V Estado de la atmósfera

LO que se ve claramente al estudiar el romanticismo y fijar en él una mirada desapasionada, es que tenía razón Sainte-Beuve; que su vida fué tan corta como intensa y brillante, y que desde mediados del siglo han muerto, dejando numerosa descendencia. Porque la clausura del período romántico no se debió á que aquel clasicismo rancio y anémico de otros días resucitase para imperar de nuevo; ni semejantes restauraciones caben en los dominios de la inteligencia, ni el entendimiento humano es ningún costal que se vacíe cuando está muy lleno, quedando encima lo de abajo, como suele decirse de las modas. Acertaba Madama Staël al declarar que ni el arte ni la naturaleza reinciden con precisión matemática; sólo vuelve y es restaurado lo que sobrevive á la crítica y cuela al través de su fino tamiz; así del clasicismo renacen hoy cosas realmente buenas y bellas que en él hubo, ó que por lo menos, si no son buenas y bellas, están en armonía con las exigencias de la época presente y del actual espíritu literario. Lo propio sucede al romanticismo: de él sobrevive cuanto sobrevivir merece, mientras sus exageraciones, extravíos y delirios pasaron como torrente de lava, abrasando el suelo y dejando en pos inútil escoria. Una literatura nueva, que ni es clásica ni romántica, pero que se origina de ambas escuelas y propende á equilibrarlas en justa proporción, va dominando y apoderándose de la segunda mitad del siglo XIX. Su fórmula no se reduce á un eclecticismo dedicado á encolar cabezas románticas sobre troncos clásicos, ni á un sincretismo que mezcle, á guisa de legumbres en menestra, los elementos de ambas doctrinas rivales. Es producto natural, como el hijo en quien se unen substancialmente la sangre paterna y la materna, dando por fruto un individuo dotado de espontaneidad y vida propia.

Me parece ocioso insistir en demostrar lo que no puede ni discutirse, á saber, que existen formas literarias recientes, y que las antiguas decaen y se extinguen poco á poco. Sería estudio curioso el de la disminución gradual de la influencia romántica, no sólo en las letras, sino en las costumbres. Sin rasgar el velo que cubre la vida privada, considero fácil poner de relieve el notable cambio que han sufrido los hábitos literarios y el estado de ánimo de los escritores. Desde hace algunos años calmóse la efervescencia de los cerebros, atenuóse aquella irritabilidad enfermiza, ó subjetivismo, que tanto atormentaba á Byron y Espronceda, y entramos en un período de mayor serenidad y sosiego. Nuestros grandes autores y poetas contemporáneos viven como el resto de los mortales; sus pasiones—si es que las experimentan—laten escondidas en el fondo de su alma, y no se desbordan en sus libros ni en sus versos; el suicidio perdió prestigio á sus ojos, y no lo buscan ni en el exceso de desordenados placeres ni en ningún pomo de veneno ó arma mortífera. En vestir, en habla y conducta, son idénticos á cualquiera, y el que por la calle se tropiece con Núñez de Arce ó Campoamor sin conocerlos, dirá que ha visto dos caballeros bien portados, el uno de pelo blanco, el otro algo descolorido, que no tienen nada de particular. Todo París conoce la existencia burguesa y metódica de Zola, encariñadísimo con su familia; y si no fuera que siempre comete indiscreción quien descubre intimidades del hogar, por inocentes que sean, yo añadiría en este respecto, al nombre del novelista francés, algunos muy ilustres en España.

Lo cual no quiere decir que se haya concluido la vaga tristeza, la contemplación melancólica, el soñar cosas diferentes de las que nos ofrece la realidad tangible, el descontento y sed del alma y otras enfermedades que sólo aquejan á espíritus altos y poderosos, ó tiernos y delicados. ¡Ah, no por cierto! Esa poesía interior no se agotó: lo proscrito es su manifestación inoportuna, afectada y sistemática. Los soñadores proceden hoy como aquellos frailecitos humildes y santas monjas que, al desempeñar los menesteres de la cocina ó barrer el claustro, sabían muy bien traer el pensamiento embebecido en Dios, sin que por fuera pareciese sino que atendían enteramente al puchero y á la escoba. No es nuestra edad tan positiva como aseguran gentes que la miran por alto, ni hay siglo en que la condición humana se mude del todo y el hombre encierre bajo doble llave algunas de sus facultades, usando sólo de las que le place dejar fuera. La diferencia consiste en que el romanticismo tuvo ritos, á los cuales, en el año de 1882, nadie se sujetaría sin que le retozase la risa en el cuerpo. Si en el estreno del drama más discutido de Echegaray se presentase alguien con el estrafalario atavío de Teófilo Gautier en Hernani, puede que lo mandasen á Leganés.

Ahora bien: si el romanticismo ha muerto y el clasicismo no ha resucitado, será que la literatura contemporánea encontró otros moldes, como suele decirse, que le vienen más cabales ó más anchos. Tengo por difícil juzgar ahora estos moldes: indudablemente es temprano: no somos aún la posteridad, y quizá no acertaríamos á manifestarnos imparciales y sagaces. Sólo es lícito indicar que una tendencia general, la realista, se impone á las letras, aquí contrastada por lo que aún subsiste del espíritu romántico, allá acentuada por el naturalismo, que es su nota más aguda, pero en todas partes vigorosa y dominante ya, como lo prueba el examen de la producción literaria en Europa.

De la generación romántica francesa sólo queda en pie Víctor Hugo, materialmente, porque vive; moralmente hace tiempo que no se cuenta con él; sus últimas obras no se pueden leer con gusto, ni casi con paciencia, y los autores franceses cuya celebridad atraviesa el Pirineo y los Alpes esparciéndose por todo el mundo civilizado, son realistas y naturalistas. Inglaterra ha visto caer uno á uno los colosos de su período romántico, Byron, Southey, Walter Scott, y venir á reemplazarlos una falange de realistas de talento singular: Dickens, que se paseaba por las calles de Londres días enteros anotando en su cartera lo que oía, lo que veía, las menudencias y trivialidades de la vida cotidiana; Thackeray, que continuó las vigorosas pinturas de Fielding; y por último, como corona de este renacimiento del genio nacional, Tennyson, el poeta del home, el cantor de los sentimientos naturales y apacibles, de la familia, de la vida doméstica y del paisaje tranquilo. España.... ¿Quién duda que también España propende, si no tan resueltamente como Inglaterra, por lo menos con fuerza bastante, á recobrar en literatura su carácter castizo y propio, más realista que otra cosa? Se han establecido de algún tiempo acá corrientes de purismo y arcaísmo, que si no se desbordan, serán muy útiles y nos pondrán en relación y contacto con nuestros clásicos, para que no perdamos el gusto y sabor de Cervantes, Hurtado y Santa Teresa. No sólo los escritores primorosos y un tanto amanerados, como Valera, sino los que escriben libremente, ex toto corde, como Galdós, desempolvan, limpian de orín y dan curso á frases añejas, pero adecuadas, significativas y hermosas. Y no es únicamente la forma, el estilo, lo que va haciéndose cada vez más nacional en los escritores de nota; es el fondo y la índole de sus producciones. Galdós con los admirables Episodios y las Novelas contemporáneas, Valera con sus elegantes novelas andaluzas, Pereda con sus frescas narraciones montañesas, llevan á cabo una restauración, retratan nuestra vida histórica, psicológica, regional; escriben el poema de la moderna España. Hasta Alarcon, el novelista que más conserva las tradiciones románticas, luce entre sus. obras un precioso capricho de Goya, un cuento español por los cuatro costados, El Sombrero de tres picos. La patria va reconciliándose consigo misma por medio de las letras.

En resumen, la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, fértil, variada y compleja, presenta rasgos característicos: reflexiva, nutrida de hechos, positiva y científica, basada en la observación del individuo y de la sociedad, profesa á la vez el culto de la forma artística, y lo practica, no con la serena sencillez clásica, sino con riqueza y complicación. Si es realista y naturalista, es también refinada; y como á su perspicacia analítica no se esconde ningún detalle, los traslada prolijamente, y pule y cincela el estilo.

Nótase en ella cierto renacimiento de las nacionalidades, que mueve á cada pueblo á convertir la mirada á lo pasado, á estudiar sus propios excelsos escritores, y á buscar en ellos aquel perfume peculiar ó inexplicable que es á las letras de un país lo que á ese mismo país su cielo, su clima, su territorio. Al par se observa el fenómeno de la imitación literaria, la influencia recíproca de las naciones, fenómeno ni nuevo ni sorprendente, por, más que alardeando de patriotismo lo condenen algunos con severidad irreflexiva.

La imitación entre naciones no es caso extraordinario, ni tan humillante para la nación imitadora como suele decirse. Prescindamos de los latinos, que calcaron á los griegos; nosotros hemos imitado á los poetas italianos; Francia á su vez imitó nuestro teatro, nuestra novela: uno de sus autores más célebres, admirado por Walter Scott, Lesage, escribió el Gil Blas, El Bachiller de Salamanca, y El diablo cojuelo, pisando las huellas de nuestros escritores del género picaresco; en el período romántico, Alemania brindó inspiración á los franceses, que á su vez influyeron notablemente en Heine; y esto fué de modo que si cada nación hubiese de restituir lo que le prestaron las demás, todas quedarían, si no arruinadas, empobrecidas cuando menos. á propósito de imitación decía Alfredo de Musset con su donaire acostumbrado: «Acúsanme de que tomé á Byron por modelo. ¿Pues no saben que Byron imitaba á Pulci? Si leen á los italianos, verán cómo los desvalijó. Nada pertenece á nadie, todo pertenece á todos; y es preciso ser ignorante como un maestro de escuela para forjarse la ilusión de que decimos una sola palabra que nadie haya dicho. Hasta el plantar coles es imitar á alguien.»

La evolución (no me satisface la palabra, pero no tengo á mano otra mejor) que se verifica en la literatura actual y va dejando atrás al clasicismo y al romanticismo, transforma todos los géneros. La poesía se modifica y admite la realidad vulgar como elemento de belleza: fácil es probarlo con sólo nombrar á Campoamor. La historia se apoya cada vez más en la ciencia y en el conocimiento analítico de las sociedades. La crítica dejó de ser magisterio y pontificado, convirtiéndose en estudio y observación incesante. El teatro mismo, último refugio de lo convencional artístico, entreabre sus puertas, si no á la verdad, por lo menos á la verosimilitud invocada á gritos por el público, que si acepta y aplaude bufonadas, magias, pantomimas y hasta fantoches como mero pasatiempo ó diversión de los sentidos, en cuanto entiende que una obra escénica aspira á penetrar en el terreno del sentimiento y de la inteligencia, ya no le da tan fácilmente pasaporte. Pero donde más victoriosa se entroniza la realidad, donde está como en su casa, es en la novela, género predilecto de nuestro siglo, que va sobreponiéndose á los restantes, adoptando todas las formas, plegándose á todas las necesidades intelectuales, justificando su título de moderna epopeya. Ya es hora de concretarnos á la novela, puesto que en su campo es donde se produce el movimiento realista y naturalista con actividad extraordinaria.

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