuros. El patio de los Leones, a esta hora, sobrepuja a cuanto me hubiera forjado imaginándolo. Las filigranas son aéreas. Todo parece irreal, porque, desapareciendo el color, queda la fragilidad de la línea, lo inverosímil de las infinitas columnillas de leve plata, la delicadeza y exquisitez de los arquitos, que, lo observo con placer, tienen el buen gusto de no ser de herradura. Dijérase que todo es luz aquí, pues las sombras parecen translúcidas, de zafiro claro. Nos domina el encanto voluptuoso de este arte deleznable, breve como el amor, milagrosamente conservado, siempre en vísperas de desaparecer, dejando una leyenda inferior a sí mismo. No se siente la pesadumbre de esta arquitectura de silfos, que acaso no existe; que es el decorado en que nuestro capricho desenvuelve nuestra vida interior. Libres estamos aquí de la piedra agobiadora, como en los jardines del palacio lo estamos de la tierra, y no vemos sino agua y plantas seculares. Y siempre la impresión de irrealidad. ¿Existieron las sultanas que dejaban sus babuchas microscópicas en los babucheros de oro, azul y púrpura? Seguramente son un poético mito. ¿Brotaron y se difundieron alguna vez perfumes de estos pebeteros incrustados en el suelo? ¿Se bañó alguien en estas cámaras de cuyo techo llovían, sobre el agua, estrellas luminosas? No, jamás… Se lo aseguro a José María, que se ríe, acercando cuanto puede su rostro al mío.

— Todo ensueño y mentira, primo… Un ensueño viejo, oriental, de arrayanes, laureles y miradores, bajo la caperuza de nieve de una sierra… ¿Por qué me gusta Granada? Porque estoy segura de que no existe.

— Niña, tú debe de ser poetisa. La verdá. ¿No te has ganao algún premiesiyo, vamo, en los Juego Florale? Sigue, sigue, que yo, cuando te oiho, me parese que esa cosa ya se me había ocurrío a mí. Y no crea: he leío hase año los verso de Sorriya.

— ¡No soy poetisa, a Dios sean dadas gracias! Conste, primo. La Alhambra no existe. En cambio, esos leones, esos monstruos están vivos. Les tengo miedo. Me recuerdan unas esfinges de Alejandría que persiguieron a una santa… Los versos entallados al borde de la fontana dicen que están de guarda, y que el no tener vida les hace no ejecutar su furia… Vida, yo creo que la tienen esas fieras.

— ¡Que me gusta to lo que dises! — balbucea, en tono de adoración, el moro bautizado-. Sigue, sigue, Saida…

— Calla, calla… Miremos sin hablar…

— Miremo — responde, y me toma una mano, iniciándome en las lentas, semicastas delicias de la presión…

Es algo sutil, insidioso, que no basta para absorberme, pero me hace ver la fontana de los terribles monstruos al través de un velo de gasa argentina con ráfagas de cielo, como rayado chal de bayadera. La Alhambra, al través del amor… de una gasa tenue de amor, flotando, disuelta en el rayo lunar… Y los versos que para entallar en el pilón compuso el desconocido poeta musulmán, se destacan entre el ligero zumbido de mis oídos. El agua se me aparece como él la describe, hecha de danzarín aljófar y resplandeciente luz, y que, al derretirse en profluvios sobre la albura del mármol, dijérase que también lo liquida…

¡Y el silencio! ¡Un silencio sobresaturado de vida ideal, de suspiros que se exhalaron, de ciertas lágrimas de que habla la inscripción, lágrimas celosas, que no rodaron fuera de los lagrimales; un silencio morisco, avalorado por el susurro sedoso de los álamos y por el soplo del aire fresco de la Nevada, que desgarró sus alas en los nopales!

¡Y el perfume! ¡Perfume seco de los laureles asoleados, resto de los pebeteros que se agotaron, brisa ajazminada, y tal vez, vaho ardiente de sangre vertida por trágicos lances amorosos!

Cuando existen sitios como la Alhambra, tiene que existir el amor. ¿Por qué no viene más aprisa? ¿Por qué no me devora?

 

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