Capítulo 4 El de Farnesio

Los soplos primaverales, con su especie de ilusoria renovación (todo continúa lo mismo, pero al cabo, en nosotros, en lo único que acaso sea real, hay fervorines de savia y turgencias de yemas), me sugieren inquietud de traslación. Me gustaría viajar. ¿No fueron los viajes uno de los goces que soñé imposibles en mi destierro?

A la primer indicación que hago a Farnesio, para que me proviste de fondos, noto en él satisfacción; mis planes, sin duda, encajan en los suyos. Es quizás el solo momento en que se dilata placenteramente su faz, que ha debido de ser muy atractiva. Habrá tenido la tez aceitunada y pálida, frecuente en los individuos de origen meridional, y sobre la cual resalta con provocativa gracia el bigote negro, hoy de plomo hilado. Sus ojos habrán sido apasionados, intensos; aún conservan terciopelos y sombras de pestañaje. Su cuerpo permanece esbelto, seco, con piernas de alambre electrizado. No ha adquirido la pachorra egoísta de la cincuentena: conserva una ansiedad, un sentido dramático de la vida. Todo esto lo noto mejor ahora, acaso porque conozco antecedentes…

— ¿Viajar? ¡Qué buena idea has tenido, Lina! Justamente, iba a proponerte…

— ¿Qué? — respingo yo.

— Lo que me ha escrito, encargándome que te lo participe, tu tío don Juan Clímaco. Dice que toda la familia desea mucho conocerte, y te invita a pasar una temporada con ellos en Granada. Ya ves…

— Ya veo… No era ese el viaje libre y caprichoso que fantaseaba… Pero Granada me suena… ¿Y qué familia es la de mi tío? No lo sospecho.

La cara de Farnesio, siempre sentimental, adquirió expresión más significativa al darme los datos que pedía. Hablaba como el que trata de un asunto vital, de la más alta y profunda importancia.

— Por de pronto, tu tío, un señor… de cuidado, temible. Desde que le conozco ha duplicado su fortuna, y va camino de triplicarla. Está viudo de una señora muy linajuda, procedente de los Fernández de Córdoba, y que tenía más de un cuarterón de sangre mora, ¡tan ilustre en ella como la cristiana! Descendencia de reyes, o emires, o qué sé yo… Le han quedado tres hijos: José María, Estebanillo y Angustias.

— ¿Solteros?

— Todos. El mayor, José María, contará unos veintinueve a treinta años…

— ¡Entonces ya entiendo el mecanismo del viaje, amigo mío! ¿A que sí, a que sí? No guarde usted nunca secretillos conmigo, Farnesio; ¡si al cabo no le vale! Don Juan Clímaco Mascareñas debía ser el heredero de mi… tía, y yo le he quitado esa breva de entre los dientes. Según usted me lo pinta, codicioso, el buen señor lo habrá sentido a par del alma. Como además es inteligente, ha tomado el partido de callarse y trazar otro plan, a base de hijo casadero… Y como usted tiene la desgracia de tener… buena conciencia… se cree en el deber de auxiliar a don Juan en el desquite que anhela… y de aproximarme al primo José María o al primo Estebanillo…

— ¡Oh! Lo que es el primo Estebanillo… , ese…

— ¡Ya! Se trata de José María…

Farnesio calla conmovidísimo, con el respiro anhelante. No se atreve a lanzarse a un elogio caluroso; tiembla y se encoge ante mis soflamas y roncerías.

— Sea usted franco…

Se decide, todo estremecido, y habla ronco, hondo.

— No veo por qué no… En efecto, opino que tu primo José María puede ser para ti un marido excelente, y creo que, en conciencia, ya que de conciencia hablaste, Lina… ya que piensas en la conciencia… ¡porque en ella hay que pensar… !, mejor sería que, en esa forma, los Mascareñas no pudiesen nunca… nunca…

— ¿Era o no doña Catalina dueña de su fortuna? — insisto acorralándole y descomponiéndole.

— ¡Dueña! ¡Quién lo duda… ! Sin embargo… En fin…

Y, cogiéndome las manos, con un balbuceo en que hay lágrimas, don Genaro añade:

— No se trata sólo de la conciencia… ni del daño y perjuicio de tus parientes… Es por ti… ¿me entiendes?, por ti… Cuando un peligro te amenace, cuando algo pueda venir contra ti… oye a Farnesio… ¡Qué anhela Farnesio sino tu dicha, tu bien!

Mi corazón se reblandeció un momento, bajo la costra de mis agravios antiguos, del injusto modo de mi crianza, que casi hizo de mí un Segismundo hembra, análogo al anarquista creado por Calderón.

— Lo creo así, don Genaro. Y como con ver nada se pierde… Iré a Granada. Será, por otra parte, cosa divertida. ¿No le agradaría a usted acompañarme?

Se demuda otra vez.

— No, no… Conviene más que me quede… ¿Por qué no buscamos una señora formal… ?

— ¡Déjeme usted de formalidades y de señoras! Me llevaré a Octavia, la francesa.

— Buen cascabel.

— Va para limpiarme las botas y colgar mis trajes. Para lo demás, voy yo.

Se resigna. Él escribirá, a fin de que me esperen en la estación…

Empieza mi faena con Octavia. Es una doncella que he pedido a la Agencia, y que parece recortada de un catálogo de almacén parisiense. A ninguna hora la sorprendo sin su delantal de encajes, su picante lazo azul bajo el cuello recto, níveo, su tocadito farfullado de valenciennes, divinamente peinada. Trasciende a Ideal, y está llena de menosprecio hacia lo barato, lo anticuado, les horreurs. La vieja Eladia, a quien he relegado al cargo de ama de llaves, aborrece de muerte a la «franchuta».

Prepara Octavia genialmente mi equipaje, pensando en ahorrarme las molestias de las pequeñeces, los petits riens, lo que más mortifica, la hoja de rosa doblada. ¡Friolera! ¡Hacer noche en el tren! Hay que prevenirse…

— ¿Cuándo es la marcha, madame?

— Dentro de una semana, ma fille… Cuando nos entreguen todo lo encargado…

— ¿La señorita no tiene prisa?

— Maldita… ¡Figúrate que voy en busca de novio!

Se ríe; supone que bromeo. Es una mujer de cara irregular, tez adobada, talle primoroso. Ni fea ni bonita; acaso, por dentro, ajada y flácida; llamativa como las caricaturas picarescas de los kioscos. Tal vez no muy conveniente para servir a una dama. Pero tan dispuesta, tan complacedora… ¡Se calza tan bien… lleva las uñas tan nítidas!

Al disponer este viaje, advierto más que nunca la falta — en medio de mi opulencia- de lujos refinados. De doña Catalina, que nunca viajaba, no he heredado una maleta decorosa. Encuentro un amazacotado neceser de plata, de su marido, con navajas de afeitar, brochas y pelos aún en ellas. Octavia lo examina. «¡L’horreur!» Recorro tiendas: no hay sino fealdades mezquinas. No tengo tiempo de encargar a Londres, único punto del mundo en que se hacen objetos de viaje presentables… En Madrid — deplora Octavia- no se halla rien de rien… A trompicones, me provisto de sauts de lit, coqueterías encintajadas, que son una espuma. Ya florezco mi luto de blanco, de lila, de los dulces tonos del alivio. Batistas, encajes, primavera… Y seda calada en mis pies, que la manicura ha suavizado y limado como si fuesen manos.

— ¿Todo esto, por el primo de Granada, a quien no conozco?

No; por mi autocultivo estético. Es que el bienestar no me basta. Quiero la nota de lo superfluo, que nos distancia de la muchedumbre. Lo que pasa es que procurarse lo superfluo, es más difícil que procurarse lo necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea. La ordinariez, la vulgaridad, lo antiestético, nos acechan a cada paso y nos invaden, insidiosos, como el polvo, la humedad y la polilla. Al primer descuido, nos visten, nos amueblan cosas odiosas, y el ensueño estético se esfuma. ¡No lo consentiré! ¡Mejor me concibo pobre, como en Alcalá, que en una riqueza basta y osificada, como la de doña Catalina Mascareñas, mi… mi tía!

Por otra parte, como no soy un premio de belleza, y lo que me realza es el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que amó la Belleza hasta la muerte.

En cuanto al proco… ¡bah! Ni sé si me casaré pronto o tarde, ni si lo deseo, ni si lo temo. ¿Qué duerme en el fondo de mi instinto? Es aún misterioso. Casarse será tener dueño… ¿Dulce dueño… ? El día en que no ame, mi dueño podrá exigirme que haga los gestos amorosos… El día en que mi pulmón reclame aire bravo, me querrá mansa y solícita… La libertad material no es lo que más sentiría perder. Dentro está nuestra libertad; en el espíritu. Así, en frío, no me seduce la proposición de Farnesio.

Hago memoria de que en Alcalá, leyendo las comedias antiguas, me sorprendía la facilidad con que damas y galanes, en la escena final, se lanzan a bodas. «Don Juan, vos casaréis con doña Leonor, y vos, don Gutierre, dad a doña Inés mano de esposo… Senado ilustre, perdona las muchas faltas… ». Y recuerdo que en una de esas mismas comedias, de don Diego Hurtado de Mendoza, hay un personaje que dice a dos recién casadas:

Suyas sois, en fin; más ved

que ya en nada quedáis vuestras…

Pocos maridos recuerdan la advertencia del mismo personaje:

Y vos, don Sancho y don Juan,

estad cada uno advertido

que el entrar a ser marido

no es salir de ser galán…

En resumen, mi caso no es el frecuente de la mujer que repugna el matrimonio porque repugna la sujeción. Hay algo más… Hay esta alta, íntima estimación de mí propia; hay el temor de no poder estimar en tanto precio al hombre que acepte. El temor de unirme a un inferior… La inferioridad no estriba en la posición, ni en el dinero, ni en el nacimiento… Este temor, ¡bueno fuera que lo sintiese ahora! Lo sentía en Alcalá, cuando barría mi criada con escobas inservibles… Acaso me ha preservado de algún amorcillo vulgar.

¿Habrá proco que me produzca el arrebato necesario para olvidar que «ya en nada soy mía»? No sé por dónde vendrá el desencanto; pero vendrá. Soy como aquel que sabe que existe una isla llena de verdor, de gorjeos, de grutas, de arroyos, y comprende que nunca ha de desembarcar en sus playas. No desembarcaré en la playa del amor. Y, si me analizo profundamente, ello es que deseo amar… ¡cuánto y de qué manera! Con toda la violencia de mi ser escogido, singular; como el ciervo anhela los ocultos manantiales…

¿Por qué lo deseo? Tampoco esto me lo defino bien. En tantos años de comprimida juventud y de soledad, he pasado, sin duda, mi ensueño por el tamiz de mi inteligencia; he pulido y afiligranado mi exigencia sentimental; he tenido tiempo de alimentarla; la he alquitarado, y su esencia es fuerte. Mi ansia es exigente; mi cerebro ha descendido a mi corazón, le ha enlorigado con laminillas de oro, pero en su centro ha encendido una llama que devora. Y, enamorada perdida, considero imposible enamorarme…

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