III

En casa de mi tío no saben qué pensar de mí. Soy una maniática; soy una casquivana; soy una hembra «de cuidado», con la cual hay que mirar donde se pisa? Gugú no me entiende. Se afana en obsequiarme, insegura del resultado. Estebanillo, el mocetón anglófilo, de labio rasurado, aunque afecte frialdad y superioridad, me teme un poco. José María, que no es ningún patán, pero cuyo pensamiento no va más allá del sensualismo de su raza, está desconcertado: con otra mujer hubiese él pisado firme… ¡Vaya! Su olfato sagaz en lo femenino le aconseja que conmigo no se aventure, no se resbale… Y, sobre todo, el tío, el gitano-señor, anda receloso: empieza a consagrarme un estudio excesivo, una atención disimulada, de todos los momentos. ¿Por dónde saldré? Es sobrado ladino para no conocer que José María y yo, a pesar de las apariencias, todavía no… vamos, no… En el mismo acostumbrado tono, de galantería chancera, picante, popular y señoril, el tío Clímaco me analiza, quiere desentrañar mis aspiraciones, saber de qué pie cojea esta sobrina millonaria y extravagante, que se va de noche a la Alhambra, con un guapo mozo, a mirar realmente correr el agüilla… ¿Seré de mármol, como los leones? ¿Seré una romanticona… ? ¡Qué de hipótesis! La verdad, no es dable que la interprete el de las grises patillas, el marrajo que me ha señalado por suya, a fin de que no prevalezca la superchería y vuelva la rama a la rama y el tronco al tronco…

Debe de correr por Granada una leyenda a propósito de mí. Lo noto en la aguda curiosidad que me acoge, en los eufemismos con que se me habla. ¡Lo que más ha contribuido a dar cuerpo a la leyenda, es mi originalidad de no querer ver, en la ciudad, absolutamente más que la Alhambra! El primer día me llevaron al Laurel de la Reina. Después, me negué rotundamente. Ni Catedral, ni Cartuja, ni sepulcro de los Católicos, ni Albaicín, ni Sacro Monte… Nada que pudiese mezclar sus líneas y sus colores y sus formas con las de la Alhambra.

— Se acabó, prenda: que la Jalambra te ha embrujao…

Para desembrujarme, el tío propone unos días en Loja. Tiene allí asuntos; hay que ver aquellos rincones, donde posee dos palacios y un cortijo, hacia la Sierra.

— Capás eres de que te gusten más aquellos caserones que este de aquí.

— Si son antiguos, de seguro.

— ¡Pero qué afisioná a las antiguayas! — susurra el proco, dando a lo inofensivo intención-. Voy a pedí a la Virgen e la Victoria, de Loha, que me haga encanesé…

Y, en efecto, el palacete de Loja me cautiva tanto como me deja fría la cómoda vivienda de Granada, y su inglés «conforte». Es un edificio a la italiana, con vestíbulo y ático de mármol serrano, y columnas de jaspe rosa. No está en Loja misma: de la posesión al pueblo media un trayecto corto, entre sembrados y alamedas. No tiene el palacio, de las clásicas construcciones andaluzas, sino el gran patio central, pero sin arcadas. En medio, la fuente, de amplio pilón, se rodea de tiestos de claveles, y el surtidor canta su estrofa, compañera inseparable de la vida granadí.

Al entrar en la residencia, dueñas ceceosas y mozas de negros ojos me dirigen cumplimientos. Mi habitación cae al jardín, donde toda la noche cantan los ruiseñores. Jazmines y mosquetas enraman la reja de retorcidos hierros. Al amanecer, salgo a tomar aire, y desde el parapeto veo, en un fondo de cristal, el panorama de Loja, la mala de ganar, la que dio que hacer al cristiano, por lo cual, los Reyes pusieron a su Virgen la advocación de la Victoria. Diviso los dos arcos del puente sobre el Genil, el blanco caserío, las densas frondas, las ruinas, las montañas, las torres de las iglesias, descollando la redonda cúpula de la mayor… Y José María se aparece, saliendo no sé de dónde.

— ¿Te gusta el poblachón? Yo te llevaré a ver sitio… Esto lo conosco… Aquí me crié…

Voy con él a recorrer los tales sitios. Gugú tiene que hacer en casa; tío Clímaco se pasa la vida sentado en el patio, escuchando a los lugareños, que vienen a hablarle de cosechas, arriendos y labores; Estebanillo allá se ha quedado, en Granada, con unos amigos ingleses, que acaso se lo lleven a dar una vuelta por Biarritz, en automóvil… Y yo pertenezco a José María, pero le tengo a raya: sigue presintiendo en mí enigmas psicológicos, no comprendidos en su ciencia femenina. Me lleva a la Alfaguara o fuente de la Mora, torrente que brota, al parecer, de un inmenso paredón inundado de maleza, y mana límpido por veinticinco caños. ¡El agua! ¡Siempre el agua misteriosa, varias veces centenaria, que habrán bebido los que murieron! Si subimos por los abruptos flancos de la Sierra, hacia algún cortijo, a comer gachas y a cortar albespinas silvestres, el agua rueda de las laderas, surte de los pedruscos, retostados, candentes… Si seguimos la llanura, al revolver de un sendero, nos sale al paso la extraña cascada de los Infiernos, oculta en un repliegue, delatada por ser fragor espantable, saltando espumeante, retorcida y convulsa. Y si visitamos, en la falda de la Nevada, la fábrica de aserrar mármoles, el agua es lo deleitoso. Trepamos por las suaves vertientes, sembradas de fragmentos de mármol amarillo, con vetas azules y blancas, y de un ágata roja, en la cual serpentean venas de cuarzo. El cielo tiene esa pureza y esos tonos anaranjados, que hicieron que Fortuny se quedase dos años donde había pensado estar quince días, y que extasiaron a Regnault. No sin protestas de José María — ¡estropear las manitas de sea!- alzo un trozo de piedra y hallo impresa en él la huella fósil, las bellas volutas del anmonites primitivo. Mi primo lo mira enarcando las cejas.

— ¿No se te ha ocurrido subir a los picos de la Sierra? — le pregunté.

— No… ¿Pa qué? ¡Pero si e antoho, te acompaño! Se buscan mulo, y por lo meno hata el picacho de Veleta… Porque despué, se pué, se pué… ¡pero sólo en aeroplano, hiha!

— ¿Quién sabe, primo, si te cojo la palabra?

— Contigo, al Polo.

Bajamos a la serrería; nos enseñan los pulimentados tableros de mármol; seguimos hasta un recodo que forma el riachuelo, donde en la corriente remansada se mecen las plumeadas hojas de culantrillos y escolopendras. Un zagal se acerca, tirando de la cuerda que sujeta a una hermosa cabra fulva, de esas granadinas, cuya leche es deliciosa. A nuestra vista la ordeña y mete la vasija dentro del remanso. De la serrería nos traen pestiños, alfajores, miel sobre hojuelas, rosquillas de almendra, muestras de la golosa confitería de Loja, donde se venden más yemas y bollos que carne de matadero. Riendo, bebemos la leche: en el baño se ha helado casi. Es una hora divina, un conjunto de sensaciones fluidas, livianas como el agua, rosadas como el cielo, que vierte ráfagas lumbrosas sobre las nieves de los picos.

Volvemos despacio, por las sendas olientes a mejorana y a menta silvestre. José María me lleva del brazo. Su sentido de lo femenil le dice que los momentos van siendo propicios. De súbito, manifiesta entusiasmo por la expedición a la Alpujarra, y me cuenta maravillas del pico de Mulhacén, de los aspectos pintorescos de los pueblos de la sierra, que él jamás ha visto. Penetro su intención, y quién sabe si late en mí una secreta complicidad. Después de la poesía moruna de la Alhambra, la sierra es el complemento, la clave. Allí se había refugiado la raza vencida… Las aguas seculares descendían de allí, de los riscos donde, impensadamente, en oasis, el naranjo cuaja su azahar. José María, para la excursión, se vestiría — y no sería disfraz, pues así suele andar por el campo- de corto, airosamente, con marsellés, faja, sombrero ancho y elegantes botines. Yo llevaría falda corta, y los cascabeles de las mulas, tintineando sonoramente, despertarían un eco melancólico en las gargantas broncas del paisaje serrano. Mientras la noche desciende, clara y cálida, forjo mi novela alpujarreña. José María empieza a producirme el mismo efecto que la Alhambra; disuelve, embarga mi voluntad. Hay en él una atracción obscura, que poco a poco va dominándome.

En eso pienso mientras Octavia me desnuda, escandalizada de los accidentes de mi atavío en estas excursiones; de mi calzado arañado y polvoriento; de mi pelo, en que se enredaron ramillas; de mis bajos, en que hay jirones.

— ¡Si c’est Dieu possible! ¡Comment madame est faite!

Ella, que trae revuelta y encandilada a la servidumbre y a los campesinos que acuden a conferenciar con mi tío, y hasta sospecho que a mi propio tío,

 

que, aunque viejo, es de fuego,

corriente en una broma y mujeriego,

está, en cambio, más emperifollada y crespa que nunca, y ha aprendido de las andaluzas la incorrección del clavel prendido tras la oreja…

Pienso en esta marea que crece en mi interior, en este dominio arcano que otro ser va ejerciendo sobre mí. No puedo dudar de que mi primo me pretende porque soy la heredera universal de doña Catalina Mascareñas, y así como el interés de una familia trató antaño de hacerme monja, el interés de otra decide hogaño que me case… Pero asimismo se me figura que produzco en mi primo el efecto máximo que produce una mujer en un hombre. ¿Se llama esto amor? ¿Hay otra manera de sentirlo? ¿Qué es amor? ¿Dónde se oculta este talismán, que vaya yo a matar al dragón que lo guarda?

He observado que mi primo, cuando me habla, exagera la tristeza; dijérase un hombre muy desdichado, a dos dedos del suicidio por los desdenes de una ingrata. Y cuando habla con los demás, su tono se hace natural y humorístico. Lo gracioso es que las sentenciosas dueñas y las mocitas con flores en el moño, que componen la servidumbre, hablan del «zeñito José María» con acento de conmiseración, como si yo le estuviese asesinando. Y un aperador ha llegado a decirme:

— Zeñita, peaso e sielo… ¿pa cuándo son los zíes?

Los lugares, el coro, conspiran en favor del proco rendido. Y, en medio de ese ambiente, trato de descomponer mis sensaciones por la reflexión. No, el amor no puede ser esto. Sin embargo, ¡menos aún será la comunicación intelectual! Este aturdimiento, esta flojedad nerviosa algo significan… Quizás lo signifiquen todo.

La noche de un día en que no hemos salido a pasear largo, al través de la tupida reja de mi salita, que está en la planta baja, oigo guitarrear. José María me llama, me invita a asomarme a las ventanas del comedor, que caen al patio, para ver el jaleo. Es él quien ha convocado a las contadísimas bailarinas de fandango que quedan en Loja y su contorno, ya todas viejas, cascadas, porque las mocitas ahora dan en aprender otros bailes, de estos a la moderna, achulados, no moriscos. Estas ventanas no tienen reja y nos recostamos en el antepecho el primo y yo. Don Juan Clímaco y Gugú han sacado sillas al patio. La música del fandango es una especie de relincho árabe, una cadencia salvajemente voluptuosa, monótona, enervante a la larga. La luna, colgada como lámpara de plata en un mirrab pintado de azul, alumbra la danza, y el movimiento presta a los cuerpos ya anquilosados de las danzarinas, un poco de la esbeltez que perdieron con los años. Sus junturas herrumbrosas dijérase que se aceitan, y entre jaleamientos irónicos y risas sofocadas de la gente campesina que se ha reunido, bailan, haciéndose rajas, las viejecitas. Baila con sus piernas el Pasado, la leyenda del agua antigua, donde las moras disolvieron sus encendidas lágrimas…

Siento la respiración vehemente, acelerada de José María; el respeto que le contiene le hace para mí más peligroso. Noto su emoción y no puedo reprender la osadía que anhela y no comete. Extiendo, como en sueños, la mano, y él la aprisiona largamente, derritiéndome la palma entre las suyas y luego apretándola contra un corazón que salta y golpea. Al retraer el brazo, nuestros cuerpos se aproximan, y él, bajándose un poco, me devora las sienes, los oídos, con una boca que es llama. Allá fuera siguen bailando, y las coplas roncas gimen amores encelados, penas mahometanas, el llanto que se derramó en tiempo de Boabdil… El balbuceo entrecortado de los labios que se apoderan de mí, repite, con extravío, la palabra mora, la palabra honda y cruel:

— ¡Sangre mía! ¡Sangre! Mi sangresita…

Me suelto, me recobro… Pero él ya sabe que del incidente hemos salido novios, esposos prometidos — y cuando don Juan Clímaco vuelve, habiendo mandado que se obsequie con vino largo a los del jaleo-, José María, pasándose la mano bien cortada y pulida por el juvenil mostacho, dice a su padre:

— Esta niña y yo no vamo a la Sierra el lune… Quiere eya ve eso pueblo bonito… del tiempo el moro… Hasen falta mulo y guía.

A solas en mi cuarto, todavía aturdida, el temblor vuelve. ¿Es esto amar? ¿Es esto dicha? Parece como si tuviera amargo poso el licor, que ni aún me ha embriagado. Me acuesto agitada, insomne, y cuando apago la luz, la obscuridad se me figura roja. Enciendo la palmatoria varias veces, bebo agua, me revuelvo, creo tener calentura. Y, convencida ya de que no podré dormir, al primer tenue reflejo del alba que entra por resquicios de las ventanas, salto de la cama en desorden, me enhebro en los encajes de mi bata, calzo mis chinelas de seda y salgo al pasillo apagando el ruido de mis pasos para llamar a Octavia, que me haga en mi maquinilla una taza de tila. El cuarto de la francesa está al extremo del pasillo, frente a mi departamento, que comprende alcoba, tocador, gabinete y salón bajo. No hay en este palacio, al cual sus dueños vienen rara vez, timbres eléctricos. Recatadamente, sigo, entre la penumbra, adelantando. Al llegar cerca, veo que la puerta de Octavia se abre, y un bulto surge de su cuarto, titubea un momento y al cabo se cuela furtivamente por la puerta del salón, el cual tiene salida, por el comedor, al patio central. No importa que se haya dado tal prisa. Conozco la silueta, conozco el andar. Es mi primo. Él también me ha visto, ¡me ha visto perfectamente! ¡Gracias, primo José María! Glacial, serena, retrocedo, me despojo, me rebujo y medito, con bienestar, mi resolución.

Cuando a las diez de la mañana salgo al patio en busca de la familia, él no está. El tío me embroma. ¡Vamos, se conoce que también yo bailé el fandango, quedé rendida y me levanté tarde!

— Puede que haya sido eso…

— Y ¿cómo andamos de ánimo? Joseliyo etará hasiendo milagro para yevarte a la Sierra con má comodidá…

— Tío, no iré a la Sierra. Me siento un poco fatigada, y además, he recibido aviso de que es necesaria mi presencia en Madrid para asuntos. Le ruego que me conduzca hoy a la estación en su coche…

La transformación de la cara del señor, fue algo que siento no haber fotografiado. De la paternidad babosa y jovial dio un salto a la ira tigresca. ¡Juraría que adivinó… ! Su instinto, de hombre primitivo, que ha tomado de la civilización lo necesario para asegurar la caza y la presa, le guió con seguridad de brujería, excepto en lo psicológico, que no era capaz de explicarse.

— ¿Qué dises, niña? ¿Eh? ¿Mono tenemo? ¿Historia? ¿Seliyo? Mira tú que… ¿Llevarte al tren? ¿Para que Joseliyo me pegase un tiro? Tú no te vas. ¿Estás loca?

Bajo el tono que quería ser de chanza, había la indicación amenazadora. Ocupábamos, bajo la marquesina, mecedoras, y el fresco del surtidor nos halagaba. Adopté el estilo cortés, acerado, la mejor forma de resistencia.

— Tío, supongo que usted no me querrá detener por fuerza. Lo siento en el alma; agradezco la hospitalidad tan cariñosa, pero necesito irme.

— Y yo te digo que no te vas, hata haser las pase. ¿Si conoseré yo a los niños? Sobrina, ¿piensas que el tío Clímaco es siego o es tonto? Como palomitos os arruyasteis anoche en el comedor. Cuanto más reñidos, más queridos. Y esta boda, serrana, te parecerá a ti que no, pero es de necesiá. No me hagas hablar más, que tú tampoco ere lerda, y me entiendes a media habla, y se acabó, y no demos que reír al diablo.

— Ni hay boda, ni arrullos, tío. Al menos, por ahora — transigí-. Dispénseme usted; no cambio yo nunca de resolución. Menos aún cambiaría ante lo violento.

— Qué violento, ni… Si a ti se te ha metido en el corasón el muchacho. Si le quieres. Suerte que sea así, porque te ahorras muchos disgustos que te aguardaban… Yo soy un infeliz, pero eso de que quiten a uno lo que debe ser suyo, no le hase tilín a nadie. Y hay modos y modos de quitar. ¡Nada, que no suelto la lengua! Ni es preciso, porque, al cabo, mi hijo y tú… — y juntó las yemas de los pulgares.

Me levanté tranquila, hasta sonriente, aunque por dentro, un terremoto de indignación me sacudía ante aquel gitano trabucaire, que me exigía la bolsa o la vida, apostado en un desfiladero de la Sierra. Todo el britanismo de cascarilla se le caía a pedazos, y aparecía el verdadero ser… el natural; acaso el más estético y pintoresco. Me propuse burlarle; realicé un esfuerzo, me dominé, me incliné hacia él, y, acariciando con el abanico sus patillas típicas, murmuré sonriendo:

— ¡Soniche!

A su vez, se incorporó. Descompuestas las facciones, en sus ojos brilló una chispa mala, venida de muy lejos. La mirada del que asesinaría, si pudiese…

¿A mí por el terror? Resistí la mirada, y con cuajo frío, sentencié.

— Ahora le digo a usted que me voy, no por la tarde, sino inmediatamente, a pie, a Loja. De allí, en un coche, a donde me plazca. Allí queda mi criada, que arreglará el equipaje. Y cuidado con que nadie me siga, ni me estorbe. Adiós, tío Juan. Por si no volvemos a vernos, la mano…

Estrujó iracundo la mía y la sacudió. Logré no gritar, no revelar el dolor del magullamiento.

— ¿No vernos? ¡Ya nos veremos! Eso te lo fío yo… — Y cuando rompí a andar, puso el dedo en la frente, como diciendo que no me cree en mi cabal juicio.

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