IV

Choque, con Farnesio, cuando se entera de que tengo invitado a almorzar a un hombre desconocido, una nueva relación.

Planteo la cuestión resueltamente.

— Amigo mío, le quiero a usted muy de veras, no lo dude, pero pienso hacer mi gusto.

— Vas a desacreditarte… Serás la fábula de Madrid.

— Nadie me conoce en Madrid, Farnesio. Que soy la heredera de doña Catalina Mascareñas, lo saben los cuatro amigos rancios de… mi tía; amistades que no he querido continuar. Mi tía se había obscurecido bastante en los últimos años. Madrid me ignora, como ignoro yo a Madrid. En Alcalá me conocen… Pero, ¿qué importa Alcalá? Cuando yo vegetaba allí, entre viejos, en la antesala del claustro, ¿qué dueña ni qué rodrigón me han puesto ustedes para guardarme? He decidido vivir como me plazca.

Farnesio me oye, amoratado de enojo.

— He cumplido mi deber. No puedo ir más allá…

— ¿Quiere usted, de paso que sale, disponer que pongan los dos cubiertos en la serre?

Y recalco lo de los dos cubiertos, porque, a veces, Farnesio almuerza conmigo, y no es cosa de que hoy se me instale allí, de vigilante. Me reservo la libertad de mi tête-à-tête.

El proco, más que puntual. Se adelanta una hora justa. A las doce, ya el gabinete hiede a brillantina. Yo no me presenté hasta un cuarto de hora antes de la señalada, vestida de gasa negra con golpes de azabache, mangas hasta el codo y canesú calado, y las manos, cuidadísimas, endiamantadas, sin una piedra de color. Al saludarle observé que estaba volado. Anestesié su vanidad con excusas y chanzas, y tomé su brazo para pasar a la serre, donde era una coquetería la mesita velada de encaje, centrada de rosas rojas, servida con Sajonias finas, y sombreada por los flábulos de una palmera lustrosa. De puro emocionado, Aparicio no acertaba a deglutir el consommé. Evidentemente recelaba comer mal, verter el contenido de la cuchara, manchar el mantel, tirar la copa ligera donde la bella sangre del burdeos ríe y descansa. Y estaba alerta, inquieto, sin poder gozar de la hora. Para él, yo soy una dama del gran mundo… (De un mundo que no he visto, pero que no me habrá de causar ni cortedad ni sorpresa cuando llegue a verlo.)

Me dedico a serenar el espíritu del intelectual, y alardeo de admiración, de cierto respeto, de cordialidad amena y decente. Con la malicia retozona que siempre tengo dispuesta para Polilla, me entretengo en representar este papel fácil, hecho. Doy al proco un rato de deliciosa ilusión. ¿No es la ilusión lo mejor, lo raro?

El café, las mecedoras, ese momento de beatitud, en que la digestión comienza… Él, ya a sus anchas, acerca su silla un tanto, y yo no alejo la mía. Estoy de excelente humor, y no percibo ni rastro de esa emotividad que, según Aparicio, caracteriza a la mujer. Mi corazón se encuentra tan tranquilo como un pájaro disecado.

— Lina… — se atreve él-, no puede usted figurarse…

— Vamos — calculo-, es el momento… Se decide…

— No puede usted figurarse… — insiste-. Hay cosas que, realmente, tienen algo de fantástico, de irreal… Cómo había de imaginarme yo que… que…

Se adivina lo que añade don Hilario, y se devana fácilmente el hilo de su discurso. Así como se presume mi respuesta, ambiguamente melosa y capciosa. Después de las primeras cucharadas dulces, sitúo mis baterías.

— Hilario, entre usted y yo no caben las vulgaridades de rúbrica… Somos seres diferentes de la muchedumbre. Y nos hemos acercado y nos hemos sentido atraídos, por algo superior a la… a la mera atracción del… del sexo. ¿Me equivoco? No, no es posible que me equivoque. Aquí estamos reunidos para tratar de una idea salvadora…

— Para eso… y para algo quizás mejor — objeta él, soliviantado.

— ¿No habíamos quedado en que el amor era un sacrificio?

— Según… según — tartamudeó-. Lina, hay horas en que olvida uno lo que piensa, lo que diserta, lo que escribe. La impresión que se sufre es de aquellas que… ¡Sea piadosa! ¡No me obligue a recordar ahora mi labor dura, incesante, mi acerba lucha por la existencia!

— Sí, recordémosla — argüí-, pues aquí estoy yo para que fructifique. Ese es mi oficio providencial. Poseo una fortuna considerable, y usted me ha enseñado cómo invertirla.

Hizo un gesto, como si el hecho fuera desdeñable, mínimo.

— No, si adivino su desinterés. Me he adelantado a él. La fortuna no será para nosotros: entera se consagrará al triunfo de los ideales. Ni aun la administraremos. Eso se arreglará de tal manera, que ni la más viperina maldad pueda atribuirnos, y a usted sobre todo, vileza alguna. Nosotros, unidos libremente, claro es, renunciaremos a todo, viviremos de nuestro trabajo, en nuestro apostolado… ¡Qué divertido será! ¿Por qué se queda frío, Aparicio… ? ¿No he acertado? ¿Es una locura de mujer entusiasta? ¿No es eso lo que usted pretendía, la realización de su ensueño?

— Sí, sí… Es que, de puro esplendoroso, así al pronto, el plan me deslumbra… Déjeme usted respirar. ¡Es tan nuevo, tan inaudito lo que me pasa! ¡Desde ayer creo que vivo soñando y que voy a despertarme rodeado, como antes, de miseria, de decepciones! ¡Que se me aparezca el ángel de salvación… y que tenga su forma de usted! ¡Una forma tan hermosa! Porque es usted hermosísima, Lina. No sé lo que me pasa…

— Cuidado, Aparicio — y simulo confusión, rubor, trastorno-, no perdamos de vista que el objeto… el objeto…

La brillantina se me acerca tanto, que debo de hacer una mueca rara.

— No, no lo pierdo de vista… El objeto es la felicidad de muchos seres humanos. Si empezamos por la nuestra, cuánto mejor. Así caminaríamos sobre seguro.

— ¿No es usted altruista?

— Altruista… sí… y también, verá usted… también soy Kirkegaardiano…

— ¿Cómo? ¿Cómo?

— Ya, ya le explicaré a usted ese filósofo… No hay ética colectiva… La moral debe ser nuestra, individual…

— Eso me va gustando — sonreí.

— Es claro… No puede por menos. Tiene usted demasiada penetración. Y por eso, aun en nuestra obra redentora de apostolado, debemos partir de nosotros mismos.

— Y prescindir de Polilla — observo, infantilmente.

— Y prescindir de Polilla. Nosotros lo arreglaremos perfectamente. No hay que ir al extremo de las cosas. Nadie mejor que nosotros para administrar… administrar solamente, bueno… las riquezas que usted posee… y que, en otras manos, tal vez serían robadas, dilapidadas… Y en cuanto a nuestra unión… Lina, por usted… por usted, por su respetabilidad… yo me presto, yo asiento a todas las fórmulas, a todas las consagraciones… Una cosa es el ideal, otra su encarnación en lo real…

No pude contenerme. Solté una risa jovial, victoriosa. Aquel toro, desde el primer momento, se venía a donde lo citaban los capotes revoladores y clásicos. Un marido como otro cualquiera, ante la iglesia y la ley. Porque así, yo le pertenecía, y mis bienes lo mismo, o al menos su disfrute.

— No se sobresalte, Hilario… Si no me río de usted. Me río de nuestro inmejorable Polilla. Figúrese mi satisfacción. Es que le he ganado la apuesta. Aposté con él a que, a pesar de las apariencias, era usted un hombre de talento. ¡Espere usted, espere usted, voy a explicarme… ! Perdóneme la inocente añagaza, la red de seda que le he tendido. Las apariencias le presentan a usted como un teórico que devana marañas de ideas, basándose en el instinto que sienten todos los hombres de exigirle a la vida cuanto pueden y de adquirir lo que otros disfrutan. Pero usted reclama todo eso para el individuo, y el individuo que más le importa a usted, es naturalmente, usted mismo. ¡Cómo no! Si dentro de las circunstancias actuales su individuo de usted puede hallar lo que apetece, ya no necesita usted modificar en lo más mínimo esas circunstancias. Ninguna falta le hace a usted la transformación de la sociedad y del mundo. Para usted el mundo se ha transformado ya en el sentido más favorable y justo… ¿Acierto?

No me respondía. Abierta la boca, fijos los ojos, más pálido que de costumbre, aterrado, me miraba; no se daba cuenta de cómo y por dónde había de tomar mi arenga. ¿Era burla escocedora? ¿Era originalidad de antojadiza dama? ¿Qué significaba todo ello?

— Acierto de fijo — adulé-. Usted, persona de entendimiento superior, tiene dos criterios, dos sistemas; uno, para servirle de arma de combate, en esa lucha recia que adivino, y en la cual derrochó usted la juventud, la salud y el cerebro, sin resultado; otra, para gobernar interiormente su existir y no ser ante sí propio un Quijote sin caballería… y sin la gran cordura de Don Quijote, ¡que a mí se me figura uno de los cuerdos más cuerdos! Vuelvo a preguntar. ¿Me equivoco?

— En varios respectos… — barbotó indeciso-, no… Todo eso… Mirándolo desde el punto de vista… Sin embargo… ¿Por qué… ?

— Atienda, Hilario… Yo veo en usted a un hombre superior, que patrulla en un pantano donde se le han quedado presos los pies. Le saco a usted de ese pantano… con esta mano misma.

Se la tendí. Resucitado, enajenado, besó los diamantes, a topetones, y los dedos, ansioso.

— Le saco del pantano. Créame. Va usted a donde debe, al Congreso, al Ministerio, a las cimas. Y acepta usted cuanto existe, desde el cedro hasta el hisopo. Como que, dentro de usted, aceptado estaba. ¡Ni que fuera usted algún sandio! ¿Conformes? Si yo se lo decía a don Antón: «Seré su ninfa, su Egeria… si resulta que tiene talento, a pesar de semejantes teorías y semejantes libros… ». ¿Digo bien? Pues a obedecerme…

Hizo una semiarrodilladura.

— Me entrego a mi hada…

Cuando se fue — obedeciendo a una orden, porque su brillantina ya me enjaquecaba fuertemente- sentí algo parecido a remordimiento. Y escribí a Polilla algunos renglones; esto, en substancia: «Cuando necesite Aparicio protección, dinero, avíseme usted. Y así que pueda, y me haga amiga de algún personaje político, he de colocarle, según sus méritos, que son muchos. Tiene facultades extraordinarias… Agradezco a usted altamente que me haya facilitado conocerle… ».

Llamé a un criado.

— Esta carta al correo. Y cuando vuelva este señor que ha almorzado aquí, que le digan siempre que he salido.

 

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