III

Me instalo en el bienestar — no en el lujo- de mi gran fortuna. El bienestar es práctico, y el lujo, estético. El lujo no se improvisa. El lujo, muy intensificado, constituye una obra de arte de las más difíciles de realizar. Yo tengo un ideal de lujo, hambre atrasada de mil refinamientos; ahora comprendo lo que he sufrido en la prosa de mi vida alcalaína. Otra mujer quizás hubiese encontrado hasta dulce aquel escondido vivir, pero mi fantasía y el culto que profeso a mi propia persona, me hicieron a veces llorar ante un puchero desportillado o unos zapatos cuyo tacón empezaba a torcerse…

No está todavía depurado mi gusto para formarme mi envolvente lujosa, y, por ahora, me limito a la comodidad, a alegrar esta casa suntuosa que trasuda aburrimiento.

La mentalidad de doña Catalina, sus burgueses instintos, iban reflejándose en el mobiliario. Llamo a un prendero y le vendo un sin fin de cachivaches. Comprendo que Farnesio se horripila; cree que hago una locura. Respiro al verme libre de estos espejos de tan mal gusto, de estos entredoses con bronces falsos, de estas butacas rellenas, recercadas, que parecen acericos de monja. Lo vuelvo todo patas arriba; no dejo cosa con cosa; el jardincillo pierde su aspecto terroso, secatón, y arreglo en él una serre en miniatura, provista de calorífero. Allí almuerzo casi todos los días. Mi departamento lo alhajo a la moderna, de claro, y salpico alguna antigualla fina.

He comisionado a un prendero de altura para que me busque cuadros que no representen gente escuálida ni martirios; retratos de señoras muy perifolladas, y porcelanas del Retiro y Sajonia. Las vitrinas empiezan a llenarse.

Vivo retirada; he pagado las tarjetas con otras, y no tengo amiga alguna, porque las de doña Catalina son viejas apolilladas, gente de su tiempo, y me he negado formalmente a recibirlas. Sin embargo, a pesar de este recogimiento que complace a Farnesio, cuando salgo por las tardes en coche abierto a la Moncloa, a la Casa de Campo o a las soledades del Hipódromo, mi coche suele llevar escolta. Hay dos «muchachos», hijo el uno de la condesa de Páramos, sobrino el otro de la generala Mansilla, que me rondan. Ambas señoras fueron tertulianas y compañeras de Juntas de Beneficencia de doña Catalina, y, sin duda, saben lo que yo valgo… Son los primeros pretendientes que asoman en el horizonte. Les veo pasar haciendo corbetas, obligando a sus monturas, mientras yo, envuelta en pieles de zorro negro y astracán, las únicas que permite mi luto, y acariciando el friolero lulú de Pomerania Daisy, que se refugia al calor de mi manguito y parece otro manguito viviente, me fijo en que el sobrino de la generala tiene las piernas un poco arqueadas, y el hijo de la condesa, al sol, los ojos rojizos y sin cerco de pestañaje…

Farnesio me ha indicado reiteradamente que necesito una dama de compañía. Le he contestado que, así como viví largos años en Alcalá sin ese apéndice, y no me ocurrió cosa digna de contarse, pensaba seguir en Madrid sin dueñas doloridas.

En efecto, me he habituado en mi soledad, en mi abandono, a ser libre. Este único bien no pudieron quitármelo; mejor dicho, ni aun creyeron que merecía la pena de querérmelo quitar. Sin duda Roa y Carranza, los dos canónigos, me observaban y enviaban notas tranquilizadoras. Yo no cometía irregularidad alguna, y no abría la puerta a ningún galán. Farnesio cree que debo ingresar en la cohorte de la gente víctima de los formulismos. ¡Es tarde, es tarde!

Cuento veintiocho años; me acerco a veintinueve. Mi carácter se ha templado en las aguas amargas de mi soledad y abandono. El sentimiento de la injusticia cometida conmigo, tan largo tiempo, me ha infundido un ansia de desquite y goce y exaltación de mí misma, que tiene vistas a lo infinito. Yo necesito apurar los sabores de la vida, su miel, su mirra, su néctar. ¡Yo necesito ir a su centro, a su núcleo, a su esencia, que son la hermosura y el amor! En estos meses he podido cerciorarme de que la comodidad, las riquezas, en sí, no me satisfacen, no me bastan. Cuando era menesterosa, y me zurcía mis medias, pensaba tal vez, como en algo inaccesible, en la contingencia de que doña Catalina muriese acordándose de mí con una manda que representase una vida de modesto desahogo. ¡Bah! Ahora me sonrío de las puerilidades del primer día, mi goce físico cuando me recliné en la berlina acolchada, mi soberbia de parvenue al llamar despóticamente a la doncella y exigir el baño… Y, adquirido ya cierto buen gusto, me complazco en salir a pie, vestida sencillamente, en peinarme yo misma. El propio instinto me impulsa a proyectar un viajecillo a Alcalá, para ver a mis antiguos amigos, y unir el pasado al presente.

Todas las noches, a solas, encerrada en mis habitaciones, me doy una fiesta a mí misma. Me despojo de los crespones, visto trajes exquisitos, de color, y me prendo joyas. He hecho transformar y aumentar, a mi capricho, las de doña Catalina. Libres de sus pesadas monturas, ahora los brillantes y las esmeraldas son flores de ensueño o pájaros de extraño plumaje; las perlas salen húmedas de su gruta marina, y algún grueso solitario, pendiente de sutil cadenilla invisible, esmaltada del color de la piel, cuelga lo justo para iluminar como un faro el nacimiento del seno… Antes de todo, he entrado en el baño, preparado por mí, y en el cual he vertido a puñados las pastas suaves de almendra, los espumosos afrechos, y a chorros los perfumes, todo lo que el cuerpo gusta de absorber entre la tibia dulzura del agua. Uno de mis primeros refinamientos ha sido, ¿es esto refinamiento?, colar el agua de mi baño al través de filtros poderosos, para no bañarme en ese légamo en que generalmente se baña Madrid… el poco Madrid que se baña. Encendidas las estufas, radiante de luz eléctrica mi tocador, paso a él envuelta en la tela turca. Lienzos delgados y calientes completan la tarea de enjugarme, y ligera fricción pone mi sangre en movimiento. Me extiendo en la meridiana, enhebrándome en una bata de liberty blanco y encajes. Descanso breves minutos. En seguida procedo al examen detenido de mi cuerpo y rostro, planteándome por centésima vez el gran problema femenino: ¿Soy o no soy, hermosa?

La triple combinación de espejos reproduce mi figura, multiplicándola. Me estudio, evocando la beldad helénica. Helénicamente… no valgo gran cosa. Mi cabeza no es pequeña, como la de las diosas griegas. Con relación al cuerpo, es hasta un poco grande, y la hace mayor el mucho y fosco pelo obscuro. Mi cuello no posee la ondulación císnea, ni la dignidad de una estela de marfil sobre los hombros de una Minerva clásica. Mis pies y mis manos son demasiado chicos ante la proporcionalidad estatuaria, y mis brazos mórbidos y mi pierna nerviosa miden un tercio menos de lo que deben medir para ser aplicables a una Febe.

Empiezo a vestir mi desnudez, y cada prenda me consuela y me reanima. La camisa, casi toda entredoses, nuba mis formas prestándolas vaporoso misterio, y haciendo salir los brazos de entre la espuma, mucho más gentiles que los brazos forzudos de la Palas lancera. Al jugar el calado de sedosas transparencias sobre el tobillo menudo de española que poseo, me figuro que es imposible acordarse de la extremidad inferior de la cazadora. El corsé de raso mate, bordado, guarnecido de valenciennes, se adapta a mi torso, ciñe y recoge mi vientre pequeño, emplaza mis senos vírgenes, y más abajo, la falda de surá complica sus adornos ligeros, ricos sin parecerlo, y diseña la silueta de la flor de la datura, arriba hinchado capullo, abajo despliegue de una campana ondulante. Sospecho que no hay razón para deplorar que el tronco de la Dea de Milo parezca, a mi lado, el de un fuerte púgil.

Labrada la fácil arquitectura de mi moño, de mi tupé sombrío que avanza sobre los ojos haciendo de su expresión un enigma, clavo en él un ave de pedrería, unas espigas que radian diamantes alrededor de mi cabeza, o dos audaces plumas de pavo real que divergen y me flechan de esmeraldas, o un mercurio de roca antigua, cuyas alas picantes dan a la testa la inquietud del vuelo. El traje, sin faralaes, adherido, recamado, cae como veste solemne hasta cubrir enteramente los pies, derrámanse en rebordes artísticamente severos sobre la alfombra. Es el peso de sus bordados bizantinos, de oros rojos, verdosos, apagados, sonrosados, lo que produce esa línea de mosaico de Rávena o miniatura de misal. Sobre el lujo a la vez violento y sobrio del traje, y realzando su curiosidad, la salida de teatro, también pesada, desciende arrastrada por sus flecos de irisado vidrio y sus rebordaduras complicadas, de matices sabiamente combinados. De mi cuello penden los hilos de perlas, que he dispuesto a mi manera y que bajan hasta la cintura. Ninguna otra joya, excepto las sortijas, enormes, en los pulidos dedos. Los dedos de mis manos — y hasta los de mis pies- son para mí objetos de un antiguo culto. En mis escaseces de Alcalá, ¡cuántos sacrificios para no deshonrarme las manecitas! Uso perpetuo de guantes de algodón en las faenas caseras, y derroche de una pasta para suavizar y adobar la piel. Ahora, abuso de los estuches atestados de cachivaches de plata con mis cifras, de las infinitas limas, las tijeras de todas las formas y curvaturas, los bruñidores y pinzas, los botes de cincelada tapa que contienen mudas y blandurillas para acentuar lo rosado de mis uñas, y conservar la sedosidad de mi piel.

Ya revestida de mis galas, me sitúo de nuevo ante los espejos que me reflejan, y trato de definirme. Mi figura es una de tantas como la moda actual, artísticamente pérfida y reveladora, troquela en sus moldes. Tiene trazos graciosos, y la tela, al ajustarse estrechamente a caderas y muslos, marca líneas de inflexión gentil; pero lo mismo les sucede a casi todas las que se visten de este modo, a menos que sean cincuentonas, o su estructura se base en el tocino o la cecina. ¡Ni soy torcida, ni obesa, ni flaca, y esto es todo lo que el espejo me dice!

Mi cara… La consulto como se consulta a una esfinge, preguntándola el secreto psicológico que toda cara esconde y revela a un tiempo. Sombreada por el tejadillo capilar en el cual titila un diamante montado en tembleque, mi cara, más bien descolorida, ni es nimiamente correcta, ni irregular de facciones. No tengo un lado de la cara distinto del otro, como sucede a tanta gente. Mi tez es de una vitela sólida, sin granos, pecas, barros ni rojeces. Mis cejas forman doble arco elegante. Mis ojos, color café, al sol, recuerdan una de esas piedras romanas en que parece que hierven partículas derretidas de oro. Mi boca es mediana, no bermeja, pero los dientes, de cristal más que de marfil, la alumbran, y no la sombrea bozo. Los labios tienen un diseño intenso, y gracias a él, siendo carnosos, no llegan a sensuales. Mi faz es larga; la nariz la caracteriza aristocráticamente.

No llamo la atención desde lejos. De cerca, puedo agradar. Nunca he creído en el triunfo de las perfectas. Además, soy de las mujeres de engarce. Lo que me rodea, si es hermoso, conspira a mi favor. El misterio de mi alma se entrevé en mi adorno y atavío. Esto es lo que me gusta comprobar lejos de toda mirada humana, en el tocador radiante de luz, a las altas horas de la noche silenciosa, extintos los ruidos de la ciudad. Las perlas nacaran mi tez. Los rubíes, saltando en mis orejas, prestan un reflejo ardiente a mis labios. Las gasas y los tisúes, cortados por maestra tijera, con desprecio de la utilidad, con exquisita inteligencia de lo que es el cuerpo femenino, el mío sobre todo — he enviado al gran modisto mi fotografía y mi descripción- me realzan como la montura a la piedra preciosa. Mi pie no es mi pie, es mi calzado, traído por un hada para que me lo calce un príncipe. Mi mano es mi guante, de Suecia flexible, mis sortijas imperiales, mis pastas olorosas. Toda yo quiero ser lo quintaesenciado, lo superior, porque superior me siento, no en cosa tan baladí como el corte de una boca o las rosas de unas mejillas — sino en mi íntima voluntad de elevarme, de divinizarme si cupiese. Voluntad antigua, que en mi primera juventud era sueño, y ahora, en mi estío, bien puede convertirse en realidad. Para mí ha de aparecer el amor cortado a mi medida, el dueño extraordinario, superior a la turba que va a asediarme, que empieza a olfatear en mí a la heredera poderosa y a la mujer inexperta socialmente, fácil de cazar. ¡No tanto, señores!- No soy, una heroína de novela añeja. Invariablemente, en ellas, la protagonista, millonaria, se aflige porque sus millones la impiden encontrar el amor sincero. Pienso todo lo contrario. Esta inesperada fortuna me permitirá artistizar el sueño que yace en nuestra alma y la domina. Como el inteligente en arte que, repleta la cartera, sale a la calle dispuesto a elegir, yo, armada con mi caudal, me arrojaré a descubrir ese ser que, desconocido, es ya mi dulce dueño. Y aparecerá. Él también poseerá su fuerza propia. Será fuerte en algún sentido. Algo le distinguirá de la turba; al presentarse él, una virtud se revelará; virtud de dominio, de grandeza, de misterio. Las cabezas se inclinarán, o los ojos quedarán cautivos, o el corazón se descolgará de su centro, yéndose hacia él…

Pensando en él, prolongo mi estación ante el tocador, y las lunas altas, límpidas, copian mi cara expresiva, mis ojos ansiosos, mi busto brotando del escote como un blanco puñal de su vaina de oro cincelado… Y pruebo más trajes; uno azul, del azul de los lagos, bordado de verdes chispas de cristal y largas cintas de seda crespa, y otro blanco, en que se desflecan orlas de cisne, y otro del tono leonado de las pieles fulvas, transparentes, bajo el cual se trasluce un forro de seda naranja, azafranoso… Y me sonrío, y entreabro abanicos, y juego a prenderme flores, y vierto por el suelo esencias, y, por último, rendida, arrojo aprisa mis galas, y estremecida por la horripilación del amanecer, corro con los brazos cruzados sobre el pecho a refugiarme en mi cama, donde me apelotono, me hago un ovillo, encogida, trémula de cansancio, con los pies helados, la cabeza febril…

 

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